domingo, 18 de septiembre de 2016

Vindicación del rigor histórico



Por razones evidentemente profesionales, esta semana he estado examinando el currículo aragonés de geografía e historia para la etapa de enseñanza secundaria obligatoria (ESO); más en concreto, para 4.º curso[1]. Para quienes tengan el buen gusto de no frecuentar en exceso el tornadizo campo de la ordenación  curricular, resumiré ­–muy brevemente– los elementos técnicos de que consta: el legislador hace explícitos los objetivos que se deben alcanzar, los contenidos que el estudiante debe asimilar y los ejes fundamentales sobre los que gira la evaluación del alumno, que en este caso son dos: los criterios de evaluación, que básicamente constituyen una concreción de los contenidos, y los estándares de aprendizaje evaluables, que son los descriptores que permiten verificar que el alumno ha asimilado dichos contenidos[2].
En principio, considero que la idea es magnífica: se trata de dar rango legal a lo que el alumno de un determinado nivel debe saber –y saber hacer y saber ser– y todo mecanismo que dote de seguridad jurídica a los ciudadanos –sea en el plano de los derechos civiles, en el ámbito del sistema educativo o en cualquier otro aspecto de nuestro ordenamiento– debe ser saludado con entusiasmo. En el caso de la comunidad autónoma de Aragón el legislador delegó parte de su trabajo en docentes en activo, que plasmaron en el diseño curricular de la materia que impartían en ese momento –en los criterios y en los estándares– su experiencia diaria en el aula; algunos de esos docentes son muy buenos amigos míos y me han descrito con detalle la forma en que se llevó a cabo ese trabajo, ante el que no creo que quepa objeción alguna.
Pero nada es perfecto: ante el currículo de geografía e historia de 4.º de ESO –esto ya lo he dicho antes– me encuentro con que se debe verificar el siguiente estándar: “Est.GH.8.3.2. Enumera, representa en un eje cronológico y describe algunos de los principales hitos que dieron lugar al cambio en la sociedad española de la transición: coronación de Juan Carlos I, Ley para la Reforma Política de 1976, Ley de Amnistía de 1977, apertura de Cortes Constituyentes, aprobación de la Constitución de 1978, primeras elecciones generales, creación del estado de las autonomías, etc.”[3]. El cumplimiento del estándar es literalmente imposible: el alumno no puede describir la coronación de Juan Carlos I porque Juan Carlos I jamás fue coronado. En España no lo ha sido ningún rey de Castilla desde Juan I (1379-1390) y ningún rey de Aragón desde Fernando I de Antequera (1412-1416).
François Pascal Simon Gérard, Proclamación de Felipe V como rey de España en el palacio de Versalles el 16 de noviembre de 1700 (primer cuarto del s. XIX), castillo de Chambord.
En España, los reyes son proclamados, no coronados: el matiz es importante. La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947[4] –que es la que permitió la proclamación como rey de Juan Carlos I– dice en su artículo 7:
Cuando, vacante la Jefatura del Estado, fuese llamado a suceder en ella el designado según el Artículo anterior, el Consejo de Regencia asumirá los poderes en su nombre y convocará conjuntamente a las Cortes y al Consejo del Reino para recibirle el juramente prescrito en la presente Ley y proclamarle Rey o Regente.[5]
La Constitución Española de 1978, en su artículo 61.1, utiliza también el término proclamar:
El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas.
Con mucho menor rango normativo, la Fundación del español urgente (Fundéu-BBVA) publicaba en 18 de junio de 2014 una serie de recomendaciones de estilo sobre la proclamación como rey de Felipe VI; transcribo la primera de ellas, que se refiere al asunto que me ocupa:
La palabra proclamación es la más adecuada para referirse a los ‘actos públicos y ceremonias con que se declara e inaugura un nuevo reinado’. Como recurso estilístico para evitar repeticiones, este sustantivo puede alternar con entronización coronación, siempre que no se preste a confusiones y teniendo en cuenta que estas dos palabras no reflejan con igual fidelidad el actual ceremonial de la monarquía española: el rey asume el trono o, con valor institucional, la Corona, pero no es sentado en trono alguno ni se realiza el acto en sí de poner una corona sobre el rey.[6]
Expuesto todo lo cual, entiendo que es perfectamente legítimo el uso del término coronación en registros lingüísticos no formales o como recurso estilístico –tampoco hay que pasarse de tiquismiquis–, pero me parece absolutamente inadmisible en un texto de carácter legal y redactado por especialistas en la materia.
Hubo un tiempo –el positivismo decimonónico– en que el objeto fundamental de los historiadores era el estudio de la historia política[7]; en consecuencia, en la formación profesional del historiador se daba una enorme importancia a los contenidos de carácter jurídico –el sujeto de la política es, con matices espaciotemporales, el estado, del que principalmente emanan las leyes (política interior) y las relaciones con los otros estados (política exterior)– hasta el punto de que en algunas universidades españolas las licenciaturas en filosofía y letras y en derecho compartían un primer curso de materias comunes. La renovación metodológica que para el estudio de la historia supuso el marxismo, en primer lugar, y la escuela de Annales, ya en el siglo XX[8], ha motivado que la historia económica y la historia social desplacen a la historia política como objetos privilegiados del saber histórico: así, por ejemplo, los planes de estudio de los grados en historia de algunas facultades españolas incluyen como materia troncal la economía porque se entiende –con razón– que esta disciplina constituye un instrumento indispensable en el bagaje intelectual de un historiador.
El hecho de que consideremos que la enseñanza y la investigación en historia se oriente hacia lo estructural –economías, sociedades, civilizaciones– más que hacia lo coyuntural –la política– no nos exime a los historiadores de olvidar los mecanismos legales sobre los que se asienta la acción política de los estados. O, dicho de otra forma, no nos exime de ser intelectualmente rigurosos. Y el rigor científico –sea en las ciencias formales, en las experimentales o en las sociales– pasa, en primer lugar, por el rigor terminológico y la unicidad semántica de las palabras utilizadas: la gran aportación de Linneo a la biología fue que todos los bichejos del mundo mundial tuvieran una denominación inequívoca, independientemente del nombre que tuvieran en la aldea donde hubiera nacido el naturalista que los estudiaba. Si los historiadores queremos tener un estatuto científico reconocido no podemos descuidar los aspectos terminológicos: no podemos escribir sin detenernos a pensar lo que denotan y lo que no denotan –jurídica, económica, sociológicamente– las palabras que empleamos. En una conversación de café, tanto da decir proclamación que coronación; es incluso anecdótico. En un texto literario, la elección de uno u otro término vendrá determinada más por la elegancia en la construcción formal del texto que por otra causa. En un texto histórico –que se presume científico– no: por mucho que lo parezca, no es lo mismo leche que caldo de teta.


