viernes, 1 de diciembre de 2017

De biografías fingidas



Los ratones de biblioteca somos tremendamente crédulos. Vamos en busca de libros, de datos, de erudición –la mayor parte de las veces gratuita e inútil, pero muy decorativa– y cuando encontramos un volumen con abundantes notas a pie de página y con una amplia bibliografía lo ponderamos ante quienes tienen la gentileza –diría más: la bonhomía– de aguantarnos la tabarra. Pero muy pocas veces, por falta de tiempo las menos, por falta de ganas las más, comprobamos la veracidad de dichas referencias. Las damos por buenas, directamente. Pero ¿y si fueran erróneas o, simplemente, falsas? Bah… eso no es posible… algún erudito más formado que nosotros se habría percatado y lo habría denunciado públicamente: es inviable que una cita, que un dato, que una fecha no verificada salte al papel impreso y nadie alce inmediatamente su voz acusando de mendaz al autor del texto[1].
Roberto Bolaño
El origen de esta reflexión tiene su origen en dos excelentes amigos que me honran entrando de vez en cuando en este blog. Uno de ellos –que de manera ocasional ha realizado algún comentario bajo el seudónimo de Vinoman 66 Tondonia–  me dijo que nunca leía mis notas a pie de página porque estaba seguro de que eran correctas. Cuando se lo comenté al segundo de ellos –el doctor en filología clásica que ya ha aparecido por aquí– me respondió que hacía mal porque existía una novela construida por entero a partir de referencias bibliográficas totalmente inventadas. Cuando le manifesté mi incredulidad me refutó con el título: La literatura nazi en América (1996), de Roberto Bolaño[2].
Roberto Bolaño (1953-2003) era –es– un escritor de una imaginación absolutamente prodigiosa. No satisfecho con idear un argumento, pergeña treinta y dos: las treinta y dos biografías de treinta y dos periodistas, poetas, dramaturgos y novelistas con un único vínculo común, su ideología ultraderechista; treinta y dos personajes agrupados en trece capítulos, a cual más delirante: desde la bonaerense –aunque nacida en Berlín– Luz Mendiluce Thomson, cuya fama descansaba en una fotografía con el Führer que le tomaron de niña y que dio lugar al poema “Con Hitler fui feliz”, hasta el caraqueño Franz Zwickau, autor de la composición “Diálogo con Hermann Goering en el infierno”, pasando por el haitiano Max Mirebalais, que adopta diversos y esquizofrénicos seudónimos (Max Kasimir, Max von Hauptmann, Max Le Gueule, Jacques Artibonito) para variar de registro y que, a pesar de su negritud –o tal vez a causa de ella–, no renuncia a ser un poeta que logre hermanar las razas aria y masái.
Espero haber sido lo suficientemente diestro para que de los ejemplos anteriores no se desprenda que el texto que me ocupa es una obra cuyo propósito es exaltar el nazismo, sino todo lo contrario: Bolaño –anarquista militante y objeto de persecución por el régimen de Augusto Pinochet hasta el punto de no poder pisar su Chile natal entre 1973 y 1998[3]– recurre a la sátira, a la ironía y al humor para poner de relieve lo aberrante de la ideología nazi y, por extensión, de cualquier otra de raíz fascista. Y la sátira de Bolaño se basa en el recurso más específico de un escritor, en el estilo, en un estilo inteligente y conscientemente cuidado: cualquiera de las páginas de La literatura nazi en América remeda las de un manual o las de una reseña de revista de crítica literaria. Su tono es enteramente verosímil, su contenido es totalmente fingido: en el culmen de la mistificación se hallan las páginas finales, tres apéndices de factura académica en que, bajo la rúbrica “Epílogo para monstruos”, se relacionan alfabéticamente los autores, las editoriales y revistas y los títulos de los libros con los que la imaginación del autor ha construido la totalidad del texto.
Al leer cada una de las biografías fingidas de La literatura nazi en América me venía a la cabeza aquel cuento de Borges[4] en que se reconstruye y se glosa con detalle la producción escrita de Pierre Menard, que en pleno siglo XX y desde la perspectiva del siglo XX se obligó a reproducir el Quijote de forma literal[5]; si Borges es la fuente, si Borges es el maestro, Bolaño es, como diría Plinio el Viejo, el artifex monstruorum: los monstruos están en el epílogo.


