domingo, 17 de marzo de 2019

Sobre la imagen del poder (II): un paseo por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando



La Fe

A tenor de las estadísticas que ofrece la plataforma donde alojo este blog, la entrada más popular –la que ha recibido más visitas­– es la que publiqué el 28 de febrero de 2016; en ella especulaba con que una escultura que puede contemplarse en el Museo del Prado, Isabel II, velada (1855), de Camillo Torreggiani, respondiera a la iconografía canónica de la religión y que escondiera el propósito de mostrar a Isabel II de España como la defensora de la fe católica. Esta pretensión de la reina, dicho sea solo de paso, la describe magníficamente Valle-Inclán en “La Rosa de Oro”, libro segundo del tomo primero (“La corte de los milagros”) de El ruedo ibérico[1], si bien los hechos narrados se refieren a una época posterior del reinado, el de los últimos meses de Isabel II como soberana de España.
Pues bien, visitando otro de los museos madrileños que frecuento, el de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, hallo una obra que me recuerda enormemente a la de Torreggiani y que me reafirma en la hipótesis que planteé entonces: se trata de La Fe (1752 a 1753) de Luis Salvador Carmona. El modelo iconográfico es claramente el mismo y el título –aunque según la ficha técnica[2] su denominación anterior fue Vestal– hace referencia a la fe por antonomasia en la España del XVIII, la católica. La lectura de su cartela aporta, además, otros datos de interés:
Este busto de mujer cubierta por un velo, magníficamente trabajada, representa la Fe. Es probable que Salvador Carmona, mientras trabajaba en el Palacio de San Ildefonso de La Granja (Segovia), conociera una escultura atribuida a Antonio Corradini, un escultor italiano del siglo XVIII que se hizo famoso por sus estatuas veladas, y la copiara.
Si el lector tiene la amabilidad de revisar mi entrada anterior, podrá comprobar que mi amigo Jesús, el muniqués de adopción, me había señalado a Corradini como posible fuente de Torreggiani. Quizá el español Luis Salvador Carmona sea el eslabón iconográfico perdido entre los dos escultores italianos.
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Familia de esqueletos
Frente a La Fe se puede contemplar un cuadro verdaderamente delicioso. Bueno, delicioso si a uno le gusta el humor negro; si no, se trata de una pintura verdaderamente horrible: Familia de esqueletos, de José López Enguidanos y Perlés (1760-1812)[3]. Al parecer, López Enguidanos dedicó buena parte de su trabajo a los estudios anatómicos aplicados al dibujo y a la pintura, y de ello es prueba esta obra. No tiene nada que ver con la imagen del poder, pero en mis visitas a la Academia no puedo dejar de pararme ante este óleo y preguntarme si realmente se trata de un estudio de anatomía o si responde a ese gusto morboso por la muerte tan propio del prerromanticismo europeo. Estos cuatro esqueletitos son tan tiernamente domésticos…
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Unas pocas salas más allá de donde se exhiben La Fe y Familia de Esqueletos se ubica una obra que, a mi juicio, carece de valor artístico pero que presenta un enorme valor testimonial desde el punto de vista que estoy intentando abordar, es decir, desde la imagen que el poder quiere dar de sí mismo: me refiero a Árbol genealógico de la ascendencia de Godoy (1804) de Cayetano Rodríguez[4]. Si hay alguien que se haya encumbrado a lo más alto partiendo desde una posición tan baja, ese es Godoy: siempre fue considerado, tanto por sus contemporáneos como por gran parte de la historiografía[5], como un advenedizo. Por el contrario, el todopoderoso ministro que llegó a titularse Príncipe de la Paz y que emparentó con la casa real por su matrimonio con María Teresa de Borbón y Vallabriga siempre se presentó como del más rancio abolengo. A este respecto, resulta revelador el capítulo II (“Mi nacimiento, mi casa y los primeros años de mi vida”) de la primera parte de sus Memorias[6], donde puede leerse
