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martes, 8 de agosto de 2017

Sobre "El gigante enterrado" de Kazuo Ishiguro



Hay novelas que uno las aborda con una idea preconcebida, buscando determinadas cosas –personajes, situaciones, ambientes– y luego la novela hace con uno lo que quiere y le lleva por donde le da la gana. Esto es lo que me ha pasado con El gigante enterrado (2015) de Kazuo Ishiguro. Del examen de la contraportada de la edición que manejo[1] se infiere que es una narración que transcurre en el universo artúrico, así que, con lo que a mí me va el tema –ya he escrito sobre él en alguna ocasión–, comencé su lectura con la idea de que básicamente se trataría de una recreación contemporánea de las aventuras de viejos conocidos –Arturo, Ginebra, Lanzarote, Merlín…– de esos que han conformado el sustrato de la cultura europea durante siglos.
Pues no. O no solo. Es bastante más. Lo del universo artúrico es una excusa argumental para construir una sólida reflexión sobre los temas fundamentales del hombre y de la literatura: sobre la historia, sobre la guerra, sobre la muerte y, de manera muy principal –y no me lo esperaba en un relato de estas características–, sobre el amor: El gigante enterrado es, sobre todo, una novela de amor.
Kazuo Ishiguro
La acción transcurre en una Inglaterra mítica de cronología nebulosa: se dice que Merlín y Arturo han muerto[2] y que, de los caballeros de la Mesa Redonda, el único que sobrevive –y que aparece en la novela– es el sobrino del rey, sir Gawain[3]. O sea, en la segunda mitad del siglo VI. Hay tres círculos de personajes centrales: por un lado, una pareja de ancianos, Axl y Beatrice, que emprenden un viaje –que se presume corto pero que atraviesa toda la narración– para buscar un hijo al que casi ni recuerdan; en segundo lugar, un guerrero sajón, Wistan, y un joven, Edwin, que ha sido mordido por un dragón hembra, Querig, y al que Wistan toma como discípulo en el arte de la guerra; y por último, un sir Gawain muy anciano, a veces casi ridículo, que funciona como engarce con el ciclo artúrico y cuya pareja, por mor de la simetría narrativa, es su caballo Horace. Los tres grupos de personajes pasan la mayor parte de la novela compartiendo las jornadas de viaje de Axl y Beatrice, pero, según avanza la narración, comienzan a compartir –al menos aparentemente– un objetivo común que en buena medida se convierte en la justificación del propio viaje: matar a Querig, que emana una especie de niebla de singulares efectos: provoca en quien la respira el olvido de su pasado.
Es esta niebla –junto con el viaje– el motivo temático que articula todo el relato. La niebla apareció tras la victoria de Arturo sobre los sajones, lo que ha hecho que estos olvidaran la masacre cometida por los britanos sobre sus ancianos, sus mujeres y sus niños y ha dado origen, además, a un largo periodo de paz entre ambos pueblos porque nadie se acuerda de lo que pasó en la guerra. Y por eso Wistan, enviado por su rey, quiere acabar con el dragón: para que su pueblo recuerde su historia y tome venganza sobre los britanos. El dilema ético al que se enfrentan los personajes –y el lector, con ellos– en el plano social es evidente: ¿se debe recordar el pasado –se debe matar al dragón– aun a costa de una nueva guerra o es la paz un bien superior a cualquier otro, incluido el recuerdo de la propia historia?
Es también en la niebla donde se enmarca la historia de amor entre los dos ancianos: Axl muestra hacia Beatrice una ternura que va creciendo a lo largo de la novela y que alcanza su culminación en la escena final, ya anticipada en la primera parte del relato: la pareja tiene que embarcar en un pequeño esquife en el  que no caben ambos hacia una isla donde quizá habite su hijo, pero se niegan a hacerlo por separado en dos viajes sucesivos –las reminiscencias clásicas del tema del barquero son evidentes–; pero ambos temen que ese amor no sería tan fuerte si en él no mediara el olvido nacido de la niebla: en el transcurso de la novela aparecen retazos de recuerdos del pasado común que dejan entrever una relación llena de dificultades y –para entremezclar más aún temas y motivos– en el que Axl desempeña un papel relevante como caballero de Arturo en las guerras entre britanos y sajones. El dilema ético del plano personal es, en este sentido, paralelo al del plano social: ¿se debe recordar el pasado –se debe matar al dragón– aún a costa de la felicidad conyugal o es el amor un bien superior a cualquier otro, incluido el recuerdo de la vida en común de la propia pareja?
En cuanto a sir Gawain, es el único que recuerda claramente la historia –la historia común y la suya personal–: en consecuencia, es el único cuyas acciones responden a una motivación definida y asumida; el lector me permitirá no desvelar más sobre el particular porque constituye uno de los resortes narrativos más eficaces del relato.
Quiero destacar, para concluir, un aspecto que me ha parecido básico en la construcción de El gigante enterrado: el estilo. A pesar de tratarse de una traducción del inglés, se percibe una notable voluntad de estilo que reproduce en el plano lingüístico lo que se cuenta en el plano argumental. Es un estilo lento, moroso –ojo, no pesado–, de párrafo largo, minucioso y desdibujado al tiempo, con cambios de punto de vista –en determinado momento, se sustituye la tercera persona narrativa por una primera persona en la que sir Gawain toma la palabra–; es un estilo que, desde mi punto de vista, pretende que el lector se sienta como si leyera en mitad de un banco de niebla.