[1] En realidad, esto es más común de lo que parece. Permítaseme un recuerdo personal: cuando estaba terminando mi licenciatura en historia, dos compañeros de estudios –de la especialidad de arte– al tiempo que amigos descubrieron que unos frescos atribuidos al pintor Jusepe Martínez (1602-1682) eran en realidad de Antonio Bisquert (1596-1646); la técnica que emplearon fue extremadamente simple: fueron a ver las pinturas y vieron que estaban firmadas por Bisquert. El error provenía de que el padre de la historiografía artística española, Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829), las había atribuido a Martínez y, a partir de ese momento, todos los tratadistas posteriores habían reproducido acríticamente la autoría de este sin que nadie, hasta 1989, se preguntara por su fundamento. Para más detalles, cf. Ceán Bermúdez, Juan Agustín: Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España.- Prólogo de Miguel Morán Turina.- Istmo - Akal (Fuentes de Arte n.º 17), [Madrid 2001].- 17 + x págs. (24 x 17) (edición facsímil de la príncipe de 1800); y Buil Guallar, Carlos, y Lozano López, Juan Carlos: “Antonio Bisquert, autor de dos ciclos pictóricos atribuidos a Jusepe Martínez”, Boletín del Museo e Instituto “Camón Aznar”. Obra Social de la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, (Zaragoza), n.º XLI (1990), 75-85, 4 figuras en negro.
[2] Bolaño [Ávalos], Roberto: La literatura nazi en América.- Debolsillo (Contemporánea), [Barcelona 2017].- 183 págs. (19 x 12).
[3] Aunque Pinochet fue sucedido como presidente de Chile por Patricio Aylwin en 1990, el cargo de comandante en jefe del ejército no lo abandonó hasta el 10 de marzo de 1998.
[4] Debo tener fijación con Borges: lo quiera o no lo quiera, acaba apareciendo siempre…
[5] “Pierre Menard, autor del Quijote”, en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Ficciones. Relatos (Planeta, [Barcelona 1979]), 41-52.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Sobre "La huella del crimen", primera novela policiaca de la literatura argentina



Una de las ventajas que se derivó de preparar una charla para el Festival Aragón Negro (FAN) a principios de este año fue que, además de revisar algunos textos que estaban un poco olvidados, hallé otros de los que no tenía noticia y que inmediatamente añadí a mi estante de pendientes. Entre ellos, uno de los más interesantes es La huella del crimen (1877) de Raúl Waleis, la primera novela policiaca de la literatura argentina. La edición con que me hice[1] –la primera desde la príncipe– ostenta vistosamente una faja en que se lee La primera novela policiaca en castellano; si consideramos “El clavo. Causa célebre” (1853-1854) de Pedro Antonio de Alarcón[2] como un cuento o un relato corto, estamos de acuerdo: la obra que nos ocupa sería la primera novela larga y documentada en lengua española. El redescubrimiento de la narración argentina se remonta a 1974[3]; no aparece en los índices de la imprescindible La novela policiaca española: teoría e historia crítica de José F. Colmeiro[4], lo cual, si se entiende que español hace referencia a un ámbito geográfico y no a una lengua, puede resultar razonable; hasta donde yo sé, Borges no la menciona en ninguno de sus textos, lo cual –en el argentino que conoció todos los libros– parece imperdonable: más adelante intentaré una explicación.
Luis Vicente Varela Cané, Raúl Waleis
La novela se publicó en forma de folletín en el diario La Tribuna de Buenos Aires entre el 23-24 de julio y el 30 de agosto de 1877 y en forma de libro –con apenas variantes, las más importantes en las introducciones y prólogos– en noviembre del mismo año. El autor era un renombrado jurista y político, Luis Vicente Varela Cané, que firmaba con el anagrama Raúl Waleis[5]. El argumento, un crimen muy, muy misterioso –el asesinado es una joven travestida, pero esto no se sabe hasta la intervención del forense, no digo más– y su sorprendente resolución por el detective, el comisario L’Archiduc. La acción, en París, entre 1871 y 1877[6]. Tal vez el lector relacione París con el escenario del cuento fundacional del género, Los crímenes de la calle Morgue (1841) de Poe[7]; pues no, no es el París de Poe: es el París de Gaboriau, a quien ya le he dedicado tres capítulos en este blog.
