domingo, 24 de abril de 2016

Sobre “Fouché” de Stefan Zweig



En sus orígenes, la historia comenzó siendo un subgénero didáctico, con más pretensiones literarias que científicas, cuyo principal objetivo era  proporcionar pautas de comportamiento a quien se asomara a sus páginas: Historia magistra vitæ, como decía el adagio clásico. Para Tucídides, para Salustio, para Tito Livio, lo esencial era la enseñanza moral y política que se desprendía de lo narrado, no su veracidad histórica: así, sus páginas están repletas de discursos que no se pronunciaron nunca con esas palabras o que, directamente, no se pronunciaron  nunca. Hasta el siglo XVIII –con Vico, con Voltaire– la historia no pretende tener un cierto estatuto científico y hasta el siglo XIX –con Ranke, con Niebuhr, con Thiers, con Guizot– no se constituye en un saber académico.
Fouché
Dentro de los subgéneros históricos, tal vez sea la biografía el que menos ha abandonado sus raíces literarias. La razón es sencilla: si se pretende dar una explicación del devenir histórico habrá que indagar en las causas económicas, sociales o culturales de cada uno de los hechos estudiados más que en el papel que jugaron en los mismos los personajes individuales. De ahí que la biografía haya sido habitualmente marginada por los historiadores académicos[1] pero especialmente cultivada por los literatos profesionales: al fin y al cabo, una novela suele ser una serie de peripecias tejidas en torno a un personaje central –o a un grupo de personajes centrales– que las dotan de unidad. Para el historiador, lo nuclear es la economía, o la sociedad, o la política, o la guerra en el siglo I a. C.; para el novelista, lo verdaderamente tentador es el personaje Julio César.
Uno de los novelistas contemporáneos que más partido supo sacar al género biográfico fue, sin duda, Stefan Zweig. Siendo un veinteañero leí su María Antonieta de 1932[2]. Ahora, la editorial Acantilado –editorial que, con los títulos que va añadiendo a su catálogo, cada vez me gusta más– está publicando las obras imprescindibles del autor: desde sus Novelas[3], que llevo a mitad, hasta sus biografías. Acabo de terminar, por segunda vez, la de Fouché[4], objeto de esta entrada. Se trata de una obra publicada en 1929 que no se puede utilizar como texto académico: carece de estado de la cuestión, de notas, de bibliografía, de índices, de contraste de fuentes (solo explicita haber utilizado la primera biografía sobre el personaje, la de Louis Madelin, de 1901); sin embargo, conozco pocos libros a partir de los cuales el lector pueda hacerse una mejor idea del ambiente –eso que apenas sale en los libros de historia, eso que es tan difícil de atrapar– de la revolución francesa y del imperio que este. Por él desfilan los nombres de todos los grandes de la época –Robespierre, Sieyès, Talleyrand, Napoleón– y algunos de los pequeños[5]. Con dos pinceladas el autor evoca magistralmente un periodo histórico apasionante que al lector ya le queda un poco lejos; permítaseme, como ejemplo, una cita extraída de las páginas 255-256:
Allí en Neully se produce una escena inquietante y fantástica, digna de un Shakespeare o de un Aretino: el rey Luis XVIII, descendiente de san Luis, recibe a uno de los asesinos de su hermano, el séptuple perjuro Fouché, el ministro de la Convención, del Imperio y de la República, para tomarle juramento, su octavo juramento. Y Talleyrand, antiguo obispo, luego republicano, luego servidor del emperador, sirve de introductor a su compañero. Para poder caminar mejor, el cojo pasa el brazo por los hombros de Fouché –«El vicio apoyado en la traición», observó sarcástico Chateaubriand–, y los dos ateos se aproximan con fraternal oportunismo al heredero de san Luis.
Stefan Zweig
Ese era Fouché. Un antiguo profesor de seminaristas que aprovecha la oleada revolucionaria para ascender socialmente y servir y traicionar a todos los amos: a la convención, al directorio, al consulado, al imperio, a la restauración… Nombrado ministro de Policía en 1799, por sus manos pasan todos los secretos –los de alta traición, las de corrupción y los de cama, rentabilísimos para sus intereses, sobre todo si se refieren a los hermanos del emperador– que le permiten tener a los poderosos en un puño y sobrevivir a todos los regímenes. Es magnífica la escena –no la voy a reproducir, léanla en el libro– en que Fouché, destituido como ministro en 1811, dedica cuatro días con sus noches a destruir algunos de los documentos generados por sus redes de espionaje y a ocultar todos los demás, de forma que a su sucesor, Savary, solo le queden las migajas de doce años de incesante y turbio trabajo.
En 1824 aparecieron, póstumamente, las memorias de Fouché. En las últimas páginas de su biografía, Stefan Zweig las considera apócrifas; Madelin, por el contrario, las consideraba auténticas. Aprovechando que hay una reciente edición española[6], las estoy leyendo en estos días para formarme mi propio juicio. Una cosa sí les puedo decir: la prosa del biógrafo es apasionante; la del biografiado, contencioso-administrativa.