Fueron mis padres don José de Godoy y doña Antonia Álvarez de Faria; su clase, la de nobles […].[7]
Con ese de nobles queda todo dicho, porque no es lo mismo alta que baja nobleza, y la supresión del adjetivo no parece casual. Más adelante puede leerse
Agraciado por el señor don Carlos IV con la Cruz de la Orden Militar de Caballeros de Santiago, donde nadie es recibido sin probar nobleza no interrumpida en sus ocho grados, hizo el Orden mis pruebas con su rigidez inflexible, y en ellas encontraron otros muchos de mis mayores, condecorados de igual modo y aun en grado más alto, uno de ellos Pedro Muñiz Godoy, maestre que fue de las dos Órdenes Militares de España que haya acumulado dos maestrazgos. Favorecido que fui después más ampliamente y elevado a la grandeza, el Supremo Consejo de Castilla, a quien competía hacer las pruebas para el recibimiento, en esta clase, practicadas éstas con la severidad que acostumbraba aquel Consejo, expuso al rey que en muchos años no se había ofrecido una prueba de nobleza más completa. Estas pruebas se repitieron muchas veces cuando me honró el rey con otras varias distinciones que requerían estas solemnidades rigorosas.[8]
Dentro de este empeño de Godoy de mostrar su alta estirpe se inserta el cuadro que me ocupa, Árbol genealógico de la ascendencia de Godoy; es un óleo de más de tres metros de alto por más de dos metros de ancho –ocupa una pared de arriba abajo– en el que, a modo de árbol de Jesé, el príncipe de la Paz ocupa la casilla numerada con el 413 de un total de cuatrocientos diecinueve compartimentos con otros tantos nombres de ascendientes y descendientes. El rótulo informativo con el que la Academia aclara la intención de la obra no tiene desperdicio:
Árbol genealógico de la ascendencia de Godoy
Sobre Godoy escribe, irónico, el embajador francés: “Los genealogistas han probado (…) que los Godoy tienen estrecho parentesco con las Casas de Estuardo y de Baviera y que descienden de los reyes de Portugal.” Una cartela, acompañada del incienso adulador, reza: “Ex.mo S.or / D. Manuel de Godoy, Príncipe de la Paz &a. Grande de España / de 1.ª Clase Caballero de las Insignes Ordenes que demuestra su / Escudo: Consejero de Estado, Gentil Hombre de Camara con / Exercicio: Generalismo [sic] de Mar y Tierra: Coronel General de Suizos. &.a &.a”. Desde sus padres “D. Josef de Godoy y Rios” y “D.a Antonia Albarez de Faria Sanchez de Sarzosa”, la enorme genealogía llega hasta parentescos imaginarios con Fernán González y Alonso III de Portugal, entre otros. El escudo ostenta las cruces de Cristo, de Santiago y de San Juan de Jerusalén (Malta), los collares del Toisón y de Carlos III. Sobre la corona de príncipe, el dios bifronte Juno simboliza al estadista que conociendo el pasado gobierna el porvenir. La cenefa, inacabada, muestra docenas de apellidos y escudos nobiliarios.
No sé si es posible superar el nivel de autobombo alcanzado por Godoy al encargar esta obra. ¿Por qué los poderosos tienden a olvidar aquel fragmento del capítulo XLII del Quijote, el titulado “De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas”?:
Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.[9]