En mi entrada sobre la aportación al género de la condesa de Pardo Bazán intentaba argumentar acerca de cómo la incipiente novela policiaca española tiene sus fuentes más en la literatura francesa –Gaboriau– que en la inglesa –el omnipresente Conan Doyle–. Hoy, después de leer La huella del crimen, me reafirmo en mi tesis: no es solo la novela policiaca española, es la novela policiaca en lengua española la que bebe en la tradición francesa más que en la tradición inglesa. Voy a intentar probarlo a través de cinco argumentos.
En primer lugar, el más evidente –para darse cuenta del cual no es preciso ser un detective de ficción– es la “Carta al editor para que la conozca al lector”[8] con la que se abre la novela y cuyo primer párrafo dice
Ha muerto últimamente[9] en Francia monsieur Émile Gaboriau.
Más adelante se puede leer la siguiente declaración de principios:
Muerto el maestro, queda la escuela.
Declárome uno de sus discípulos.
En La huella del crimen, L’Archiduc podría bien llamarse Lecoq o Pâlot.[10]
Y para concluir, permítaseme entresacar el siguiente fragmento:
Vidocq es, tal vez, el modelo vivo de esos distintos ejemplares [de detective], sucesivamente exhibidos por Balzac, Edgard [sic] Poe, Gaboriau, Xavier de Montépin, Du Boisgobey y, final y humildemente, hoy por mí.
A Vidocq ya le he dedicado algunas líneas: a ellas me remito. En cuanto a los autores que se citan, nótese que todos lo son en lengua francesa con la única e inevitable excepción de Poe, cuyo antropónimo está escrito –eso sí– con ortografía francesa, no inglesa.
Voy con el segundo argumento, que precisamente tiene que ver con Vidocq: el primer director de la Sûreté francesa, que concluyó su carrera fundando una agencia privada de detectives, la inició en el bando contrario, en el de los delincuentes, motivo por el cual pasó varias temporadas en prisión. Este punto de su peripecia vital pasa a formar parte de la biografía del comisario L’Archiduc, según se narra en Clemencia[11], la continuación de La huella del crimen; conociendo este hecho, resalta inmediatamente el paralelismo entre el modelo real y el personaje ficticio.
El tercer argumento se centra en el punto de vista narrativo: tanto la acción de la novela que nos ocupa como la de su secuela están contadas en tercera persona por un narrador omnisciente, tan omnisciente que en ocasiones avanza y retrocede en el tiempo a voluntad. El anónimo narrador de las historias del chevalier Dupin o el Watson holmesiano no tienen cabida en la obra de Waleis, como no tienen cabida en Gaboriau, en Maurice Leblanc, en Simenon.
El cuarto argumento parte del desarrollo narrativo de la trama: el descubrimiento de la identidad del asesino es el objetivo principal de la detective novel de tradición inglesa –piénsese en Agatha Christie como modelo arquetípico–; una vez que el lector sabe quién ha cometido el crimen puede cerrar el volumen con una sonrisa de satisfacción, tanto mayor si ha conseguido adelantarse a las conclusiones a las que ha llegado el sabueso de turno. En el modelo francés, no: cuando se conoce el nombre del culpable aún queda un buen número de páginas para indagar en las raíces pasadas de los sucesos narrados, para bucear en sus causas, para intentar entender los motivos que han llevado a la comisión del delito: así sucede en las novelas de Gaboriau, así en La huella del crimen, así sucederá en las historias del comisario Maigret.
El quinto argumento enlaza en buena medida con el anterior: se trata del problema de definición del marco genérico en que se encuadra el relato; si la condesa de Pardo Bazán calificaba “La gota de sangre” como novela juridicopenal, Raúl Waleis subtitula La huella del crimen como novela jurídica original; es más, en la “Carta al editor para que la conozca al lector” citada anteriormente se puede leer
El derecho es la fuente en que beberé mis argumentos.