[1] Se trata, por supuesto, de una generalización: algunas de las obras más relevantes de la historiografía contemporánea parten de una biografía, desde Un destin. Martin Luther (1928) de Lucien Febvre hasta Guillaume le Maréchal ou Le meilleur chevalier du monde (1984) de Georges Duby, por no salirme de la escuela de Annales.
[2] Zweig, Stefan: María Antonieta [Marie Antoinette].- [Prólogo de Carlos Soldevila.- Traducción de Ramón M(aría) Tenreiro].- Juventud (Libros de Bolsillo Z n.º 11), [Barcelona 6 1984].- 495 págs. (17,5 x 11).
[3] Zweig, Stefan: Novelas.- Traducciones del alemán de Marina Bornas Montaña, Roberto Bravo de la Varga, Berta Conill [Purgimon], Joan Fontcuberta [Gel], Adan Kovacsics [Meszaros], María Daniela Landa, Manuel Lobo [Serra], A[gata] Orzeszek [Sujak y] Berta Vias Mahou.- Acantilado (Narrativa del Acantilado n.º 220), Barcelona [(1)1] 2012.- 1551 págs. (21,5 x 13).
[4] Zweig, Stefan: Fouché. Retrato de un hombre político [Joseph Fouché].- Traducción del alemán de Carlos Fortea.- Acantilado (El Acantilado n.º 217), Barcelona [(6)1] 2011.- 281 págs. (21 x 13).
[5] Así, gracias a una referencia de la pág. 226 de la edición citada, me he enterado de la existencia de un tal Adam Adalbert von Neipperg, amante y posterior esposo morganático de María Luisa de Austria, segunda mujer de Napoleón.
[6] Fouché, Joseph: Memorias de Fouché 1759-1820 por ---, duque de Otranto, ministro de la policía general de Napoleón [Le Duc d’Otranto, mémoire].- [Edición de Pedro Gómez Carrizo.- Traducción de Rafael Ballester Escalas].- [Desván de Hanta (Pergaminos), Barcelona 2014].- 415 págs. (21 x 14).

domingo, 17 de abril de 2016

De propaganda política (II)



