Mostrando entradas con la etiqueta historia del dinero. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta historia del dinero. Mostrar todas las entradas

domingo, 13 de marzo de 2016

Una visita al Museo Arqueológico Nacional



Algún seguidor del blog me ha escrito reclamándome la entrada del fin de semana pasado, pero el fin de semana pasado no tuve ni un minuto para ponerme a escribir: el grupo de amigos de toda la vida (y no es una hipérbole: nos conocemos desde hace cuarenta años, sobre poco más o menos) homenajeamos nuestra  amistad con una escapada gastronómica a Madrid y a Toledo, que resultó más que satisfactoria tanto desde el punto de vista personal como del de la calidad, abundancia y variedad de las viandas degustadas. Pero como no solo de pan vive el hombre, algún refrigerio cultural también cayó; puesto que este es un blog sobre libros y sobre historias –no sobre gastronomía, de momento, pero todo se andará– me voy a circunscribir a algunas cosas que vimos en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid[1] y que me llamaron especialmente la atención.
Vaya por delante que el Arqueológico Nacional es un museo que me gusta mucho, no tanto por las piezas que alberga –que también–, sino por su concepción museística; hasta 2008 tenia la disposición de los museos decimonónicos, seria, doctoral y rancia; tras su reforma y reapertura en 2013, es uno de los mejor resueltos que conozco: han conseguido crear un espacio cómodo, diáfano, bien iluminado y dotado con una serie de presentaciones audiovisuales de forma que las piezas expuestas llaman la atención del visitante, resultan atractivas y despiertan su curiosidad, y eso que los bifaces achelenses y las puntas de flecha epipaleolíticas no son precisamente espectaculares.
Dama de Elche


Dama de Baza
Sí lo son las esculturas ibéricas: tanto la Dama de Elche (ss. V-IV a. C.) como la Dama de Baza (s. IV) parecen la versión local de la Nefertiti del Museo de Pérgamo de Berlín: siempre están rodeadas de curiosos. Pero en esta entrada no voy a deternerme necesariamente en las piezas más conocidas, sino en algunas que, por una u otra causa, me llamaron la atención. Comienzo con dos esculturas de la edad media, aunque separadas por cuatro siglos: el Crucifijo de don Fernando y doña Sancha (anterior a 1063) y la estatua orante de Pedro I el Cruel de Castilla (s. XV). Ambas me gustan por la misma razón: las encuentro enormemente expresivas. La cara del Cristo románico y, en especial, sus ojos, no son las de un ajusticiado a punto de morir, sino las de alguien que está totalmente vivo y que nos mira desde su propia vitalidad. La faz de Pedro I es, por el contrario, hiératica, característica de la que, paradójicamente, nace su expresividad, una expresividad de ultratumba; es un retrato realista que no idealiza al personaje de acuerdo a determinados cánones estéticos: a mí siempre me ha evocado un reinado oscuro marcado por las guerras civiles y por la trágica muerte del rey en Montiel.
Crucifijo de don Fernando y doña Sancha
Estatua orante de Pedro I el Cruel
Ahora, dos piezas relacionadas con Aragón. En primer lugar, el busto en porcelana de Pedro Pablo Abarca de Bolea, X conde de Aranda (c.1790) realizado en la Real Fábrica de Alcora; dicho establecimiento era, dicho sea de paso, una manufactura real creada por el IX conde de Aranda –el padre del conde que nos ocupa– en 1727. Este retrato me gusta por varias razones: porque se reproduce en todos los manuales y siempre es reconfortante encontrarte con algo familiar, como si fuera un viejo conocido; porque el político aragonés me ha caído bien de toda la vida –a pesar de sus maquiavelismos políticos se opuso al ascenso a Godoy, y eso siempre me ha parecido un mérito, viniere de quien viniere–; y porque cada vez que, estando en Zaragoza, paso por la calle conde de Aranda haciendo esquina con César Augusto –y paso muchas veces– y veo el busto que la asociación local de comerciantes ha erigido al conde, sonrío al reconocer la fuente iconográfica del que procede.
Busto del X conde de Aranda
La otra obra relacionada con Aragón es una maqueta en cinc repujado de la Torre Nueva de Zaragoza, datada antes de 1874 y procedente del taller de Valero Tiestos. La Torre Nueva era un campanario mudéjar construido entre 1504 y 1512; poco después de su inauguración, comenzó a inclinarse como si estuviera en Pisa; tremendamente unida a la historia de la ciudad, constituyó su símbolo hasta que fue demolida en 1892 por orden del ayuntamiento. Los zaragozanos no hemos conseguido olvidarla.
Valero Tiestos, maqueta de la Torre Nueva
Dos pinturas que me parecieron muy divertidas: del Retablo de san Martín de Tours (s. XV, procedente de la iglesia parroquial de Nueno, Huesca) de Pedro de Zuera y Juan de la Abadía el Joven, me encantó una de las figuras de la predela que representa a un demonio en forma de mujer –se sabe que es un demonio por una especie de cuernecillos que le salen de la cabeza–; y en la Misa de san Gregorio (s. XV, procedente del retablo del monasterio de santa Clara de Campos, Palencia), atribuido a Juan de Nalda, disfruté un montón paseando la vista por el muestrario de exvotos que rodean a Cristo; estoy seguro que esa no era la intención del pintor, pero no pude evitarlo.
Pedro de Zuera y Juan de la Abadía, el Joven, Retablo de san Martín de Tours