[…]
Julio Verne ha popularizado las ciencias físico-naturales con sus novelas. Yo trato de popularizar el derecho con mis romances, sin pretender para estos la gloria inmensa de aquellas.
En último término lo que subyace en este intento de definición es la creencia por parte del autor de que lo que está escribiendo –novela policíaca, novela jurídica, llámese como se quiera– no es más que un subgénero del folletín: la última parte de La huella del crimen, la que figura tras el descubrimiento de la identidad del asesino, es la historia de un noble injustamente acusado –un personaje que, como en un baile de máscaras, aparece al principio bajo otra identidad y como mera y equívocamente funcional– y de la venganza que puede ejecutar tras largo tiempo de espera. La sombra de El conde de Montecristo[12], el mejor folletín del más grande folletinista de todos los tiempos, llega hasta la literatura argentina del último tercio del XIX.
Concluyo intentando explicar por qué Borges parecía desconocer a su compatriota Raúl Waleis: porque Borges bebe, en sus relatos policiacos y en sus reflexiones teóricas sobre el género, de la tradición anglosajona, no de la francesa. Voy a intenta justificar esta afirmación: junto con su íntimo Adolfo Bioy Casares publicó dos antologías de cuentos policiales[13]; los autores que figuraban en la primera de ellas eran William Wilkie Collins, Chesterton, Hylton Cleaver, Agatha Christie, William Irish, Ellery Queen, Eden Phillpotts, Graham Greene, John Dickson Carr, Michael Innes, Harry Kemelman, William Faulkner y Manuel Peyrou; los que aparecían en el índice de la segunda, Nathaniel Hawthorne, Poe, Stevenson, Conan Doyle, Jack London, Chesterton, Eden Phillpotts, Ryūnosuke Akutagawa, Anthony Berkeley, Milward Kennedy, Ellery Queen, el propio Borges, Manuel Peyrou, Silvina Ocampo y Adolfo Luis Pérez Zelaschi; como se puede apreciar, la lengua francesa brilla por su ausencia y los argentinos que figuran son contemporáneos, si no amigos[14], de los antólogos. A mayor abundamiento, he aquí una afirmación del propio Borges ­–con la que ya concluyo– en una polémica con Roger Callois a propósito su obra Le roman policier (1941):
El género policial es un ejercicio de las literaturas en idioma inglés. ¿Por qué indagar su causalidad, su prehistoria, en una circunstancia francesa? En Francia, el género policial es un préstamo. Sus ejecutores son Gaboriau, Leblanc, Leroux, Véry, Simenon, literatos muy olvidables.[15]


[1] Waleis, Raúl [seud. de Luis Vicente Varela Cané]: La huella del crimen.- Edición, notas y postfacio de Román Setton.- [Juicios críticos de Juan Carlos Gómez y Aditardo Heredia].- Adriana Hidalgo editora (La lengua / Rescates), [Buenos Aires 2009].- 317 págs. (19,5 x 13).
[2] Como ya reseñé en la entrada “Sobre Emilia Pardo Bazán y los orígenes de la novela policiaca en España”, es posible consultarlo en las páginas 121-168 de la siguiente edición: Alarcón [Ariza], Pedro Antonio [Joaquín Melitón] de: La Comendadora, El clavo y otros cuentos. Duodécima edición.- Edición de Laura de los Ríos [Giner].- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 27), [Madrid] 12 [2000].- 286 págs., 1 ilustr. en negro (18 x 11).
[3] En el trabajo Cuentos policiales argentinos de Fermín Fèvre (Kapelusz, Buenos Aires 1974), citado en nota en los “Criterios de edición” (pág. 7) y en el posfacio “Raúl Waleis y los inicios de la literatura policial en Argentina” (pág. 274) de Román Setton, en la edición de Waleis que figura supra.
[4] Colmeiro, José F.: La novela policiaca española: teoría e historia crítica.- Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán.- Anthropos. Editorial del hombre (Biblioteca A artes - literatura n.º 9), [Barcelona 1994].- 302 págs., 8 láminas en negro (18 x 11,5).