[1] Ishiguro, Kazuo: El gigante enterrado [The Buried Giant].- Traducción de Mauricio Bach.- Editorial Anagrama (Panorama de narrativas n.º 935), Barcelona [2016].- 365 págs. (22 x 14).
[2] Según la tradición, Arturo murió –o fue llevado a la isla de Avalón, lo que viene a ser lo mismo– a manos de su hijo Mordred en la batalla de Camlann, en 537.
[3] El Galván de la tradición hispánica.

domingo, 27 de marzo de 2016

De propaganda política (I)



El 5 de enero de 1066 moría el rey Eduardo el Confesor y la asamblea de notables elegía para sucederle a su cuñado Haroldo II Godwinson. El trono de Inglaterra tenía, sin embargo, otro pretendiente que acabaría resultando vencendor: Guillermo, duque de Normandía, llamado el Conquistador, que venció a Haroldo en la batalla de Hastings (14 de octubre de 1066). Guillermo, bastardo del duque Roberto I de Normandía, fue coronado como rey de Inglaterra en la abadía de Westminster –como la mayor parte de los reyes ingleses– el día de Navidad –como Carlomagno, como el emperador Otón III– de 1066.
Las crónicas normandas están llenas de argumentos que justifican la invasión: desde que Eduardo el Confesor había sancionado las pretensiones sucesorias de Guillermo hasta que Haroldo había jurado sobre reliquias sagradas apoyar a Guillermo como rey de Inglaterra a la muerte de Eduardo. Las crónicas sajonas niegan estos extremos: recalcan que Haroldo prestó juramento al haber sido hecho prisionero por Guillermo, tras encallar en las costas francesas, ­y que las susodichas reliquias estaban debajo de la mesa sin que pudieran ser vistas por el rehén, lo que invalidaba el juramento. No es el objeto de esta entrada las triquiñuelas jurídico-legales con que los ideólogos del nuevo rey legitimaban su acceso al trono: me interesa más la labor de propaganda. Esa labor se hace con un tapiz, para los iletrados, y con un libro, para los letrados.
Detalle del tapiz de Bayeux: Isti mirant stellam
El tapiz es el de Bayeux[1]. Ahora está en el Musée de la Tapisserie de Bayeux (siempre me acordaré de la carrera que tuve que echar para verlo porque el autobús en el que iba llegaba a la ciudad pasadas las cinco, cerraban a las seis y no quería perderme semejante maravilla), pero el lugar donde se exhibió originalmente, desde el 14 de julio de 1077, fue la catedral, para que fuera visto por todos. Es un enorme cómic de unos setenta metros de largo y medio metro de alto en que se narran en cincuenta y ocho escenas los hechos que llevaron a la batalla de Hastings y el desarrollo de la propia batalla. El esfuerzo propangandístico es enorme: está todo. Hay varias escenas que merecen ser examinadas con detenimiento; así, el juramento de fidelidad de Haroldo a Guillermo (Ubi Harold sacramentum fecit Willelmo duci se lee sobre una escena en que aparecen dos enormes relicarios); la aparición de un cometa al principio del reinado de Haroldo que se considera un augurio nefasto (Isti mirant stellam; hoy lo identificamos con el cometa Halley, pero ellos no podían saberlo); y la última escena, la muerte de Haroldo con una flecha atravesándole el ojo (Hic Harold rex interfectus est); entre medio, el desembarco de los normandos en Inglaterra y todo el desarrollo de la batalla. La secuencia es clara: alguien jura, ese juramento es en falso, los astros lo anuncian y ese alguien es vencido y muerto en el campo de batalla por el rey legítimo.
