domingo, 27 de marzo de 2016

De propaganda política (I)



El 5 de enero de 1066 moría el rey Eduardo el Confesor y la asamblea de notables elegía para sucederle a su cuñado Haroldo II Godwinson. El trono de Inglaterra tenía, sin embargo, otro pretendiente que acabaría resultando vencendor: Guillermo, duque de Normandía, llamado el Conquistador, que venció a Haroldo en la batalla de Hastings (14 de octubre de 1066). Guillermo, bastardo del duque Roberto I de Normandía, fue coronado como rey de Inglaterra en la abadía de Westminster –como la mayor parte de los reyes ingleses– el día de Navidad –como Carlomagno, como el emperador Otón III– de 1066.
Las crónicas normandas están llenas de argumentos que justifican la invasión: desde que Eduardo el Confesor había sancionado las pretensiones sucesorias de Guillermo hasta que Haroldo había jurado sobre reliquias sagradas apoyar a Guillermo como rey de Inglaterra a la muerte de Eduardo. Las crónicas sajonas niegan estos extremos: recalcan que Haroldo prestó juramento al haber sido hecho prisionero por Guillermo, tras encallar en las costas francesas, ­y que las susodichas reliquias estaban debajo de la mesa sin que pudieran ser vistas por el rehén, lo que invalidaba el juramento. No es el objeto de esta entrada las triquiñuelas jurídico-legales con que los ideólogos del nuevo rey legitimaban su acceso al trono: me interesa más la labor de propaganda. Esa labor se hace con un tapiz, para los iletrados, y con un libro, para los letrados.
Detalle del tapiz de Bayeux: Isti mirant stellam
El tapiz es el de Bayeux[1]. Ahora está en el Musée de la Tapisserie de Bayeux (siempre me acordaré de la carrera que tuve que echar para verlo porque el autobús en el que iba llegaba a la ciudad pasadas las cinco, cerraban a las seis y no quería perderme semejante maravilla), pero el lugar donde se exhibió originalmente, desde el 14 de julio de 1077, fue la catedral, para que fuera visto por todos. Es un enorme cómic de unos setenta metros de largo y medio metro de alto en que se narran en cincuenta y ocho escenas los hechos que llevaron a la batalla de Hastings y el desarrollo de la propia batalla. El esfuerzo propangandístico es enorme: está todo. Hay varias escenas que merecen ser examinadas con detenimiento; así, el juramento de fidelidad de Haroldo a Guillermo (Ubi Harold sacramentum fecit Willelmo duci se lee sobre una escena en que aparecen dos enormes relicarios); la aparición de un cometa al principio del reinado de Haroldo que se considera un augurio nefasto (Isti mirant stellam; hoy lo identificamos con el cometa Halley, pero ellos no podían saberlo); y la última escena, la muerte de Haroldo con una flecha atravesándole el ojo (Hic Harold rex interfectus est); entre medio, el desembarco de los normandos en Inglaterra y todo el desarrollo de la batalla. La secuencia es clara: alguien jura, ese juramento es en falso, los astros lo anuncian y ese alguien es vencido y muerto en el campo de batalla por el rey legítimo.
El libro está en latín, por supuesto. Se titula Historia regum Britanniæ[2]. Lo escribió un clérigo galés, Geoffrey de Monmouth (Galfridus Monemutensis). Guillermo I el Conquistador había muerto en 1087; lo habían sucedido sus hijos Guillermo II el Rojo (1087-1100) y Enrique I Beauclerc (1100-1135) y su nieto Esteban I de Blois (1135-1141); es en los primeros años de este último, entre 1136 y 1139, cuando
Ilustración de la Historia regum Britanniae
Monmouth escribe su libro. Su propósito aparente es simple: contar la historia de los britanos desde su orígenes hasta Cadvalandro, en el siglo VII. Su propósito latente es mucho más complejo: dotar a la dinastía anglonormanda fundada por Guillermo I de legitimidad histórica y mítica. El argumento sobre el que se funda es sencillo: los normandos son los sucesores naturales de los britanos, puesto que han conquistado la tierra que les perteneció, lo que ya en sí mismo es un mérito; ahora bien, los britanos descienden en línea directa de Bruto, bisnieto de Eneas, hijo de Venus –o de Afrodita, según la mitología romana o griega que se tome como referencia–; por consiguiente, los reyes de Inglaterra descienden directamente, como Augusto en la Eneida, de los dioses.
El libro de Monmouth es un texto fundamental, uno de los textos más fundamentales de toda la edad media: entre Bruto y Cadvalandro, el primero de los reyes y el último, algunos de los nombres fundamentales de la cultura europea. Citaré tres: Cimbelino, Lear, Arturo. Shakespeare sin Monmouth está cojo. Fue Monmouth quien dio el pistoletazo de salida al ciclo artúrico[3]: es la fuente de Chrétien de Troyes, de La quête du Graal, de La Morte D’Arthur de sir Thomas Malory, de Indiana Jones incluso; como se lee en el capítulo XIII de la primera parte del Quijote
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues de ese Artús que ha de volver es de quien descienden los britanos, los normandos, los reyes de Inglaterra, en suma. Serían medievales, pero de propaganda política sabían un rato largo.


