domingo, 28 de febrero de 2016

Sobre la imagen del poder (I)



Isabel II, velada, de Torreggiani

Voy al Museo del Prado con muchísima frecuencia –creo no exagerar si digo que no pasan dos meses sin atravesar sus puertas– y como desde la ampliación de Rafael Moneo la entrada más habitual es la que está frente a los Jerónimos, suelo ir al edificio Villanueva –el de Velázquez y El Bosco y Rubens y El Greco y, desperdigado en varias plantas, Goya– atravesando las salas dedicadas a las colecciones de arte español del siglo XIX; en el centro de una de ellas me topé con una escultura que desconocía totalmente: se trata de Isabel II, velada (1855) del ferrarés Camillo Torreggiani[1].
Lo primero que me llamó la atención fue su virtuosismo técnico: se trata de un busto de la reina Isabel II de España con la cara cubierta por un velo; el artista, del que tampoco tenía referencia alguna, consigue reproducir en mármol de Carrara de manera magistral la textura suave y vaporosa del velo.  Hay que señalar, no obstante, que este tipo de proezas tiene su tradición en la escultura italiana: los napolitanos están orgullosos del Cristo velato (1753) de Giuseppe Sanmartino de la capilla Sansevero, así que, una vez superada la impresión inicial, llegó la inevitable pregunta: ¿y esto a qué viene? ¿de qué va?
Cristo velato, de Sanmartino
Creo honestamente que hallé la respuesta al consultar la Iconología de Ripa[2] (1597); es, según se sabe, el principal repertorio iconográfico utilizado en la Europa católica a partir del siglo XVII. Pues bien, en la entrada Religión, se lee la siguiente descripción de la Religión Cristiana y Verdadera[3]:
Otra mujer cuyo rostro está cubierto por largo y sutil velo, que aparece sosteniendo un Libro y una Cruz con la derecha, y una llama de fuego con la izquierda, poniéndose tras ella otra figura que representa un Elefante. […]
Va con el rostro velado por cuanto la Religión mira hacia Dios, como dice San Pablo, per speculum in ænigmate, por cuanto los hombres siempre vivimos atados y dependientes de nuestros sentidos corpóreos. Por lo demás la Religión siempre tuvo algo de oculto y de secreto, conservándose en medio de los misterios de sus figuras, ritos y ceremonias como si estuviera oculta tras ciertos velos y cortinajes.
No hay ni libro ni cruz ni llama, pero tampoco hay brazos con que sostenerlos; no hay elefante, pero en un busto exento tampoco suele haber trasfondo escenográfico. Creo que el verdadero problema radica en la utilización, a mediados del siglo en que se instaura en España el estado liberal, de una iconografía claramente tridentina. Presupongo el academicismo del autor –en el XIX, casi todos los artistas áulicos eran académicos– pero sigo preguntándome la finalidad de servirse de tal recurso iconográfico.
Adelantaré aquí mi hipótesis, basada más en la experiencia que en una base documental: muy probablemente, se trata de la imagen que el poder –la reina– quería dar de sí misma. Dudo mucho de que Isabel II manejara sofisticados repertorios iconográficos tardorrenacentistas –su escasa formación y sus faltas de ortografía son poco menos que legendarias–, pero sí que a partir de 1845, aproximadamente, la soberana se mueve entre dos polos emocionales: por un lado, sus interminables escarceos sexuales con media corte, escarceos que eran del dominio público; por otro, su religiosidad sentimentaloide y seudomística que, después del pecado, buscaba la redención a través de sor Patrocionio, la monja de las llagas, y de san Antonio María Claret, su confesor. A la altura de 1855, cuando en España mandaban los liberalotes esparteristas, pienso que la reina que intervino en promover la definición del dogma de la Inmaculada Concepción[4] entre las demás monarquías católicas se veía –y quería que se le viese– como una especie de defensora de la fe católica en una Europa cada vez más secularizada. En último término planteo, como digo, una hipótesis para explicar la iconografía de la Isabel II, velada del Prado, una hipótesis que no veo totalmente descabellada y que podría dar lugar a una interesante línea de trabajo: la imagen del poder sobre sí mismo en la España contemporánea.
Napoleón cruzando los Alpes, de David

La reflexión sobre la imagen del poder siempre genera fructíferas lecciones. Recuerdo que en la facultad el profesor de arte contemporáneo nos hizo reflexionar ante el Napoleón cruzando los Alpes (1801) de David sobre el hecho de que la forma más segura de atravesar una cordillera escarpada es utilizar un mulo –no un caballo en corveta–, pero la pose no queda heroica y no se puede hacer foto para la posteridad.