El libro está en latín, por supuesto. Se titula Historia regum Britanniæ[2]. Lo escribió un clérigo galés, Geoffrey de Monmouth (Galfridus Monemutensis). Guillermo I el Conquistador había muerto en 1087; lo habían sucedido sus hijos Guillermo II el Rojo (1087-1100) y Enrique I Beauclerc (1100-1135) y su nieto Esteban I de Blois (1135-1141); es en los primeros años de este último, entre 1136 y 1139, cuando
Ilustración de la Historia regum Britanniae
Monmouth escribe su libro. Su propósito aparente es simple: contar la historia de los britanos desde su orígenes hasta Cadvalandro, en el siglo VII. Su propósito latente es mucho más complejo: dotar a la dinastía anglonormanda fundada por Guillermo I de legitimidad histórica y mítica. El argumento sobre el que se funda es sencillo: los normandos son los sucesores naturales de los britanos, puesto que han conquistado la tierra que les perteneció, lo que ya en sí mismo es un mérito; ahora bien, los britanos descienden en línea directa de Bruto, bisnieto de Eneas, hijo de Venus –o de Afrodita, según la mitología romana o griega que se tome como referencia–; por consiguiente, los reyes de Inglaterra descienden directamente, como Augusto en la Eneida, de los dioses.
El libro de Monmouth es un texto fundamental, uno de los textos más fundamentales de toda la edad media: entre Bruto y Cadvalandro, el primero de los reyes y el último, algunos de los nombres fundamentales de la cultura europea. Citaré tres: Cimbelino, Lear, Arturo. Shakespeare sin Monmouth está cojo. Fue Monmouth quien dio el pistoletazo de salida al ciclo artúrico[3]: es la fuente de Chrétien de Troyes, de La quête du Graal, de La Morte D’Arthur de sir Thomas Malory, de Indiana Jones incluso; como se lee en el capítulo XIII de la primera parte del Quijote
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues de ese Artús que ha de volver es de quien descienden los britanos, los normandos, los reyes de Inglaterra, en suma. Serían medievales, pero de propaganda política sabían un rato largo.


[1] Una primera aproximación al sentido del tapiz puede hallarse (págs. 8-13) en Hagen, Rose - Marie y Rainer: Los secretos de las obras de arte. Tomo 1- [Traducción de Carmen Sánchez Rodríguez].- Taschen, Köln - etc. [2003].- 494 págs., ilustr. en color (25 x 20).
[2] Monmouth, Geoffrey de: Historia de los reyes de Britania [Historia regum Britanniæ].- Edición preparada por Luis Alberto de Cuenca [y Prado].- Ediciones Siruela (Selección de Lecturas Medievales n.º 8), Madrid 1984.- XX + 223 págs., 2 ilustr. en negro (23 x 14).
[3] La síntesis sobre el ciclo artúrico más asequible que conozco es García Gual, Carlos: Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda. Análisis de un mito literario.- Alianza Editorial (El libro de bolsillo, Biblioteca artúrica n.º BT 8709), [Madrid (1)1 2003].- 219 págs., 8 láminas en color (17,5 x 11).