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jueves, 19 de enero de 2017

Sobre el asesinato de Roland Barthes y las funciones del lenguaje



Ha caído en mis manos –es un regalo de alguien que conoce bien mis gustos y aficiones literarias– un curioso volumen: La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet[1]. Como quien hizo el regalo es filólogo –clásico, por más señas–, pensé que pretendía que repasara las funciones del lenguaje, así que lo hice: consulté mi manual de lengua española de COU[2] y su página ocho me recordó la existencia de cuatro funciones: la expresiva, la conativa, la representativa y la poética o estética. Rebuscando en otras fuentes pude completar la serie con otras dos: la metalingüística y la fática. En total, seis. No siete. La séptima no aparecía por ningún lado, así que abordé la lectura del libro para informarme de cuál era la función de marras.
Pero, como he dicho antes, quien me lo regaló es alguien que me conoce bien: el destinatario del obsequio era yo –no él–, así que no se trata de un ensayo sobre semiología sino de una novela policiaca, y de una novela policiaca extraordinariamente original en su planteamiento y, sobre todo, en su desarrollo.
Roland Barhes
Voy con el planteamiento. El punto de partida es un hecho histórico: el 25 de marzo de 1980 el semiólogo francés Roland Barthes –en aquel momento, una de las autoridades indiscutibles de su disciplina– fallece tras ser atropellado frente a la Sorbona por una furgoneta. Binet, el autor de la novela, contempla la posibilidad de que no se trate de un accidente, sino de un asesinato con un móvil esotérico: impedir que Barthes hiciera pública la séptima función del lenguaje. A raíz de este hecho, se pasean por las páginas de la novela lo más granado de la intelectualidad ochentera: Michel Foucault, Jacques Lacan, Louis Althusser, Jacques Derrida, Roman Jakobson, Julia Kristeva, Philippe Sollers, Noam Chomsky y, dominando el panorama como el dios supremo de la semiología, Umberto Eco[3]. También aparecen ocasionalmente –en plan cameo– los primeros espadas de la política francesa del momento: Laurent Fabius, Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand. Como contrapunto, los personajes ficticios: el inspector Bayard y su ayudante ocasional, Simon Herzog. El primero es un policía clásico, sin pretensión intelectual alguna, de derechas; el segundo es un doctorando profesor ayudante de universidad, de izquierdas, reclutado prácticamente a la fuerza por el inspector para descifrar la jerga de los semióticos, absolutamente ininteligible para él. No hacen mala pareja: el policía, con su escaso protagonismo personal, tiene su punto de comisario Maigret; el profesor, que imparte la disciplina Semiología de la imagen, interpreta con celeridad los indicios que ve, como antaño hiciera Sherlock Holmes. En cualquier caso, creo no equivocarme si supongo que el texto de la novela remite a otros textos…
Estos son los materiales con los que el autor construye un andamio paródico de dimensiones más que notables: el asesinato de Barthes es lo de menos, no se trata más que una excusa para desarrollar un argumento cuyo eje central es una conspiración a escala planetaria –¿por qué, durante la lectura, no hacía más que acordarme de El péndulo de Foucault?– para hacerse con la séptima función, la que permite que el lenguaje sea la palanca con la que mover la voluntad de los receptores del mensaje: de ahí la importancia política de su control. Esa búsqueda va a llevar a los personajes a través de seis escenarios, correspondientes a las cinco partes de la novela y a su epílogo: París, Bolonia, Ithaca (Nueva York, Estados Unidos), Venecia, otra vez París y Nápoles; todo comienza y termina en París; Bolonia es la ciudad en la que Bayard y Herzog conocen a Umberto Eco; Ithaca es la sede de un congreso universitario donde se reúnen todos los gurús de la materia y se ponen a parir los unos a los otros como auténticos caballeros; Nápoles es un episodio con función de cierre y con una erudita anécdota sobre la pizza Margarita[4]. Es, sin embargo, en la sección sobre Venecia en la que me ha parecido que la novela alcanza su mayor cota de maestría. El escenario, un teatro barroco; los personajes, todos ellos partícipes de la conjura mundial –medio masones, medio carbonarios, medio templarios, medio satánicos: el modelo clásico de El péndulo, vamos–, con máscaras venecianas; la acción, un debate oral sobre un tema más que críptico (On forcène doucement) en el que solo quien domine la séptima función podrá resultar vencedor; para este, la cúspide jerárquica de la organización conspirativa, el Logos Club; para el vencido, una mutilación corporal vergonzante; los contendientes, dos de los personajes centrales del relato cuyas identidades no debo desvelar, habida cuenta de las máscaras que vistosamente ostentan durante la justa verbal; y de trasfondo y a modo de contrapunto, una espectacular reconstrucción de la batalla de Lepanto –recuérdese: el papado, Felipe II y Venecia contra la armada de Selim II el Beodo– con un Cervantes manco, corporalmente mutilado –aunque no de manera vergonzante– que funciona como símbolo, o como signo, o quizá como mero indicio del sentido global del relato.
Para concluir, creo que hay otro aspecto merece destacarse porque subyace a lo largo de toda la narración: es lo que podría denominarse el componente unamuniano de la novela. Me explico: Simon Herzog, como buen semiótico, se pregunta por la naturaleza de lo real: ¿es lo simbólico real?; ¿es real lo ficticio?; ¿son los personajes literarios –don Quijote, Montecristo, Holmes– reales o simplemente supernumerarios[5]?; ¿es Herzog real, por mucho que él sospeche que solo es un personaje literario?:
[…] Simon concreta: «¿Cómo sabes que no estás en una novela? ¿Cómo sabes que no vives dentro de una ficción? ¿Cómo sabes que tú eres real?»
Bayard mira a Simon y le responde con un tono indulgente: «¿Tú eres gilipollas o qué? Lo real es todo, es lo que vivimos.»[6]
Me da la impresión de que el autor comparte la tesis de que la literatura es parte esencial de lo real.


