En la última entrada les hablaba de cómo había llegado a la
lectura de Le crime d’Orcival (1866) de
Émile Gaboriau y me comprometí a intentar analizar en qué medida sus novelas
policiacas habían influido en la corriente anglosajona del género y, en
particular, en la obra de Conan Doyle, así que vamos a ello. En mi opinión, los
aspectos que se deben tener en cuenta se pueden agrupar en torno a dos ejes:
por un lado, la creación del detective protagonista; por otro, la técnica
narrativa.
Ilustración de Sidney Paget para la primera edición de “The Man with the Twisted Lip” |
Ya desde Poe, el protagonista de una historia policiaca no
es, salvo excepciones, ni el asesino ni la víctima, sino el detective; si mi
memoria no falla, el chevalier Dupin
es el único personaje del escritor estadounidense que aparece en más de uno de
sus sesenta y siete cuentos[1]:
lo hace en “The Murders in the Rue Morgue” (1841)[2], “The
Mystery of Marie Rogêt” (1842 a 1843)[3]
y “The Purloined Letter” (1845)[4].
Con ello aparece un rasgo de suma importancia: el carácter serial del género; los lectores buscamos una aventura de un
determinado personaje (llámese Lecoq, Holmes, Sam Spade o Marlowe) porque es ese personaje el que marca el tono
general de la narración hasta el punto de que hay escritores que crean
distintos personajes para variar de registro[5].
El protagonista de Gaboriau es un detective oficial llamado Lecoq, a quien,
como ya señalé, Holmes despreciaba. Y sin embargo, hay varios puntos en que Holmes
sigue los pasos de Lecoq: en primer lugar, es obvio decirlo, la habilidad
deductiva, que procede de una fuente anterior –el propio Poe– y que constituirá
la seña de identidad del género por lo menos hasta la aparición de la novela
negra americana, aunque en los más grandes –Hammett y Chandler– nunca dejará de
estar presente. Pero existen otros aspectos de la construcción del personaje
Holmes que derivan directamente y sin solución de continuidad de Lecoq: el
movimiento y el gusto por el disfraz. Holmes se mueve, y se mueve mucho; como
decía el clásico, se mueve más que los precios; está aquí y allá, en un
fumadero de opio[6], en las
cataratas de Reichenbach[7]
o en el Diogenes Club[8]; y
para no ser reconocido igual se disfraza de pastor protestante[9]
que de librero vecino de Watson[10].
Nos hemos acostumbrado tanto a la versión del Holmes cerebral, flemático,
insensible y desprovisto de emociones, sentado en el sillón con su pipa, sin
hacer nada más que pensar –la versión popularizada en el cine por Peter
Cushing– que nos hemos llegado a olvidar de que en las sagradas escrituras también aparece un Holmes diametralmente
opuesto: extremadamente nervioso, de una actividad febril –si no está deprimido,
claro–, neurótico, drogadicto y orgulloso de su forma física como boxeador y
como atleta. Tengo una muy buena amiga que cuando volvió del cine de ver la
última versión cinematográfica del personaje (Sherlock Holmes, Guy Ritchie, 2009, con Robert Downey Jr. como
Holmes y Jude Law como Watson) me llamó para preguntarme qué tipo de herejía
era presentar a un Holmes al tiempo misógino y mujeriego, que bebía como un
cosaco, se vestía de chino, se drogaba y provocaba peleas cuerpo a cuerpo, a lo
que tuve que contestarle que exactamente eso era la ortodoxia holmesiana; me
temo que no acabó de quedar convencida, qué le vamos a hacer.
