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domingo, 3 de mayo de 2020

De Orwell y la neolengua


Un amable lector comentó, a propósito de mi penúltima entrada, que podía relacionarse la sociedad descrita en La fundación de Antonio Buero Vallejo con la obra Utopía de Tomás Moro. Me permití discrepar por una cuestión de prefijos: la etimología que proporciona el DRAE del término utopía es la siguiente: “Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'.”; a continuación puede leerse: “1. f. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. // 2. f. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano.”. Por el contrario, la entrada distopía del diccionario académico dice: “Del lat. mod. dystopia, y este del gr. δυσ- dys- 'dis-2' y utopia 'utopía'. // 1. f. Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.”. Es decir, ambos términos se aplican a la representación ficticia de una sociedad futura, pero en el caso de la utopía los adjetivos empleados son perfecto, deseable, favorecedor, mientras que el que acompaña a distopía es negativo. En este sentido, yo entendía que la situación descrita en La fundación no era utópica sino distópica.
Me parece revelador que, fuera de algún antecedente remoto, las distopías surjan en la literatura occidental en el siglo XX. Hasta ese momento se puede trazar una línea cronológica que –por decir un par de nombres de peso– parta de La república de Platón y llegue hasta El capital de Marx y en la que figuren los intentos de filósofos, pensadores, literatos y escritores –arbitristas incluidos– para diseñar una sociedad futura en la que se pusiera coto a los desafueros sufridos por los coetáneos de quien en cada momento escribiere. Bajo este planteamiento subyace la idea de que es posible la mejora de la sociedad humana, la idea de progreso, cuya formulación clásica es uno de los legados de la Ilustración[1]. Son los acontecimientos históricos del siglo XX –las dos guerras mundiales, la aparición de los totalitarismos– los que hacen a algunos autores plantearse la posibilidad que el futuro no haya de ser necesariamente mejor: el caldo de cultivo para la aparición de las distopías estaba servido.
George Orwell
Entiendo que el primer texto de relevancia al que puede aplicarse esta etiqueta es Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley[2], pero el que ha gozado de mayor fortuna ­­–probablemente por su enorme capacidad de predicción– es 1984 de George Orwell[3], redactado en 1948 (nótese que el título proviene de la inversión de las dos últimas cifras) y publicado al año siguiente. 1984 está atestado de ideas proféticas que el tiempo ha ido confirmando. Una de esas ideas es la de la neolengua, objeto de la presente nota.
La neolengua (en el original, Newspeak) es una versión simplificada del inglés tradicional al que pretende sustituir y que se caracteriza por la eliminación de palabras que permitan desviarse del pensamiento único que emana del partido –también único, por supuesto– que detenta el poder. La estrategia es muy simple: si se elimina la palabra, se elimina su referente y, por tanto, el objeto o la idea que la palabra expresa; cuando la idea haya sido eliminada de la mente de la población, esta podrá ser dirigida, controlada y manipulada con mayor facilidad. Uno de los conceptos centrales de la neolengua es el doblepensar (doublethink), que denota la acción que realiza el individuo cuando cree algo que es manifiestamente falso, según se lee en el capítulo tres:
Su mente[4] se deslizó hacia el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, ser consciente de la verdad absoluta mientras se dicen mentiras cuidadosamente construidas, sostener simultáneamente dos opiniones que se anulan sabiendo que son contradictorias y creyendo en ambas, usar la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se reclama moralidad, creer que la democracia era imposible y que el Partido era el guardián de la democracia, olvidar lo que fuera necesario olvidar y luego volver a traerlo a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo: y sobre todo, aplicar el mismo proceso al proceso en sí mismo. Esa era la mayor sutileza: producir conscientemente la inconsciencia y luego, una vez más, volverse inconsciente del acto de hipnosis que se acaba de realizar. Incluso entender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar.[5]
Los seguidores de este blog habrán reparado quizá en que uno de los temas recurrentes del mismo es la inclusión de la ficción en la realidad hasta el punto de llegar a formar parte de la misma. A la hora de crear la neolengua Orwell se basaba en hechos reales en particular en el lenguaje utilizado por los regímenes totalitarios del periodo histórico que le tocó vivir[6] pero eso no es óbice para que anticipara las prácticas políticas de algunos –de muchos– gobiernos del siglo XXI, en las que el empleo del lenguaje políticamente correcto no es más que una inserción en el mundo de la no ficción de la ficticia neolengua. Cuando una realidad resulta incómoda para el poder no se actúa para cambiar la realidad, solo se le cambia el nombre: ya no hay crisis económica sino desaceleración o crecimiento negativo (¡todo un oxímoron, sí señor!); los sueldos se moderan; el paro es un fenómeno del siglo XX, porque en la actualidad las empresas optimizan sus recursos para aprovechar las sinergias; nuestra juventud no emigra en busca de trabajo, se fomenta la movilidad exterior; nuestros alumnos no suspenden –así que ya no hay fracaso escolar–, tan solo no evalúan positivamente; los matrimonios ni se separan ni se divorcian, simplemente suspenden temporalmente su convivencia o –más a la pata la llana– se dan un tiempo…
Todo esto viene a que el otro día oí por primera vez lo de nueva normalidad: lo excepcional convertido en normal. Si esto no es neolengua, que baje Orwell y lo vea.


[1] El análisis de esta idea constituye el eje central de un libro de 1920 al que hace algo más de treinta años le di muchas vueltas: Bury, John B[agnell]: La idea del progreso [The idea of progress. An inquiry into its origins and growth.- Traducción de Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri].- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 323), Madrid [1971].- 327 págs. (18 x 11).
[2] Huxley, Aldous: Un mundo feliz [Brave New World].- Traducción de Ramón Hernández.- DeBolsillo (Contemporánea), [Barcelona (2)12012].- 255 págs. (19 x 12,5).
[3] Orwell, George [seud. de Eric Arthur Blair]: 1984 [Nineteen Eighty-Four.- Traducción de Rafael Blázquez Zamora].- Ediciones Destino (Destinolibro n.º 54), [Barcelona 61984].- 318 págs. (18 x 11).
[4] La de Winston Smith, protagonista de la novela.
[5] His mind slid away into the labyrinthine world of doublethink. To know and not to know, to be conscious of complete truthfulness while telling carefully constructed lies, to hold simultaneously two opinions which cancelled out, knowing them to be contradictory and believing in both of them, to use logic against logic, to repudiate morality while laying claim to it, to believe that democracy was impossible and that the Party was the guardian of democracy, to forget whatever it was necessary to forget, then to draw it back into memory again at the moment when it was needed, and then promptly to forget it again: and above all, to apply the same process to the process itself. That was the ultimate subtlety: consciously to induce unconsciousness, and then, once again, to become unconscious of the act of hypnosis you had just performed. Even to understand the word 'doublethink' involved the use of doublethink. La traducción es mía.
[6] ¿Quién no recuerda la frase de Joseph Goebbels, ministro de propaganda del III Reich, cuando dijo aquello de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad? ¿Quién no recuerda los retoques fotográficos –los antecedentes prehistóricos del Photoshop, para entendernos– encargados por Stalin para borrar a Trotski de las fotos de la revolución de octubre?