[1] Binet, Laurent: La séptima función del lenguaje [La septième fonction du langage].- Traducción del francés por Adolfo García Ortega.- Seix Barral (Biblioteca Formentor), [Barcelona 2016].- 445 págs. (23 x 13,5).
[2] Lázaro [Carreter], Fernando: Curso de Lengua Española.- Anaya (Manuales de Orientación Universitaria), [Madrid 1979].- 504 págs. (23,5 x 15,5).
[3] Ya he expresado en este blog mi admiración por Umberto Eco, por lo que su recreación como personaje –perdón, como actante– de la novela me ha supuesto un atractivo adicional nada desdeñable.
[4] Pág. 430 de la ed. citada.
[5] Cf. Umberto Eco, Lector in fabula.
[6] Pág. 389.

lunes, 22 de agosto de 2016

Sobre "Hombres buenos" de Pérez-Reverte



Vaya por delante, antes de que sigan leyendo: me encanta Pérez-Reverte. Desde el siglo pasado: desde La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) y La piel del tambor (1995). Y me encanta porque sabe hacer como nadie lo que se le debe pedir a un novelista: contar historias que interesen, que enganchen, que atrapen. Por eso suelo comprar cada novela suya nada más salir, sin esperar críticas ni reseñas ­–solo lo hago con él y con Eduardo Mendoza, al que habrá que dedicar una entrada más pronto que tarde– pero espero a tener momentos especiales para saborearla: momentos en los que sepa con cierta seguridad que voy a disponer del tiempo para dedicar cuatro o cinco horas seguidas a leer sin que me interrumpa un trabajo inaplazable o una visita inesperada. Esa es la razón por la que a Hombres buenos[1], novela cuya primera edición –la que tengo– es de marzo de 2015, haya esperado hasta julio de 2016.
Vayamos primero con lo más visible de la novela, el argumento. Luego iremos a la carpintería narrativa. La trama gira en torno a don Hermógenes Molina y al almirante don Pedro de Zárate, académicos de la Real Academia de la Lengua, que, a finales del reinado de Carlos III, reciben el encargo de sus colegas de viajar hasta París con objeto de adquirir los veintiochos volúmenes de la Enciclopedia francesa original (1751-1772); sin embargo, otros académicos –don Justo Sánchez Terrón y don Manuel Higueruela, en particular– quieren impedir el éxito de la empresa por distintas razones. El nudo de la historia lo constituyen las aventuras de Molina y de Zárate para cumplir el cometido del encargo evitando las asechanzas maquinadas por sus colegas; y puesto a contar aventuras, Pérez-Reverte no tiene dificultades: con un ritmo narrativo impecable y con una magistral caracterización de personajes y ambientes, la novela no se lee de una tacada porque son quinientas ochenta y cinco páginas en un cuerpo no demasiado grande.
Real Academia Española
Vamos con la carpintería, que es, desde mi punto de vista, lo más novedoso. En secciones intercaladas en medio de la narración principal, Pérez-Reverte nos deja ver la trastienda del oficio de novelista: nos cuenta cómo encontró en la biblioteca de la Academia el ejemplar de la Enciclopedia traído desde París por Molina y Zárate, los hombres buenos del título; cómo va inquiriendo sobre los hechos históricos que relata, sobre los personajes reales que aparecen en las distintas páginas –desde los cuatro citados hasta los secundarios de peso que van apareciendo: el conde de Aranda, d’Alembert, el barón d’Holbach, Choderlos de Laclos…–, sobre la reconstrucción de los caminos y de las ventas que hay entre Madrid y la capital de Francia, de las calles del París prerrevolucionario, de sus cafés… Exhibe una erudición verdaderamente notable citando libros, autores, colecciones de mapas que le han servido para la ambientación histórica del relato. Uno, que es historiador, se queda pasmado: solo reconoce sobre poco más o menos de la mitad de los títulos y autores citados y se muere de envidia