[1] Una primera aproximación al sentido del tapiz puede hallarse (págs. 8-13) en Hagen, Rose - Marie y Rainer: Los secretos de las obras de arte. Tomo 1- [Traducción de Carmen Sánchez Rodríguez].- Taschen, Köln - etc. [2003].- 494 págs., ilustr. en color (25 x 20).
[2] Monmouth, Geoffrey de: Historia de los reyes de Britania [Historia regum Britanniæ].- Edición preparada por Luis Alberto de Cuenca [y Prado].- Ediciones Siruela (Selección de Lecturas Medievales n.º 8), Madrid 1984.- XX + 223 págs., 2 ilustr. en negro (23 x 14).
[3] La síntesis sobre el ciclo artúrico más asequible que conozco es García Gual, Carlos: Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda. Análisis de un mito literario.- Alianza Editorial (El libro de bolsillo, Biblioteca artúrica n.º BT 8709), [Madrid (1)1 2003].- 219 págs., 8 láminas en color (17,5 x 11).

domingo, 20 de marzo de 2016

Juegos de espejos



Primera edición de la primera parte del Quijote


Las estéticas barrocas plantean la inexistencia de una línea divisoria entre lo que, desde una posición filosóficamente más realista, denominamos realidad y ficción. Cuando leemos, pongo por caso, Le comte de Monte-Cristo, estamos razonablemente seguros de que existen dos universos paralelos: más allá de la superficie del papel está el mundo de Edmond Dantès y del abate Faria, del castillo de If y de los salones parisinos, de los nobles y los banqueros de la Restauración francesa; más acá de la superficie del papel estamos nosotros, los lectores, confortablemente instalados en nuestra butaca, disfrutando de la peripecia con la seguridad de sabernos espectadores de una historia le pasa a otro. Cuando nos adentramos en el Quijote[1], los límites se rompen: en el capítulo LIX de la segunda parte el hidalgo tiene en sus manos la falsa continuación de sus aventuras, lo que hace que desista de asistir a unas justas en Zaragoza diciendo:
—Por el mismo caso […] no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
Así, el Quijote de Avellaneda, que está más acá de la superficie del papel, cambia la historia que está más allá de dicha superficie.  A mayor abundamiento, poco después (capítulo LXII de la segunda parte) don Quijote llega a Barcelona y entra en una imprenta:
Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro, y, preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas.
Velázquez, Las Meninas
—Ya yo tengo noticia deste libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
La historia verdadera es la fingida, la escrita por Cervantes (perdón, por Cide Hamete Benengeli: multipliquemos el juego de las autorías, reales o fingidas, ad infinitum); la de Avellaneda, que existe en la realidad, es cualquier cosa menos verdadera.
Sigamos en el barroco y sentémonos ante Las Meninas[2]: el pintor de cámara, Velázquez, está pintando a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, según vemos en el espejo del fondo; nosotros, los espectadores, compartimos el espacio de los retratados mientras vemos el bastidor en que se sostiene el lienzo: la presencia de ese bastidor en mitad del cuadro provoca que lo que está más acá de la superficie pintada –nuestro mundo real– se convierta en lo pintado, en lo fingido, mientras que lo que está más allá de la superficie pintada se pueble de personajes –la infanta Margarita, las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, los enanos Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, la dama de honor Marcela de Ulloa, el aposentador José Nieto, el propio Velázquez y un mastín que entrecierra los ojos sabiéndose inmortal– que observan cómo se pinta la realidad del más acá. En último término, lo real y lo irreal se confunden en una sola realidad.
Jorge Luis Borges
Borges, al que fascinaban estos juegos de espejos, imaginó una sociedad de sabios que creó un mundo ab nihilo e insertó objetos del mundo creado en nuestro mundo real[3]; el mismo Borges, en el ensayo “La flor de Coleridge”[4], reproduce una nota del poeta inglés en que  se lee lo siguiente:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
Julio Cortázar
Todas estas reflexiones han venido motivadas por el descubrimiento de un cuento de 1964 de Julio Cortázar, “Continuidad de los parques”[5], en la que el protagonista, arrellanado en su sillón favorito, se enfrasca en la conclusión de una novela totalmente absorbente; en solo dos páginas Cortázar consigue construir un relato en el que el límite entre lo real y lo irreal no es que sea difuso, es que directamente no existe. No quiero destripar el relato (creo que esto en inglés se llama spoiler): mi objeto es provocar la curiosidad que anime a su lectura.[6]

