domingo, 8 de mayo de 2016

Sobre “Vathek” de William Beckford


El siglo XVIII es el siglo de la razón, de la Ilustración: todo está medido, todo está codificado, no hay sitio para la imaginación, no hay lugar para las pasiones… afirmaciones estas que podrían provenir de cualquier manual de historia (general, del arte, de la literatura, del pensamiento, me es indiferente), que constituyen lugares comunes que se repiten acríticamente y que son, simplemente, falsas. Antes del siglo XVIII los artistas habían pintado la casi totalidad de las pasiones humanas; si tuviéramos que quedarnos con un solo nombre en cuya obra aparecieran todas, la elección no sería difícil: Shakespeare. Pero hay una que tendrá que esperar precisamente al racional, mesurado y presuntamente frío siglo XVIII para aflorar en toda su plenitud: el terror sobrenatural. Lo que hoy entendemos por novela gótica surge en la segunda mitad de la centuria; suele considerarse que su texto inaugural es de 1764: The Castle of Otranto de Horace Walpole[1]; después de él, obras como The Monk (1796) de Matthew G. Lewis[2], Manuscrit trouvé à Saragosse (1804 a 1813) de Jan Potocki[3] o Melmoth the Wander (1815) de Charles Maturin[4] configuran el género. Elementos que aparecen en casi todas ellas son los pasadizos, las mazmorras, la oscuridad, la presencia de seres sobrenaturales y las historias marginales que se insertan las unas en las otras como si de muñecas rusas –el símil es tópico, pero plástico– se tratara; uno de los escenarios más transitados por los autores es España, la España tópica de la Inquisición y de la intolerancia religiosa, de las cárceles y de las torturas y de las brujas y de los autos de fe: qué quieren ustedes, son elementos que dan mucho juego literario.
William Beckford
Suele encuadrarse el Vathek (1787) de William Beckford[5] dentro de la novela gótica. Tengo mis propias reservas: la acción se desarrolla durante el siglo IX en Oriente –Arabia, Persia, la India–, lo cual corresponde más al relato oriental puesto de moda en la Europa dieciochesca tras la publicación de la versión francesa de las Mil y una noches (Antoine Galland, 1704-1717), del que Voltaire sacará tanto partido; el personaje principal vivió realmente, se trata del noveno califa abasí al-Wathiq ibn Mutasim (842-847) tal y como se lee en el mismo comienzo del relato:
Vathek, noveno Califa de la estirpe de los Abbasidas, era hijo de Motassem y nieto de Haroun Al-Rachid.[6]
Y, por último, la fuente del terror no es la maldad a escala humana –la provocada, verbi gratia, por un inquisidor sanguinario, por un bandolero ávido de matar o, incluso, por el fantasma de un hombre, como sucede en las novelas góticas que he citado anteriormente– sino a escala cósmica: es el mal en estado puro, es el mal absoluto, es el propio Iblís –el equivalente musulmán al Satanás de los cristianos– que aparece al final del texto.
La historia es, en esquema, un viaje iniciático –casi como Die Zauberflöte de Mozart, pero al revés, no hacia el bien sino hacia el mal–; Vathek, hombre versado en todas las ciencias, es impulsada por su madre, la griega Catharis, hacia el conocimiento absoluto, lo que le lleva a vender su alma a un genio del mal, el Giaour[7]; a partir de ahí, el califa no cesa de cometer crímenes verdaderamente horrendos –cada vez más horrendos– para poder ser admitido en el infierno de Iblís. Mallarmé señaló famosamente que
La historia del califa Vathek comienza en lo más alto de una torre, desde donde se lee el firmamento, para terminar en un subterráneo encantado; […].[8]
Debo a Borges el descubrimiento de Vathek; su memorable ensayo “Sobre el Vathek de William Beckford”[9] me impulsó a su lectura. Al glosar las últimas diez páginas, las correspondientes a la descripción del infierno musulmán, dice
Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia [de Dante], no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida.[10]
Solo por visitar ese lugar –solo por leer esas diez últimas páginas– merece la pena el relato de William Beckford.