Pues bien, todo eso es la herencia
del Lecoq de Gaboriau. Si hay algo que enorgullece a Lecoq es que nadie conoce
su verdadera apariencia física, aunque en Le
crime d’Orcival hay un par de momentos en que se muestra tal como es, bien
a su pesar; su apartamento es siempre descrito como una mezcla de gabinete de
estudioso y de camerino de actor; en otra de sus aventuras, Le dossier nº 113[11] (1867), que he releído esta semana para
afianzar mi argumentación, adopta varias identidades; en ningún momento
permanece especialmente reflexivo: necesita acción, movimiento, estar en misa y
repicando, aparecer como quien no es, no ser reconocido por sus conocidos y
provocar el pasmo continuo de propios y ajenos. Esa caracterización del
personaje que realiza Gaboriau será directamente heredada por la criatura
literaria de Conan Doyle, pero no por sus sucesores directos en la línea
anglosajona: no me imagino ni por un momento a lord Peter Winsey o a Philo
Vance vistiéndose de mamarracho; como mucho, recuerdo a Hercule Poirot
haciéndose pasar por su hermano Achille, pero más como un guiño al lector que
como algo verdaderamente nuclear en la definición del personaje. Y en cuanto al
despliegue de energía motora por parte del detective, muchos autores
posteriores lo considerarán un elemento que debe ser suprimido en la medida de
lo posible para reafirmar el carácter intelectual del personaje: en el límite
está el orondo Nero Wolfe, que jamás sale de sus habitaciones si puede
impedirlo[12]. Solo
otro personaje de ficción superará a Lecoq y a Holmes en ubicuidad y en
apariencia proteica: me refiero, evidentemente, a Arsène Lupin (otra vez aparece
por aquí), pero Lupin supone el momento clásico de la tradición francesa, no de
la anglosajona.
En la próxima entrada les hablaré
del segundo eje que anunciaba: la técnica narrativa. Y dejaré, por el momento
de reflexionar sobre este asunto; tampoco quiero utilizar en un blog los
recursos del folletín decimonónico: creo que son géneros distintos.
[1]
La traducción que uso
en español es la de Julio Cortázar: Poe, Edgar
Allan: Cuentos.- Prólogo,
traducción y notas de Julio [Florencio] Cortázar
[Descotte].- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo, Literatura n.os
5506 y 5507), [Madrid 1998].- 2 tomos: t. I, 576 págs.; t. II. 514 págs. (17,5
x 12).
[2]
En las págs. 425-466
del tomo I de la mencionada edición.
[3]
Ibidem, págs. 467-524.
[4]
Ibidem, págs. 525-546.
[5]
La importancia del
personaje es lo que permitió a Salvador Vázquez de Parga construir una historia
de la novela policiaca y una historia de la novela de espionaje a partir de los
personajes protagonistas y no de los autores de las mismas, si bien las
referencias a estos últimos son evidentemente ineludibles. Cf. Vázquez de Parga [Chueca], Salvador: Los mitos de la novela criminal.- Planeta
(Textos n.º 67), [Barcelona 1981].- 317 págs., ilustr. en negro (17,5 x 12,5);
y Vázquez de Parga [Chueca], Salvador:
Espías de ficción.- Planeta (Textos
n.º 85), [Barcelona 1985].- 251 págs., ilustr. en negro (20 x 12,5).
[6] “The Man with the Twisted
Lip” (1891), en https://en.wikisource.org/wiki/The_Man_with_the_Twisted_Lip.
[10] “The Adventure of the Empty
House” (1903), en https://en.wikisource.org/wiki/The_Adventure_of_the_Empty_House.
[11]
Hay traducción al
español: Gaboriau, Émile: “El
expediente 113” [Le dossier nº 113],
[trad. de Manuel Serrat Crespo, ilustr. de Julio Vivas (en realidad, de Francisco Puerta Aparicio)], en Club
del Misterio, XI [(Bruguera, Barcelona 1983)], 241-359, 15 ilustr. en negro.
[12]
Lo cual es solo cierto
a medias: cuando el asunto se complica, Wolfe es el primero que pide su coche y
su chófer para ir a resolver por sí mismo asuntos en que no considera
conveniente delegar. Incluso en una ocasión (The Black Mountain, 1954), que a mí se me alcance, se desplaza a su
Montenegro natal para ayudar a un amigo de la infancia, lo que no es sino un
recurso por parte del autor para atrapar el interés del lector por lo
excepcional del caso (lo nunca visto que
anunciaba la juglaría medieval, vamos). Hay traducción española: Stout, Rex [Todhunter]: La montaña negra [The Black Mountain].- [Trad.
de M. Bosch Barrett].- Plaza & Janés (Búho n.º 31), [Esplugues de Llobregat
1981].- 246 págs. (18 x 10).
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