[1] La edición del Quijote que siempre he utilizado es la que compré en mis años escolares y que aún conservo, casi desencuadernada y con un montón de notas manuscritas a lápiz: Cervantes [Saavedra], Miguel de: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.- Edición, introducción y notas de Martín de Riquer [Morera].- Planeta (Clásicos Universales Planeta n.º 1), [Barcelona 2 1981].- LXXXVIII + 1183 págs., 2 ilustr. en negro (17,5 x 11,5). El valiosísimo contenido de las notas de esa edición se puede consultar en el siguiente volumen: Riquer [Morera], Martín de: Aproximación al Quijote.- Prólogo de Dámaso Alonso [y Fernández de las Redondas].- Salvat Editores, S. A. - Alianza Editorial, S. A. (Biblioteca Básica Salvat n.º 49), [Estella 1970]. No obstante, y saltando por encima de mis querencias sentimentales como lector, debo reconocer que las bibliotecas digitales proporcionan una enorme cantidad de recursos para aproximarse al texto cervantino: desde el facsímil de la edición príncipe por parte de la Biblioteca Nacional (http://quijote.bne.es/libro.html) hasta la edición crítica del Centro Virtual Cervantes dirigida por Francisco Rico (http://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote). Quien no lea el Quijote es porque no quiere.
[3] “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Ficciones. Relatos.- Planeta (Narrativa n.º 12), [Barcelona 1979].- 187 págs. (21 x 13).
[4] Incluido en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Otras inquisiciones.- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 604), Madrid [4 1985].- 194 págs. (18 x 11).
[5] Está incluido en Los relatos (2), Alianza Editorial, S. A., Madrid, pero lo descubrí en las págs. 15-16 del volumen conmemorativo del octogésimo quinto aniversario de la Casa del Libro y cuya ficha reproduzco: Cercas [Mena], Javier; Cortázar [Descotte], Julio [Florencio]; Azúa [Comella], Félix de; García Hortelano, Juan; Hanff, Helene; Heller, Joseph; Hemingway, Ernest; James, P[hyllis] D[orothy]; Kafka, Franz; Khadra, Yasmina [seud. de Mohammed Moulessehoul]; Manguel, Alberto; Millás [García], Juan José; Trapiello, Andrés [García]; Parker, Dorothy; Peri Rossi, Cristina; Poe, Edgar Allan; Rodari, Gianni; Savater [Ortiz], Fernando [Fernández - ]; Sabato [Ferrari], Ernesto; Tusquets, Esther; Vázquez Montalbán, Manuel; Vila - Matas, Enrique; Zambrano [Alarcón], María; y Zschirnt, Christiane: BiblioRelatos.- [Casa del Libro, Barcelona 2008].- 255 págs. (19 x 12,5).

domingo, 13 de marzo de 2016

Una visita al Museo Arqueológico Nacional



Algún seguidor del blog me ha escrito reclamándome la entrada del fin de semana pasado, pero el fin de semana pasado no tuve ni un minuto para ponerme a escribir: el grupo de amigos de toda la vida (y no es una hipérbole: nos conocemos desde hace cuarenta años, sobre poco más o menos) homenajeamos nuestra  amistad con una escapada gastronómica a Madrid y a Toledo, que resultó más que satisfactoria tanto desde el punto de vista personal como del de la calidad, abundancia y variedad de las viandas degustadas. Pero como no solo de pan vive el hombre, algún refrigerio cultural también cayó; puesto que este es un blog sobre libros y sobre historias –no sobre gastronomía, de momento, pero todo se andará– me voy a circunscribir a algunas cosas que vimos en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid[1] y que me llamaron especialmente la atención.
Vaya por delante que el Arqueológico Nacional es un museo que me gusta mucho, no tanto por las piezas que alberga –que también–, sino por su concepción museística; hasta 2008 tenia la disposición de los museos decimonónicos, seria, doctoral y rancia; tras su reforma y reapertura en 2013, es uno de los mejor resueltos que conozco: han conseguido crear un espacio cómodo, diáfano, bien iluminado y dotado con una serie de presentaciones audiovisuales de forma que las piezas expuestas llaman la atención del visitante, resultan atractivas y despiertan su curiosidad, y eso que los bifaces achelenses y las puntas de flecha epipaleolíticas no son precisamente espectaculares.
Dama de Elche