Hace tres semanas intentaba analizar cómo los reyes normandos de Inglaterra habían desplegado una serie de instrumentos propagandísticos –me detenía en un tapiz y en un libro– para legitimar un régimen político cuyo primer acto era una invasión militar; el mecanismo era simple: se buscaba en la historia reciente y remota los argumentos que justificaban dicha invasión y se revestían de los ropajes adecuados. Algún seguidor –y amigo– me ha dicho que tampoco habían cambiado tanto las cosas desde la edad media. Tiene razón. En la historia contemporánea pueden buscarse muchos ejemplos:  verbi gratia, en España entre 1936 y 1975.
El franquismo es un régimen surgido tras una sublevación militar, la del 18 de julio de 1936. Desde ese mismo momento, al igual que en la Inglaterra de Guillermo I el Conquistador después de la batalla de Hastings, los ideólogos del régimen no dejaron de pensar en los mecanismos que dotaran de legitimidad a la España de Franco. No son los de índole jurídica los que me interesan en este momento –de una sutileza verdaderamente bizantina– sino los que funcionan como medios de propaganda. También elegiré dos: un edificio y una canción. El mensaje del edificio –como el del libro– se destinaba a las élites cultivadas; el de la canción –como el del tapiz–, a los estratos populares. En ambos casos, el régimen de Franco intentaba descender de la España imperial, la de los siglos de oro.
Luis Gutiérrez Soto, ministerio del Aire, 1940-1951
El edificio es el ministerio del Aire de Luis Gutiérrez Soto situado en la plaza de la Moncloa de Madrid. Según los datos que extraigo de las páginas 375-377 de Arquitectura española siglo XX de Ángel Urrutia[1], ante el encargo del entonces ministro del aire, el general Juan Vigón Suero-Días, Gutiérrez Soto presentó dos alzados: uno, de 1941, inspirado en las obras de los alemanes Paul Ludwig Troost y Albert Speer[2]; el segundo, de 1942, será el que finalmente se llevará a cabo: su perfil recuerda tanto al monasterio de El Escorial –el monasterio construido por Felipe II como sede de una comunidad de jerónimos, panteón real y centro neurálgico de un gobierno en cuyos dominios no se ponía el sol– que los madrileños, no sin cierta retranca, lo llamaron durante cierto tiempo el monasterio del Aire. Me da la impresión de que al propio Gutiérrez Soto no le acababa de complacer la filiación –tal vez por lo que de falta de originalidad subyace en la misma– por cuanto en 1951, el año de conclusión de la obra, el arquitecto llegará decir que no había pretendido que el edificio se pareciera a El Escorial, y que si se parecía, no era esa su intención. “El invariante español de estos edificios oficiales es –y creo haberlo interpretado correctamente del libro de Chueca: Los invariantes castizos de la arquitectura española– un cubo con cuatro torres y una portada, y ese fue el camino que seguí.”[3] Lo que no aclara si Chueca obtuvo dichos invariantes castizos abstrayendo precisamente de la enorme influencia posterior de El Escorial y de la arquitectura escurialense.
Uno de los motivos recurrentes de la historiografía franquista era que la decadencia española comenzó con la entronización de la dinastía borbónica en la persona de Felipe V. De Francia venía todo lo malo: la Ilustración, el libre pensamiento, el volterianismo, el liberalismo… Y el pistoletazo de salida se situaba la guerra de sucesión española, origen del declive militar español (nadie parecía acordarse ni de Rocroi ni de las sucesivas dentelladas territoriales de Luis XIV a los ejércitos de Carlos II el Hechizado). ¿Se podría hacer una canción, más o menos pegadiza, sobre los enemigos de España, para que todo el mundo  pudiera tararearla? Hágase. ¿Cuál era el mayor enemigo de España? En ese momento era la pérfida Albión, of course (menos mal que Zarra nos había vengado en el mundial de fútbol de 1950).
La canción se titula Gibraltar, español. El intérprete respondía al nombre artístico de José Luis y su guitarra, recientemente fallecido y muy popular por una canción llamada Mariquilla. La letra no tiene desperdicio; ahí va, saboréenla, porque es todo un manifiesto programático:
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar.
1704, el mes de julio,
una gran flota viene, suena el cañón,
y al archiduque Carlos le rinde nuestra gente
pero no a los ingleses el peñón (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar.
Unos años mas tarde, por un tratado,
hacemos concesiones en Gibraltar
dándole a los ingleses varias atribuciones
pero sin posesión territorial (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar
Han pasado los años por el peñón
y la bandera inglesa ondea al sol
mas a pesar de todo el mundo no ha olvidado
que Gibraltar será siempre español (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar
No tienen razón, bien lo sabe Dios,
no tienen razón: Gibraltar español (bis).
Permítaseme enumerar los cuatro argumentos que contiene, porque son geniales: i) nuestra gente rinde el peñón el archiduque Carlos de Austria, no a los ingleses; ii) por un tratado (¿un tratado ignoto? ¿cuálquier tratado?) se hacen concesiones no territoriales a los ingleses; iii) independientemente de tratados y de mandangas que tampoco nos llevan a ningún sitio, todo el mundo reconoce la españolidad de Gibraltar; iv) y a mayor abundamiento, esto lo sabe hasta Dios.
Más rotundo, imposible.


[1] Urrutia [Núñez], Ángel: Arquitectura española siglo XX. Segunda edición, corregida, actualizada y ampliada en índices.- Cátedra (Manuales Arte Cátedra), [Madrid] 2 [2003].- 887 págs., 333 ilustr. en negro (21 x 15).
[2] Ambos eran los arquitectos preferidos de Hitler: el primero lo fue hasta su fallecimiento en 1934; el segundo tomó el testigo del primero en las preferencias del dictador y llegó a ocupar el ministerio alemán de armamento y guerra durante la segunda guerra mundial.
[3] Revista Nacional de Arquitectura, núm. 112 (abril de 1951), 41; citado por Urrutia, ibídem, 376-377 y nota.