[5] Para que el lector no se vuelva loco intentando ver cómo de Luis Vicente Varela Cané se puede obtener el anagrama Raúl Waleis, le ayudo: nuestro escritor solía firmar como Luis V. Varela; si con las dos uves de la inicial y del apellido formamos una uve doble, ya tenemos la primera letra del Waleis; el resto ya es coser y cantar.
[6] Al principio del relato hay un cierto caos cronológico: en la pág. 36 de la edición citada se habla de “prevenir al procurador del rey” mientras que dos páginas más adelante se habla del procurador de la república. Según se sabe, la III República francesa se proclama tras la derrota del emperador Napoleón III por el canciller Bismarck en la guerra franco-prusiana (1870), por lo que ambas expresiones parecen cronológicamente incompatibles. No obstante, la datación de los hechos narrados se aclara algo más en la pág. 165, cuando se dice que “hay nobles que se han mezclado en la insurrección comunista de 1871”, en referencia a la comuna de París (marzo a mayo de 1871). Es lo bueno que tiene el folletín: si se advierte un error en la entrega de ayer, siempre se puede modificar en la entrega de mañana.
[7] Siempre que puedo recomiendo la traducción de los cuentos de Poe realizada por Cortázar, así que ahí va la referencia: “Los crímenes de la calle Morgue” [“The Murders in the Rue Morgue”], en Poe, Edgar Allan: Cuentos, 1, prólogo, traducción y notas de Julio [Florencio] Cortázar [Descotte] (Alianza Editorial, [Madrid (3)11998]), 425-466.
[8] Págs. 23-24 de la edición citada supra.
[9] Ese últimamente referido a la muerte de Gaboriau se remonta a 1873, es decir, cuatro años antes de la publicación del texto citado, lo que es un plazo lo suficientemente amplio para entender que no se trata del titular de una noticia para el lector poco avisado.
[10] Ambos son personajes que aparecen en las novelas de Gaboriau, si bien Lecoq constituye su detective principal y Pâlot es mucho más episódico.
[11] Waleis, Raúl [seud. de Luis Vicente Varela Cané]: Clemencia.- Edición, notas y postfacio de Román Setton.- Adriana Hidalgo editora (La lengua / Rescates), [Buenos Aires 2012].- 306 págs. (19,5 x 13). La intención del autor era escribir una trilogía de la que aparecieron en 1877 las dos primeras entregas; la tercera parte, Herencia fatal, no llegó a ser escrita. En cualquier caso, con los dos volúmenes publicados se verifica el carácter serial que presenta el género policiaco ya desde su génesis.
[12] Dumas, Alexandre: El Conde de Montecristo [Le compte de Monte-Cristo].- Traducción de E. V.- Mondadori (Grandes Clásicos), [Barcelona 2004].- 1154 págs. (21,5 x 14,5).
[13] La referencia bibliográfica de la segunda antología es Bioy Casares, Adolfo; y Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Los mejores cuentos policiales, 2. Selección, traducciones y prólogo de ---.- Alianza Editorial - Emecé (El Libro de Bolsillo n.º 950).- Madrid - Buenos Aires 1983.- 240 págs. (18 x 11). De la primera no conservo la ficha, pero recuerdo que estaba publicada por la misma editorial y en la misma colección.
[14] Ahí van datos y fechas: Manuel Peyrou (San Nicolás de los Arroyos, Argentina, 1902 – Buenos Aires, 1974) conoció a Borges en la década de 1920 y fueron íntimos amigos; Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903 – 1993) fue la esposa de Bioy Casares; y Adolfo Luis Pérez Zelaschi (San Carlos de Bolívar, Argentina, 1920 – Buenos Aires, 2005).
[15] En Sur, año XII, n.º 92 (mayo de 1942). Tomo la cita –modificando la ortografía– de las págs. 92-93 de Castellino, Marta Elena: “Borges y la narrativa policial: teoría y práctica”, en Revista de Literaturas Modernas (Mendoza, Argentina), n.º 29 (1999), 89-113; cf. separata digitalizada en http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/2382/castellinorlmodernas29.pdf.