Dama de Baza
Sí lo son las esculturas ibéricas: tanto la Dama de Elche (ss. V-IV a. C.) como la Dama de Baza (s. IV) parecen la versión local de la Nefertiti del Museo de Pérgamo de Berlín: siempre están rodeadas de curiosos. Pero en esta entrada no voy a deternerme necesariamente en las piezas más conocidas, sino en algunas que, por una u otra causa, me llamaron la atención. Comienzo con dos esculturas de la edad media, aunque separadas por cuatro siglos: el Crucifijo de don Fernando y doña Sancha (anterior a 1063) y la estatua orante de Pedro I el Cruel de Castilla (s. XV). Ambas me gustan por la misma razón: las encuentro enormemente expresivas. La cara del Cristo románico y, en especial, sus ojos, no son las de un ajusticiado a punto de morir, sino las de alguien que está totalmente vivo y que nos mira desde su propia vitalidad. La faz de Pedro I es, por el contrario, hiératica, característica de la que, paradójicamente, nace su expresividad, una expresividad de ultratumba; es un retrato realista que no idealiza al personaje de acuerdo a determinados cánones estéticos: a mí siempre me ha evocado un reinado oscuro marcado por las guerras civiles y por la trágica muerte del rey en Montiel.
Crucifijo de don Fernando y doña Sancha
Estatua orante de Pedro I el Cruel
Ahora, dos piezas relacionadas con Aragón. En primer lugar, el busto en porcelana de Pedro Pablo Abarca de Bolea, X conde de Aranda (c.1790) realizado en la Real Fábrica de Alcora; dicho establecimiento era, dicho sea de paso, una manufactura real creada por el IX conde de Aranda –el padre del conde que nos ocupa– en 1727. Este retrato me gusta por varias razones: porque se reproduce en todos los manuales y siempre es reconfortante encontrarte con algo familiar, como si fuera un viejo conocido; porque el político aragonés me ha caído bien de toda la vida –a pesar de sus maquiavelismos políticos se opuso al ascenso a Godoy, y eso siempre me ha parecido un mérito, viniere de quien viniere–; y porque cada vez que, estando en Zaragoza, paso por la calle conde de Aranda haciendo esquina con César Augusto –y paso muchas veces– y veo el busto que la asociación local de comerciantes ha erigido al conde, sonrío al reconocer la fuente iconográfica del que procede.
Busto del X conde de Aranda
La otra obra relacionada con Aragón es una maqueta en cinc repujado de la Torre Nueva de Zaragoza, datada antes de 1874 y procedente del taller de Valero Tiestos. La Torre Nueva era un campanario mudéjar construido entre 1504 y 1512; poco después de su inauguración, comenzó a inclinarse como si estuviera en Pisa; tremendamente unida a la historia de la ciudad, constituyó su símbolo hasta que fue demolida en 1892 por orden del ayuntamiento. Los zaragozanos no hemos conseguido olvidarla.
Valero Tiestos, maqueta de la Torre Nueva
Dos pinturas que me parecieron muy divertidas: del Retablo de san Martín de Tours (s. XV, procedente de la iglesia parroquial de Nueno, Huesca) de Pedro de Zuera y Juan de la Abadía el Joven, me encantó una de las figuras de la predela que representa a un demonio en forma de mujer –se sabe que es un demonio por una especie de cuernecillos que le salen de la cabeza–; y en la Misa de san Gregorio (s. XV, procedente del retablo del monasterio de santa Clara de Campos, Palencia), atribuido a Juan de Nalda, disfruté un montón paseando la vista por el muestrario de exvotos que rodean a Cristo; estoy seguro que esa no era la intención del pintor, pero no pude evitarlo.
Pedro de Zuera y Juan de la Abadía, el Joven, Retablo de san Martín de Tours

Hojas de tabaco utilizadas como medio de pago
Y para terminar, uno de los grandes aciertos, a mi juicio, del museo: la sección, ubicada entre las plantas primera y segunda, dedicada a la historia del dinero; ojo: no es una sección de numismática –aunque hay muchas monedas– sino de dinero en general: billetes, cajas de caudales, balanzas de cambistas, tarjetas de crédito, libros de contabilidad y elementos que han servido como medios de pago en diferentes espacios y tiempos: así, las hojas de tabaco de la foto adjunta. Estuve buscando los collares de concha a los que me refería en una entrada anterior, pero entre que la exposición ocupa las últimas salas, que no iba solo y que se hacía la hora de comer, me faltó tiempo y no los encontré. Prometo que en la próxima visita que haga empezaré por aquí, los buscaré y les haré la correspondiente instantánea.