domingo, 3 de abril de 2016

Miguel de Cervantes: de la vida al mito



Biblioteca Nacional
El sábado por la tarde estuve en la Biblioteca Nacional de España[1]. Es un edificio venerable, cuyas escaleras de acceso están presididas, en primera fila –como si fueran los delanteros– por san Isidoro de Sevilla y Alfonso X el Sabio y detrás –en posición de defensas– por Nebrija, Luis Vives, Lope de Vega y Cervantes, quien era, en último término, el causante de que me hubiera acercado hasta allí: quería ver la exposición que con motivo del cuadrigéntesimo aniversario de su muerte ­–23 de abril de 1616– se ha organizado.
Vaya por delante mi entusiasmo hacia la iniciativa. Vivimos en un país envidioso y cainita que tiende a olvidar con demasiada facilidad a sus grandes hombres. A veces, se utiliza la excusa de que la cultura académica es elitista, y, por consiguiente, retrógrada, antisocial y facha. Otras, que la literatura –o el arte, o la música, o el pensamiento en general– del pasado carece de significatividad para el alumno de la enseñanza obligatoria y que es preferible dotarle de contenidos que le sirvan para su vida real. Nunca he entendido qué es una vida real sin literatura, sin arte, sin música, sin pensamiento en general; siempre he pensado que algunas personas solo tendrán oportunidad de acercarse a la cultura académica en sus años de enseñanza obligatoria y que lo retrógrado, antisocial y facha es negarles esa oportunidad, cerrarles esa puerta; en España, hay gente para quienes Goya, Velázquez, Quevedo, Cervantes o estarán en sus años escolares o no estarán; tampoco es demasiado importante: ni Goya, ni Velázquez ni Quevedo ni Cervantes son especialmente significativos.
Soltado el exabrupto y habiéndome quedado tan ricamente, vuelvo a la exposición que me  ocupa: se titula Miguel de Cervantes: de la vida al mito (1616-2016), está abierta hasta el 22 de mayo y, como se explica en el folleto firmado por Juan Manuel Lucía Megías –el comisario de la exposición– cuya portada reproduzco, se articula en torno a tres ejes: el Cervantes hombre, el Cervantes personaje y el Cervantes mito. En la primera sección, el Cervantes hombre, están los documentos: las ciudades donde vivió –incluida Argamasilla de Tormes, la de los académicos–, la partida de bautismo, las cartas, los memoriales, las actas, los libros, los manuscritos; cuando se ve, tras las vitrinas, las ediciones príncipe de las dos partes del Quijote –y de las Novelas ejemplares y del póstumo Persiles– se tiene la impresión de haber llegado a la meta de un viaje iniciático. La parte del Cervantes personaje se dedica a la iconografía del escritor: la preside el famoso cuadro de Juan de Jáuregi –el que se reproduce en todos los manuales–, cuya cartela me dejó sorprendido: siempre lo había tenido por el único retrato auténtico de Cervantes (según se lee en el prólogo de las Novelas ejemplares), pero en la susodicha cartela se lee: ¿s. XVII?, ¿s. XIX? Tendré que investigar el tema. En cualquier caso, pueden contemplarse ese retrato y otros, más o menos conocidos, de los cuales me llamaron la atención dos: uno, de Dalí; otro, copia de un original atribuido a Velázquez.
Retrato de Cervantes por Juan de Jáuregui
La tercera sección se dedica a la construcción del mito: la influencia de Cervantes en la literatura inglesa –la traducción londinense de 1620, las obras de Fielding o de Sterne–, los monumentos públicos a su memoria –el que se halla frente al Congreso de los Diputados, el de la Plaza de España de Madrid–, su presencia en la cultura popular –etiquetas de medicinas, de librillos de papel de fumar– y la reflexión de los intelectuales españoles: desde la primera biografía de Cervantes –debida a Gregorio Mayans y Siscar y publicada en 1738– hasta los trabajos de Ortega –Meditaciones del Quijote, 1914–, Unamuno –Vida de don Quijote y Sancho, 1931– o Azaña –Cervantes y la invención del Quijote, conferencia pronunciada en 1930 y editada en 1934–. Ante este último volumen no pude por menos de preguntarme cuántos de nuestros expresidentes actuales serían capaces de disertar sobre Cervantes; dejo la pregunta en el aire.
Les animo a ir. Disfruten de la visita. Y si van –de paso, cañazo– no dejen de entrar en otra exposición temporal contigua a la de Cervantes: La biblioteca del Inca Garcilaso de la Vega. Más libros, muchos más libros, los libros que leía el autor de los Comentarios reales: Vitruvio, Bocaccio, Ariosto, Salustio… y retratos de los incas, y cerámica de la época colombina, y telas, y armas… un verdadero viaje al Perú del XVI. Y cuando salgan, échenle un vistazo a la librería: seguro que compran algo.
Creo que no lo he dicho: había un buen número de visitantes. Eso está bien. Vale.