[1] Hay traducción castellana: Walpole, Horace: El castillo de Otranto [The Castle of Otranto].- [Ensayo introductorio de Mario Praz.- Traducción de Julio Roca Baena].- Bruguera (Libro Amigo n.º 899), [Barcelona 1982].- 192 págs. (17,5 x 10,5).
[2] Lewis, Matthew G[regory]: El monje [The Monk].- [Prólogo de Carlo Frabetti.- Traducción de Francisco Torres Oliver].- Bruguera (Libro Amigo n.º 635), [Barcelona 3 1985].- 411 págs. (17,5 x 10,5).
[3] Potocki [de Pilawa], Jan [Nepomucen]: Manuscrito encontrado en Zaragoza [Manuscrit trouvé à Saragosse].- Prólogo de Julio Caro Baroja.- Traducción y nota biográfica de José Luis Cano.- Alianza Editorial (2013), [Madrid 2008].- 399 págs. (20 x 13). Es una versión a partir de la edición no completa de Roger Caillois (París 1958, Gallimard) que reproduce la príncipe de San Petersburgo (1804-1805) con algunos cambios y adiciones.
[4] Maturin, Charles Robert: Melmoth el errabundo [Melmoth the Wander].- [Traducción de Francisco Torres Oliver].- Bruguera (Libro Amigo n.º 784), [Barcelona 1981].- 672 págs. (17,5 x 10,5).
[5] Beckford, William [Thomas]: Vathek. Cuento árabe [Vathek, conte árabe].- [Prólogo de Stéphane Mallarmé.- Traducción de Manuel Serrat Crespo].- Bruguera (Libro Amigo n.º 940) [Barcelona 2 1985].- 157 págs. (17,5 x 10,5). Hay una edición mucho más reciente publicada por Valdemar –editorial con un excelente fondo de narrativa gótica y de terror– que, además del prólogo de Mallarmé, incluye algunos episodios marginales que no figuran en la edición original y que tampoco lo hacen en la edición de Bruguera que he manejado.
[6] Beckford, op. cit., pág. 35
[7] Lord Byron, influenciado por Beckford, escribió en 1813 un poema titulado The Giaour, que a su vez influyó en el Tamerlane (1827) de Edgar Allan Poe.
[8] Mallarmé, Stéphane: “Prólogo a Vathek (Edición de 1876)” [“Préface au Vathek de William Beckford”], [traducción de Manuel Serrat Crespo], en Beckford, op. cit., pág. 8.
[9] Incluido en las págs. 133 a 137 de Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Otras inquisiciones.- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 604), Madrid [4 1985].- 194 págs. (18 x 11).
[10] Borges, op. cit., págs. 135-136.

lunes, 2 de mayo de 2016

Sobre Emilia Pardo Bazán y los orígenes de la novela policiaca en España (I)