ante semejante despliegue de conocimientos sobre la época. Y cuando Pérez-Reverte no encuentra el libro que necesita, transcribe la entrevista mantenida con el erudito que puede ayudarle a localizarlo; la mayor parte, con sus colegas académicos ­–Víctor García de la Concha, que es quien le informa de cómo llego la Enciclopedia a la Academia; Gregorio Salvador, que le da pormenores sobre la vida y la obra de Molina y Zárate; Francisco Rico, que lo sabe todo sobre todo…–[2], pero también con libreros de viejo de París ­–la que más aparece, Chantal Keraudren– que la ayudan a encontrar una documentación histórica de dificil hallazgo en España.
Con esta técnica el lector tiene en sus manos dos relatos a la vez: la intriga ambientada en el XVIII y la que cuenta cómo el novelista, metido a historiador, reconstruye esa intriga; cuando comenté con un querido amigo –doctor en clásicas, por más señas– lo original de esta forma de narrar me señaló acertadamente que, a su juicio, la primera vez que se empleó en la historia literaria española fue en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas. En cualquier caso, lo que Pérez-Reverte consigue es fundamentar sólidamente la verosimilitud histórica de lo que cuenta y darles entidad literaria a personajes de existencia real: los académicos contemporáneos son bastante conocidos; el propio conde de Aranda ya ha salido en alguna entrada de este blog. A los cuatro protagonistas ­–Molina, Zárate, Sánchez Terrón e Higueruela– no los conocía, pero tampoco soy especialista en la historia de la Academia a finales del XVIII. Afortunadamente, a principios del XXI tenemos internet –la biblioteca infinita soñada por Borges–, así que decidí informarme sobre su vida y obra; es fácil: en el sitio web de la RAE hay una sección dedicada a registrar los académicos que ha tenido la institución[3]; es un listado por orden cronológico ­–basta ir a la segunda mitad del siglo XVIII para hallarlos– pero también dispone de un cómodo buscador que facilita encontrar la biografía que se necesita; haga el lector como hice yo: después de haber leído la novela, introduzca en ese buscador los nombres de Molina, de Zárate, de Sánchez Terrón o de Higueruela y no salga de su asombro ante el resultado, como yo no salía del mío.
Sé, porque así lo ha declarado en muchas ocasiones, que a Pérez-Reverte le apasiona el Quijote. Los contemporáneos de la obra cervantina llegaron a creer en la existencia real de Alonso Quijano el Bueno; Cervantes se aprovechó de esa creencia para mezclar, en la segunda parte de la novela, los planos real y ficticio ­–sobre este asunto ya reflexioné en una entrada anterior–; Pérez-Reverte ha reproducido con éxito la hazaña: la mezcla de planos en Hombres buenos está tan sabiamente dosificada que uno ya no sabe a qué libro, a qué cita, a qué referencia bibliográfica, a qué autor dar crédito y a cuál no; ya no sabe qué es real y qué es producto de la imaginación del novelista.
Ya dudo de todo: solo creeré que existe un ejemplar de la Enciclopedia en la biblioteca de la RAE cuando lo vea con mis propios ojos.

[1] Pérez-Reverte [Gutiérrez], Arturo: Hombres buenos.- Alfaguara, [Madrid 2015].- 585 págs. (24 x 15).
[2] Esta secciones son verdaderamente deliciosas: todos los académicos parecen estar convencidos de que Pérez-Reverte está escribiendo una novela policiaca ambientada en la RAE en la que la víctima es Francisco Rico, y todos presentan su autocandidatura para ser el asesino; el cachondeo que monta el autor con el temita es de sobresaliente cum laude. Y la entrevista de Pérez-Reverte con el propio Francisco Rico (cap. 6, págs. 258-263 de la edición que manejo) no tiene desperdicio: la réplica final –que no reproduzco para que consigan un ejemplar, la busquen y la lean– es de antología.