[1] Valle - Inclán, Ramón [María] del [seud. de Ramón Valle Peña]: El ruedo ibérico.- Edición de Diego Martínez Torrón.- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 772), [Madrid 2017].- 940 págs. (21 x 13,5). La sección “La Rosa de Oro” ocupa las páginas 76 a 102 de esta edición y su título hace referencia a la concesión a la reina, por parte del papa Pío IX, de la distinción pontificia de dicho nombre.
[5] Sobre los orígenes familiares de Godoy, cf. págs. 9-10 de Madol, Hans Roger: Godoy [Godoy.- Trad. de G. Sans Huelin y M. Sandmann].- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 11), Madrid [1966].- 282 págs. (18 x 11); págs. 33-34 de Seco Serrano, Carlos: Godoy. El hombre y el político.- Prólogo de Miguel Artola Gallego.- Espasa - Calpe, S. A. (Selecciones Austral n.º 34), Madrid 1978.- 222 págs., ilustr. en negro (17,5 x 11); y págs. 53-62 de La Parra López, Emilio: Manuel Godoy. La aventura del poder.- [Prólogo de Carlos Seco Serrano].- Tusquets editores (Fábula n.º 239), [Barcelona 2005].- 583 págs. (21 x 14). Aunque se trata de tres biografías que presentan al personaje desde ópticas diferentes (si Madol es una de las principales fuentes secundarias para la difusión de la leyenda negra que hace de Godoy la fuente de prácticamente todos los males de España, La Parra, por el contrario, adopta una postura que en buena medida pretende rehabilitar al personaje), las tres coinciden en que el origen del biografiado hay que buscarlo en la baja nobleza provinciana.
[6] Godoy [y Álvarez de Faria, Manuel]: Memorias de ---. Primera edición abreviada de Memorias críticas y apologéticas para la historia del reinado del Señor D. Carlos IV de Borbón.- Estudio preliminar y edición [de] Enrique Rúspoli Morenés.- La Esfera de los Libros, [Madrid 2008].- CXIII + 935 págs., láminas en color (25 x 16,5); en notas posteriores citaré con la paginación de esta edición.
[7] Memorias, pág. 12.
[8] Memorias, págs. 12-13.
[9] Cito a partir de la edición digital de www.cervantesvirtual.com basada en la edición de Madrid, Ediciones de La Lectura, 1911-1913: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-ingenioso-hidalgo-don-quijote-de-la-mancha-6/html.