Hojas de tabaco utilizadas como medio de pago
Y para terminar, uno de los grandes aciertos, a mi juicio, del museo: la sección, ubicada entre las plantas primera y segunda, dedicada a la historia del dinero; ojo: no es una sección de numismática –aunque hay muchas monedas– sino de dinero en general: billetes, cajas de caudales, balanzas de cambistas, tarjetas de crédito, libros de contabilidad y elementos que han servido como medios de pago en diferentes espacios y tiempos: así, las hojas de tabaco de la foto adjunta. Estuve buscando los collares de concha a los que me refería en una entrada anterior, pero entre que la exposición ocupa las últimas salas, que no iba solo y que se hacía la hora de comer, me faltó tiempo y no los encontré. Prometo que en la próxima visita que haga empezaré por aquí, los buscaré y les haré la correspondiente instantánea.

domingo, 14 de febrero de 2016

Persiguiendo la teoría cuantitativa de los precios



Cuando comencé con el blog, solo me impuse una norma: escribir sobre lo que me apeteciera, fuera de las sujecciones habituales, llámense línea editorial o programa de la asignatura. Cuando uno escribe (o diserta, que a veces es casi lo mismo) para otros, otros fijan el tema y no pocas veces el tono. Cuando uno escribe para uno mismo, puede hacer lo que le dé la puñetera gana. Que es lo que voy a hacer ahora mismo: voy a hablar de economía.
Cuando los economistas explicamos cualquier fenómeno, recurrimos a la fórmula matemática correspondiente; como hoy toca –he decidido que toque– la inflación, voy y suelto que la relación entre la cantidad de dinero en circulación y el nivel de precios viene dado por la ecuación de la teoría cuantitativa del dinero de Irving Fisher
Mv=Py
donde M representa la cantidad total de dinero en circulación, v es la velocidad de circulación del dinero, P es nivel general de precios e y el flujo de renta real o, lo que es lo mismo, el flujo de transacciones reales de bienes y servicios de una economía en un periodo determinado. Es evidente. Y si tomo diferenciales y considero que la velocidad de circulación y el flujo de renta real permanecen constantes, se llega a que
vdM= ydP.
¿Está claro, no? Al aumentar la cantidad de dinero en circulación aumenta el nivel de precios sin que sea preciso que la renta real varíe. Y si estuviéramos en clase de economía, no sería preciso añadir nada más.
Copérnico
En el fondo, la idea que subyace es muy simple: si el dinero representa el valor total del flujo de bienes y servicios de una economía (lo que viene siendo el total de lo que se produce y se vende) y no producimos ni vendemos más pero el gobierno le da a la máquina de hacer billetes (o bonos, me es igual), cada billete vale menos o, dicho de otra forma, necesitamos más billetes para comprar lo mismo: o sea, los precios suben; y si hay que emitir muchísimos (pero muchísimos a lo bestia) billetes, la subida de precios empieza a salir en los libros de historia económica: como la de Alemania de la década de 1920, vamos.
Esto lo sabían los no-economistas antes de que la economía tuviera un estatuto científico y académico propio. Parece que el primero que se dio cuenta fue un polaco que se llamó Mikołaj Kopernik, que la posterioridad hispanohablante conoce como Copérnico y que, a petición del entonces rey de Polonia, Segismundo I Jagellón el Viejo, primero presentó su tesis ante la dieta y luego la puso por escrito –mientras miraba el sol y los planetas y llegaba a conclusiones algo heterodoxas– con el título de Monetæ cudendæ ratio (1526). De la página 114 del manual de historia del pensamiento económico de Spiegel[1] saco la siguiente cita, resumen de su pensamiento: El dinero se deprecia normalmente cuando se hace demasiado abundante.