La primera entrada de este blog la dediqué a una novela policiaca española, Los pájaros de Bangkok de Manuel Vázquez Montalbán. Dos semanas más tarde inicié una serie de tres sobre los orígenes de la novela policiaca en Francia. Hoy voy a intentar una mezcla de ambas cosas: va sobre novela policiaca española, pero me voy a centrar en la indagación sobre sus orígenes.
En las referidas entradas sobre Gaboriau concluía que el escritor francés no podía saber que escribía novelas policiacas porque el género como tal aún estaba en formación y no constituía una forma narrativa esencialmente distinta a la del folletín. En España la situación es parecida, aunque se prolonga en el tiempo: solo bien entrado el siglo XX es posible hallar relatos cuyos autores hayan pretendido construirlos, de forma consciente, de acuerdo a los códigos del género; a este respecto, podemos elegir tres hitos: la trilogía protagonizada por el inspector Venancio Villabaja (1932-1937) de E. C. Delmar (seudónimo de Julián Amich); la novela El inocente (1953) de Mario Lacruz; y la serie de historias de Plinio de Francisco García Pavón, publicadas a partir de 1953. Las razones de tal demora son fundamentalmente sociológicas –el desarrollo urbano y el progreso de la alfabetización en España en el siglo XIX no son comparables, ni de lejos, a los del Reino Unido y de Francia–, pero ahondar en ese aspecto no es el objeto de esta entrada. Por supuesto, antes de esas fechas se habían escrito multitud de historias de crímenes –con la de bandoleros que había en Sierra Morena desaprovechar semejante material era imposible– pero apenas ninguna sobre la comisión de un delito y su posterior investigación, con dos posibles excepciones, aisladas pero muy notables: “El clavo. Causa célebre” (1853 a 1854)[1] de Pedro Antonio de Alarcón y “La gota de sangre” (1911)[2] de Emilia Pardo Bazán. El primer cuento es más conocido y está más estudiado, así que lo dejaré para mejor ocasión y me centraré en el segundo.
Emilia Pardo Bazán
“La gota de sangre” se publicó en la colección Los Contemporáneos en 1911. La fecha es importante: hasta donde yo sé, entre 1907 y 1908 se publicaron en España las aventuras de Sherlock Holmes aparecidas hasta entonces, en ocho volúmenes[3]. El protagonista, Ignacio Selva, es un joven soltero de buena posición y de vida desocupada; una noche, al volver a su domicilio tras pasar la velada en el teatro, encuentra un cadáver en un solar contiguo a su casa; comienzan las pesquisas y se convierte en el principal sospechoso; entonces, para demostrar su inocencia, plantea al juez de instrucción llevar a cabo la investigación, expresándose así:
[…] me he propuesto ser yo quien lo descubra [al asesino], y se me figura que solo yo lo he de lograr. Quizá me ha sugerido tal propósito la lectura de esas novelas inglesas que ahora están de moda, y en que hay policías de afición, o sea detectives por sport.[4]
La referencia, aun tácita, a Sherlock Holmes es evidente; poco después[5] aparece vistiendo un macferlán, prenda que, según el diccionario de la RAE es una especie de abrigo de hombre, sin mangas y con esclavina, que se usó hasta principios del siglo XX; la identificación con el modelo afecta incluso al aspecto iconográfico. Por supuesto, la autora tiene plena conciencia del género en el que se enmarca al relato, aun cuando no lo llama como lo haríamos nosotros sino que utiliza la inusitada etiqueta de novela juridicopenal[6].
El resto es casi ortodoxo: la investigación prosigue, Selva ata cabos y descubre al asesino, como no podía ser menos. Sin embargo, entre la narración de Pardo Bazán y sus referentes genéricos hay importantes diferencias. En el plano constructivo, la historia está narrada en primera persona –no hay un Watson narrador–, con lo cual se halla más en la tradición francesa que en la anglosajona, según expuse en la tercera de mis entradas sobre Gaboriau. En cuanto a la investigación propiamente dicha, el método de Selva se acerca más al de Maigret que al de Sherlock Holmes: no busca pruebas objetivas –aunque no faltan las referencias a las huellas dactilares o impecables deducciones que nos llevan al lema clásico, cherchez la femme– sino intuiciones, impresiones surgidas de familiarizarse con el ambiente, con los implicados, con los objetos; por eso he dicho antes que el resto era casi ortodoxo: si se admite este presupuesto, el de la supremacía de la intuición, el relato se sostiene, y se sostiene muy bien; si lo que se busca es una novela problema que verifique los estándares del modelo anglosajón, el lector se sentirá decepcionado.
Hay otro aspecto que merece mi atención. Uno de los elementos fundamentales del género policiaco es su carácter serial, la sucesión de aventuras protagonizadas por un mismo personaje, sea este el detective o el criminal. En principio, “La gota de sangre” no verificaría esta característica; sin embargo, el último párrafo del relato sugiere el planteamiento de dicho carácter serial:
Después de esta aventura, he comprendido que, desde la cuna, mi vocación es la de policía aficionado. […] Resuelto a ejercerla, me voy a Inglaterra a estudiarla bien, a tomar lecciones de los maestros. […] Traeré al descubrimiento de los crímenes elementos novelescos e intelectuales, y acaso un día podré contar al público algo digno de la letra de imprenta.[7]
Parece un final abierto, casi como el del Buscón de Quevedo, pero me entero por el apéndice que figura al final del volumen[8] que en 1973 Benito Varela Jácome descubrió el manuscrito de Selva, novela inédita ambientada en la Europa de la primera guerra mundial y protagonizada por el detective de “La gota de sangre”. Esta es una de las posibles líneas de investigación para seguir a las que me refería en nota.


[1] Se puede consultar en las páginas 121-168 de la siguiente edición: Alarcón [Ariza], Pedro Antonio [Joaquín Melitón] de: La Comendadora, El clavo y otros cuentos. Duodécima edición.- Edición de Laura de los Ríos [Giner].- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 27), [Madrid] 12 [2000].- 286 págs., 1 ilustr. en negro (18 x 11).
[2] En las páginas 7-59 de Pardo Bazán, Emilia: La gota de sangre y otros cuentos policíacos.- Selección, apéndice y notas [de] Joan Estruch  [Tobella].- Ilustración[es de] José María Ponce.- Anaya (Tus Libros n.º 162), [Madrid 2001].- 186 págs., ilustr. en negro (19,5 x 14). A pesar del título, el resto de los cuentos no son estrictamente policiacos, sino de terror, de crímenes o, simplemente, con su punto de truculencia. Especialmente valioso es el apéndice de Joan Estruch porque constituye un intento de periodización de la novela policiaca española; en él he encontrado algunos de los datos que figuran en esta entrada, así como aspectos que podrían constituir futuras líneas de investigación.
[3] En 1908 aún faltaban por aparecer los tres últimos volúmenes del canon holmesiano: The Valley of Fear (1914 a 1915), His Last Bow (1917) y The Case-Book of Sherlock Holmes (1927).
[4] Pardo Bazán, op. cit., pág. 18.
[5] Ibídem, pág. 21.
[6] Ibídem, pág. 41.
[7] Ibídem, pág. 59.
[8] Ibídem, pág. 169.