[Anotación del 29 de febrero: me llega por Facebook el comentario de Jesús, un amigo que vive en Munich; me parece que aporta elementos de interés a la entrada por lo que, con su permiso, lo reproduzco a continuación de manera casi íntegra:]
Al ver la imagen no he podido evitar recordar "La fe" de Corradini (según he comprobado después; obviamente no recordaba el nombre del escultor). La vi hace unos cuantos años durante una visita al Real Sitio de La Granja, siendo yo todavía bastante enano y me impresionó por el virtuosismo (o, ante los ojos infantiles, "¿cómo se puede esculpir un velo, translúcido?"). De hecho pensaba que se trataba de la misma escultura, puesto que recordaba sobre todo el velo y los ojos.
https://4.bp.blogspot.com/.../vpigBd.../s1600/image0-003.jpg de la página: http://marcapaginasdejusta.blogspot.de/.../reales-sitios...
He tenido dificultades para encontrar la escultura de La Granja, al parecer el amigo Corradini se pasó la vida haciendo lo que más sabía (supongo), velos en mármol, y llenó Europa de frías mujeres veladas :): http://www.foroxerbar.com/viewtopic.php?t=5764





[2] [Ripa, Cesare]: Iconología [Iconologia overo Descrittione dell'Imagini universali].- [Prólogo de Adita Allo Manero.- Traducción del italiano de Juan Barja y Yago Barja.- Traducción del latín y griego de Rosa M(aría) Mariño Sánchez-Elvira y Fernando García Romero].- [Akal] (Arte y estética n.º 8), [Madrid 3 2002].- 2 tomos: t. I, 587 págs., ilustr. en negro; t. II, 569 págs., ilustr. en negro (24 x 17).
[3] Págs. 259ss. del tomo II de la edición citada.
[4] Dicho dogma se define en la bula Ineffabilis Deus de 1854.

domingo, 21 de febrero de 2016

Sobre Umberto Eco



El viernes por la tarde volvía desde Valencia a Zaragoza en un tren al que le costaba llegar a su destino más de cinco horas. Cuando me encuentro en semejante tesitura siempre actúo de la misma manera: elijo cuidadosamente un libro que lleve cierto tiempo en el estante de pendientes y que, aproximadamente, pueda cubrir la duración del viaje. En esta ocasión le tocó el turno a Arte y belleza en la estética medieval (1959) de Umberto Eco[1], que había comprado hace dos veranos en la librería de la catedral de Santiago de Compostela. Cuando ya en casa eché un vistazo a las noticias me enteré de que Umberto Eco había muerto ese mismo día.
Descubrí a Umberto Eco como casi todo el mundo, con El nombre de la rosa[2] (1980). La leí con diecisiete años, en unos cuatro días si no me falla la memoria, enfebrecido, boquiabierto, pasmado, con la sensación de hallarme ante la novela perfecta. La he releído varias veces y esa sensación no ha cambiado. Uno puede abordarla como quiera: como una novela policiaca, como una novela histórica o como un tratado político sobre las luchas del papado y el Imperio, entre las opciones más evidentes; puede regodearse en la musicalidad del latín eclesiástico, en la descripción de tímpanos románicos o en la imaginación de la biblioteca total, la biblioteca en que se sabe que detrás de alguna puerta alguien puede decir –como en el mundo– Hic sunt leones, la biblioteca en la que Borges hubiera sido inmensamente feliz.
Umberto Eco en su casa
Tras Guillermo de Baskerville está Guillermo de Ockham y, simultáneamente, Sherlock Holmes, el del perro, a cuál más inglés; tras Jorge de Burgos, Jorge Luis Borges. El nombre de la rosa es un texto que remite a otros textos, que exige del lector el conocimiento de otros textos, de Bernardo de Claraval a Bernardo de Morlaix: Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus[3]. Si el lector desconoce esos textos, debe buscarlos en bibliotecas infinitas y eternas a partir de catálogos igualmente infinitos y eternos, o, al menos, postular su existencia aunque ya no existan, como si fueran el libro segundo de la Poética de Aristóteles.  Cualquier texto remite a cualquier otro texto. En realidad, el hombre, el mundo, la historia, la realidad, es un enorme texto –un enorme signo– del que solo conocemos retazos. Esa es la idea básica del libro y esa es la idea a la que Eco, concienzuda, morosa, reiteradamente, vuelve una y otra vez.
De esa idea proceden sus libros-catálogo El vértigo de las listas[4] (2009) e Historia de las tierras y los lugares legendarios[5] (2013). Son dos volúmenes misceláneos en los que se reproducen, como antología a cada uno de los capítulos de que constan, los textos que se citan en cada uno de ellos. El primero es una recopilación de listas famosas, extrañas, inabarcables, a lo largo de la historia: en último término es una lista de listas, una mise en abîme para cuya construcción se precisa erudición, gusto y ganas de tocar las narices al lector. El segundo es una especie de atlas literario de sitios que nunca han existido pero que han influido en la historia de occidente más que muchos de los reales o, dicho de otra forma, poseen un significado del que carecen la mayor parte de los lugares que realmente existen fuera del pensamiento.
Algunos textos especialmente dotados de significado son, por ello, muy potentes. Eco reflexionó sobre ello en tres novelas que, en el fondo, son la misma novela escrita tres veces: El péndulo de Foucault[6] (1988), El cementerio de Praga[7] (2010) y Número cero[8] (2015). La recepción de El péndulo de Foucault por público y crítica fue, tras el éxito de El nombre de la rosa, muy desigual: era una novela incomprensible, llena de nombres, de fechas y de citas en la que el número de referentes textuales resultaba prácticamente inabarcable; y, sin embargo, desde mi punto de vista es una novela que, si se elimina la hojarasca, resulta muy sencilla: va de tres piraos que a partir de los datos que manejan en la editorial donde trabajan construyen una conspiración judeo-masónica-templario-diabólica de padre y muy señor mío; el problema comienza cuando los judeo-masónicos-templarios-diabólicos de verdad toman todas las movidas mentales de los piraos hasta tal punto estaban bien construidas– por verdaderas y contraatacan violentamente: la ficción irrumpe en la realidad con consecuencias letales. En El cementerio de Praga se reutilizan los datos brutos sobre los que se levanta El péndulo para narrar la historia de un falsificador de documentos y espía decimonónico, el capitán Simonini, y de su alter ego, el abate Dalla Piccola; la acción se sitúa entre 1830 y 1898 y narra cómo el protagonista es el principal responsable de la historia oculta de Europa al falsificar documentos sobre los jesuitas, los judíos, los masones y los luciferinos que los servicios secretos de los distintos gobiernos, desde el francés al ruso, pasando por el papal, van comprando para sacarlos a la luz en el momento que estiman oportuno y justificar así sus políticas; la idea es la misma: un texto falso se inserta en la realidad y la acaba transformando completamente. La última variación sobre el mismo tema aparece en Número cero, aunque en este caso la conspiración no se remonta a siglos pretéritos: el redactor de un peculiar periódico dice encontrar evidencias de que los relatos oficiales sobre el final del fascismo y la muerte de Mussolini presentan resquicios y construye una teoría alternativa en la que el Duce sobrevive; a partir de ese momento, empiezan a pasar cosas muy extrañas.
 No es en Número cero la primera vez que aparece el fascismo en la obra de Eco: en La misteriosa llama de la reina Loana[9] (2004) el protagonista, que en todo momento parece un trasunto del autor, pierde la memoria; se decide a recuperarla –cómo no– a través de los textos que poblaron su infancia, una infancia con el fascismo en pleno auge. La novela concluye con el recuerdo del protagonista acerca de su propia muerte; el viernes, cuando me enteré de que Umberto Eco había muerto, no pude por menos de acordarme de las páginas finales de La misteriosa llama de la reina Loana.