Martín de Azpilcueta
El siguiente no-economista que se dio cuenta del asunto fue un cura navarro (tampoco era un cura de misa y olla, no vayan ustedes a pensar) que se llamaba Martín de Azpilcueta, que vivió entre 1492 y 1586 y que escribió un tratado de teología moral (Manual de confesores y penitentes, 1553) al que en 1569 añadió un apéndice (De usuras y simonías). Bien, pues es en ese apéndice donde aborda el tema que nos ocupa: para la moral católica tridentina el préstamo con usura y la especulación financiera eran graves pecados y de ahí el interés de un teólogo por la cuestión; los herejes protestantes del norte los practicaban sin pudor alguno[2], por lo que había que condenarlos; y Azpilcueta, como cualquier español de la época que abriera algo los ojos, se había percatado que desde el descubrimiento de América la llegada masiva de metales preciosos a los territorios de la monarquía española había provocado un incremento de precios que no parecía tener fin[3]. El navarro razona de esta manera: El dinero vale más cuando y donde es escaso que cuando es abundante […]; se hace más caro cuando hay una fuerte demanda y una débil oferta[4].
El tercer ejemplo que voy a traer de no-economistas que entendieron perfectamente la inflación monetaria lo he sacado de Galbraith[5]. Se trata de algunas tribus indias del siglo XVII que utilizaban collares de conchas (wampum) como moneda pequeña de uso común; había dos tipos de conchas, negras y blancas, las primeras con un valor doble al de las segundas; muy pronto alguno de los nativos se dio cuenta de que con tintura negra era posible duplicar el valor de las conchas blancas. No obstante, los indígenas debían de haber seguido algún curso de economía, porque habían establecido un mecanismo adicional en su sistema monetario: la aceptación del wampum dependía de que pudiera ser redimido mediante pieles de castor o, como diríamos ahora, la piel de castor era la moneda de reserva; a lo largo del siglo, la expansión de la colonización europea motivó que los castores se retiraran a otros territorios, que su piel comenzara a escasear y que el wampum dejara de ser convertible, por lo que dejó de circular.
Menos mal que luego los economistas introdujeron las matemáticas en su caja de herramientas; si no, ¿cómo explicar la inflación monetaria?


[1] Spiegel, Henry William: El desarrollo del Pensamiento Económico [The Growth of Economic Thought].- [Traducido por Carmen Soler de Villar.- Revisado por Gaspar Feliu y Jaime Sobrequés].- Ediciones Omega, S. A., Barcelona [(6) 1999].- 911 págs., gráficos en negro (22 x 15,5).
[2] La diferencia entre las concepciones económicas de católicos y protestantes tras la Reforma va invariablemente unida, desde 1905, al nombre de Max Weber: Weber, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo [Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus].- Edición de Jorge Navarro Pérez.- Prólogo de José Luis Villacañas [Berlanga].- Akal (Básica de bolsillo n.º 275), [Madrid 2013].- 333 págs. (18 x 12).
[3] El fenómeno fue estudiado por Earl Jefferson Hamilton en su trabajo de 1934 American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650. No puedo dar la referencia bibliográfica porque, vergonzosamente, aún no he tenido entre las manos ningún ejemplar.
[4] Spiegel, pág. 115.
[5] Galbrait [sic, por Galbraith], John Kenneth: El dinero. De dónde vino / Adónde fue [Money].- [Traducción de José Ferrer Aleu].- Ediciones Orbis, S. A. (Biblioteca de Economía n.º 1), [Barcelona 1983].- 365 págs. (20 x 12,5). Cf. pág. 62.