[1] Orden ECD/489/2016, de 26 de mayo, (BOA de 2 de junio), por la que se aprueba el currículo de la Educación Secundaria Obligatoria y se autoriza su aplicación en los centros docentes de la Comunidad Autónoma de Aragón. El anexo en que se desarrolla el currículo de la materia puede consultarse más cómodamente aquí; lo referente a 4.º curso se halla en las páginas 18 a 27 del anexo al que remite al enlace anterior.
[2] Utilizo el término contenido en su acepción más amplia, no en la más restringida de contenido conceptual. La jerga de las leyes educativas españolas es resbaladiza y viscosa, permite su utilización como arma política arrojadiza y muchas veces sugiere más de lo que dice. Creo no equivocarme cuando pienso que es la última encarnación estilística de la escolástica medieval.
[3] Pág. 25 del anexo citado en la nota 1.
[4] Si se quiere consultar la fuente original, cf. el BOE del 9 de junio de 1947 y la corrección de errata aparecida en el BOE del 10 de junio de 1947.
[5] El subrayado es mío.
[6] En este caso, los subrayados son de la fuente.
[7] Como manual de historia de la historiografía suelo utilizar con provecho el siguiente: Casado Quintanilla, Blas (coord.); Abad Varela, Manuel; Alted Vigil, Alicia; Cabrera Valdés, Victoria; Cantera Montenegro, Enrique; Díez López, Asunción; Guiral Pelegrín, Carmen; Martín Rodríguez, José Luis; Martínez Shaw, Carlos; Menéndez Fernández, Mario; Pardo Sanz, Rosa; Sepúlveda Muñoz, Isidro; y Tusell Gómez, Javier: Tendencias historiográficas actuales.- Universidad Nacional de Educación a Distancia (Unidades didácticas n.º 0144103UD01B01).- [Madrid (5)1 2004].- 411 págs. (24 x 17).
[8] Recuérdese que en 1929 Marc Bloch y Lucien Febvre fundaron la revista Annales d’Histoire Économique et Sociale; cuando Fernand Braudel asumió la dirección de la misma en 1947 la rebautizó con el título Annales: économies, sociétés, civilisations.

lunes, 5 de septiembre de 2016

"Ventajas de viajar en tren"