[1] Eco, Umberto: Arte y belleza en la estética medieval [Arte e bellezza nell’estetica medievale].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Debolsillo (Filosofía n.º 259), [Barcelona 3 2013].- 269 págs. (19 x 12,5).
[2] Eco, Umberto: El nombre de la rosa [Il nome della rosa].- Traducción de Ricardo Pochtar.- Lumen (Palabra en el Tiempo n.º 148), [Barcelona 4 1983].- 615 págs., 2 ilustr. en negro (18 x 13).
[3] La frase final de la novela es una reelaboración de la cita original: Stat Roma pristina nomine, nomina nuda tenemus, la Roma de los orígenes permanece en el nombre, solo nos quedan nombres vacíos.
[4] Eco, Umberto: El vértigo de las listas [Vertigine della lista].- Traducción de María Pons Irazazábal.- Lumen, [Barcelona 2009].- 408 págs., ilustr. en color (24 x 17,5).
[5] Eco, Umberto: Historia de las tierras y los lugares legendarios [Storia delle terre e dei luoghi leggendari].- Traducción de María Pons Irazazábal.- Lumen, [Barcelona 2013].- 478 págs., ilustr. en color (24,5 x 17,5).
[6] Eco, Umberto: El péndulo de Foucault [Il pendolo di Foucault].- Traducción de Ricardo Pochtar, revisada por Helena Lozano [Miralles].-. Lumen (Palabra en el Tiempo n.º 188), [Barcelona 1989].- 587 págs., 10 ilustr. en negro (21 x 14).
[7] Eco, Umberto: El cementerio de Praga [Il cimitero di Praga].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Lumen (Futura), [Barcelona 2010].- 587 págs., ilustr. en negro (21 x 14).
[8] Eco, Umberto: Número Cero [Numero zero].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Lumen (Narrativa), [Barcelona 2015].- 221 págs. (23,5 x 15,5).
[9] Eco, Umberto: La misteriosa llama de la reina Loana [La misteriosa fiamma de la regina Loana].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- De Bolsillo (Best Seller núm. 238/5), [Barcelona 2006].- 508 págs., ilustr. en negro y color (19 x 12,5).