Hilarante. Transgresora. Irreverente. Políticamente incorrecta. Gamberra. Esquizoide. Son los primeros adjetivos que me vienen a la cabeza para describir Ventajas de viajar en tren de Antonio Orejudo[1]. Advertencia: si es usted una persona biempensante que no quiere problemas morales con sus lecturas, no siga leyendo esta entrada, no vaya a ser que le pique la curiosidad, se haga con un ejemplar, lo devore y luego me culpabilice de haberle escandalizado. Hablo en serio: declino toda responsabilidad.
Es una novela publicada en 2016, ya hace cierto tiempo. Sin embargo, creo que no ha encontrado en manuales, monografías, antologías y crestomatías varias el lugar que le corresponde. Porque es magnífica; según leo en algún sitio, Juan José Millás la calificó de obra maestra. Puede ser. Lo es.
Vamos con el argumento, si es que lo tiene. La novela consta de tres secciones que parecen inconexas tan solo en una primera lectura; una vez que se conoce el plan general de la obra todas las piezas encajan. En la primera sección Helga Pato ­­–el nombre ya es todo un hallazgo–, una mujer que acaba de dejar internado a su marido en una clínica psiquiátrica, conoce en el tren que la lleva de vuelta a casa a un individuo que dice ser Ángel Sanagustín, uno de los médicos del sanatorio; el tal Ángel pasa el tiempo del viaje contándole su vida y la de su paciente más curioso a la señora Pato, narración que abunda en peripecias increíbles, absurdas y escatológicas. Al principio de la segunda sección nos enteramos de que la tal Helga Pato es una editora de obras de ficción –de narrativas, como se les llama a lo largo de todo el texto– y de cómo ha sido la problemática relación con su marido recién ingresado –este es un sesudo escritor de éxito de nombre muy corto: W–. La segunda sección continua con una serie de narrativas que el tal Sanagustín ha dejado en poder de Pato, narrativas presuntamente escritas por sus pacientes de la clínica y que, de acuerdo con las teorías que maneja, permiten entrever los síntomas de las enfermedades mentales que padecen. En la tercera sección se hilvanan –muy satisfactoriamente– todos los hilos argumentales que se han ido dejando sueltos en las secciones primera y segunda, así que no incidiré demasiado en ella por no destripar más la trama.
Contado así, la novela no parece gran cosa. Pero lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Así, por ejemplo, en la segunda sección, las narrativas de los enfermos mentales son el despiporre: verbigracia la última, en la que un negrito del África tropical relata sus desventuras para atravesar el continente y llegar a España con la ilusión de ser fichado por el Real Madrid, debería mover a pensamientos y sentimientos más nobles que los provocados por el autor, que consigue que el lector se ría de todas las desgracias que le pasan al negrito. Por eso he escrito que se trata de un libro políticamente incorrecto: hay fragmentos como el citado que no podrían ser leídos ante determinadas asambleas sin riesgo de ser lapidado.
Pero creo que la novela es salvable –y recomendable– porque la comicidad se consigue no a partir de los hechos que narra, sino de los recursos lingüísticos que se emplean para ello, recursos que básicamente radican en la inadecuación entre el contenido narrado y el registro empleado en la narración. En la narrativa resumida en el párrafo anterior, la reiteración de sintagmas como negrito del África tropical –si usted, querido lector, es demasiado joven, no reconocerá la tonada del anuncio de Cola Cao al que hace referencia– o de entidad blanca –para referirse al Real Madrid[2]– o la creación de invenciones verbales como Mondipobri Internacionale Asoziation como nombre de la espuria ONG  que explota a los inmigrantes que intentan llegar a Europa[3] son lo que provocan el tono paródico. Hay otro momento inolvidable en el que uno de los personajes explica su teoría de que los poderes ocultos que controlan el planeta lo hacen examinando el contenido de la basura de cada humano; esto lo aprendió cuando trabajaba de basurero:
Yo he sido cinco años basurero. Cuando ingresé en el cuerpo me asignaron un camión y un par de compañeros, Paco Platero y el Gota. Platero era pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. El Gota era todo lo contrario.[4]
La cita de Platero y yo, en ese contexto –si el lector sabe reconocerla: antes venía en todos los manuales escolares, ahora ya no estoy tan seguro– es la base en que se fundamenta el mecanismo paródico. Un último ejemplo: en determinado momento, Helga Pato publica la novela Lobotomía del escritor primerizo Ander Alkarria; cuando se reproduce la crítica aparecida en prensa, el lector se da cuenta de que no se halla ante un texto periodístico sino ante un ejercicio escolar de un alumno de secundaria no especialmente dotado para estas lides; ahí va un fragmento:
El lenguaje es muy rico y variado abundando los nombres comunes o sustantivos, los adjetivos calificativos y los verbos como mirar, decir, pensar, etcétera, por ejemplo. […] Mi opinión personal en resumen es que el libro está bastante bien y trata problemáticas actuales con un lenguaje rico y variado como he mencionado.[5]
Ventajas de viajar en tren es un ejercicio de estilo, divertidísimo, pero en último término un ejercicio de estilo. Su unidad constructiva básica no es la palabra ni el enunciado sino el texto, el fragmento de un texto o la referencia a otro texto o a otra modalidad textual –creo que ya hablé algo de esto en la entrada que le dediqué a Umberto Eco–: por algo su autor, además de tener una imaginación portentosa y de ser un cachondo mental, es filólogo.


[1] Orejudo [Utrilla], Antonio: Ventajas de viajar en tren.- Punto de Lectura (n.º 159/2), [Madrid 2001].- 151 págs. (17,5 x 11).
[2] Alguien debería tomarse en serio el estudio de la utilización de los tropos por los periodistas deportivos: entidad blanca, colchonero, arquero, cancerbero… son usos lingüísticos que tienen su aquel y que, por lo menos, sirven para echarse unas risas.
[3] Firmaba Mondipobri Internacionale Asoziation, ya que según el jefe estaba comprobao que había que poner un nombre de inglés o de italiano a estas cosas pa que la gente se las crea, y yo me mondo, […]. (pág. 124 de la ed. cit.).
[4] Pág. 55.
[5] Págs. 74-75.