martes, 5 de marzo de 2019

Sobre cuartos cerrados


El problema es el clásico entre los clásicos: una habitación totalmente cerrada, un cadáver ­­–o más de uno– con muestras de haber sido violentamente asesinado, la absoluta imposibilidad de que el asesino pueda haber abandonado la estancia tras haber cometido el crimen. Además, es preciso un elemento adicional: un detective de excepcionales condiciones intelectuales que dé explicación racional a lo inexplicable.
No debe confundirse el problema de cuarto cerrado (en terminología inglesa, loocked room mystery) con el de espacio cerrado: en este último la víctima, los sospechosos y, en ocasiones, el detective, conviven en un espacio que está o que ha quedado incomunicado con el exterior; piénsese, por ejemplo, en los clásicos de Agatha Christie: en Asesinato en el Orient Express[1] (1934) la acción transcurre en un tren aislado por una tormenta de nieve, lo que provoca que el detective Hercule Poirot –y con él, el lector– circunscriba el número de sospechosos a quienes viajan en el vagón del asesinado; o en Diez negritos[2] (1939), ambientada en una isla cuyo aeropuerto ha tenido que ser temporalmente cerrado y cuyos diez únicos habitantes van siendo sucesivamente asesinados hasta que, al final del relato, ninguno queda vivo. No, no se trata de eso: el problema de cuarto cerrado implica un cadáver en una habitación de la que ni se puede entrar ni se puede salir, al menos aparentemente.[3]
En varias ocasiones, en este mismo blog, me he referido al relato fundacional del género policiaco, “The Murders in the Rue Morgue”[4] (Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, diciembre de 1841); pues bien, es, además, la primera narración de cuarto cerrado de la historia: el chevalier C. Auguste Dupin debe resolver el asesinato de madame L'Espanaye y de su hija, mademoiselle Camille L'Espanaye, cuyos cuerpos son hallados en su apartamento parisino, cerrado por dentro; la policía oficial, como suele suceder en estos casos, se muestra incapaz de resolver el enigma y será precisa la intervención del diletante para establecer cómo la habitación no era tan inaccesible como parecía.
La época anterior a la Primera Guerra Mundial y la edad de oro de la novela policiaca son prolíficas en este tipo de historias: piénsese, por ejemplo, en “The Adventure of the Speckled Band”[5] (1892), octava de las doce narraciones que se incluyen en The Adventures of Sherlock Holmes y que se suele traducir al español como “La banda de lunares”; piénsese en El misterio del cuarto amarillo[6] (1907) de Gaston Leroux, considerada por Fereydoun Hoveyda como una de las mejores novelas sobre el problema del recinto cerrado[7]; o piénsese en la obra prácticamente completa del norteamericano John Dickson Carr (1906-1977), bien bajo este nombre, bien bajo el seudónimo –bastante transparente– de Carter Dickson, y que, en palabras de Héctor Malverde, ha sido considerado uno de los maestros del así llamado «misterio de habitación cerrada»[8].
A partir de la década de 1930 las nuevas tendencias de la narrativa policiaca la llevó por nuevos caminos, los de la novela negra –cuyos padres fundadores son, según se sabe, Dashiell Hammett y Raymond Chandler–, en la que la resolución de la identidad del criminal dejó de ser el fin último del relato. Aunque la novela problema no desapareció ni de las preferencias del público ni de los anaqueles de las librerías, la novela negra acaparó el favor de los lectores más jóvenes, la mayor parte de la atención de la crítica especializada y generalista y el mayor número de adaptaciones cinematográficas, lo que motivó que los problemas de cuarto cerrado fueran convirtiéndose en una especie de piezas de museo, visitados por algunos cultivadores del modelo clásico –como el citado John Dickson Carr– pero sin mayor trascendencia literaria… hasta el año 2000, el último año del siglo XX, en que Umberto Eco publicó su cuarta novela, Baudolino.
Federico Barbarroja con sus hijos, miniatura del Welfenchronik (1179-1191, Landesbibliothek Fulda)
No acabo de entender cómo en la entrada que en su día dediqué a Umberto Eco no cité el Baudolino. Lo he leído tres veces, lo he comprado dos: la primera edición castellana[9], que adquirí nada más aparecer en las librerías y que luego presté, sin que nunca me fuera devuelta, y una edición de bolsillo[10] con que repuse la anterior. Como El nombre de la rosa, Baudolino es varias novelas a la vez; o mejor, puede leerse como si fuera varias novelas a la vez: como una novela histórica, como una novela policiaca, como un relato de viajes o como una narración mítica. El hilo conductor es la biografía de Baudolino, hijo adoptivo del emperador Federico Barbarroja, y tiene dos partes bien definidas: hasta el capítulo XXV, en que se narra la muerte —que Eco transforma en asesinato— de Federico, la narración se mueve en el tiempo histórico y en la geografía de Europa; a partir de entonces, y hasta la conclusión, el relato es el de la búsqueda del reino del preste Juan, en el que tiempos, espacios y personajes son míticos, alucinantes, con un tono completamente distinto al utilizado hasta entonces. No debe pensarse, sin embargo, que la obra es una mera yuxtaposición de ambas partes: por el contrario, la primera exige la segunda, y viceversa. Baudolino es un mentiroso compulsivo, lo que le lleva a fabular sin descanso y a inventar historias que al ser creídas por los demás pasan a ser reales: al principio del relato, el hallazgo de tres cuerpos desconocidos acaba siendo transformado por el protagonista en el descubrimiento de las reliquias de los tres Reyes Magos que hoy se veneran en la catedral de Colonia; al final del mismo se nos cuenta cómo se manufacturan de manera prácticamente industrial cráneos de san Juan Bautista; y entre medio, la gran invención de Baudolino: el mítico reino del preste Juan, descendiente directo de los Magos, una especie de paraíso terrenal en el que viven la mayor parte de las especies descritas en los bestiarios medievales ­—esciápodos, blemias, panocios, pigmeos— y del que los expedicionarios vuelven —otra mixtificación, como no— con toda la leyenda del Grial montada y con una reliquia que pretende ser el sudario de Cristo. En último término, el tema es el recurrente en todas las novelas de Umberto Eco: cómo un texto adquiere un significado que se trasciende a sí mismo y se inserta en la realidad hasta formar parte de esta.
Entre todo este cúmulo de referentes históricos, geográficos y míticos precisa y detalladamente documentados, se introduce —como ya he adelantado antes— una línea narrativa de corte policiaco: el presunto asesinato del sacro emperador romano germánico Federico I Barbarroja (1155-1190) cuando se dirigía a la Tercera Cruzada. La versión que nos han transmitido los historiadores es que Federico se ahogó en el río Göksu, en Cilicia. Eco —¿o es Baudolino?— fabula con la posibilidad de que muriera asesinado en el castillo de un armenio que tiene todo tipo de instrumentos físicos, alquímicos y mágicos. El emperador se dispone a dormir en una habitación totalmente cerrada (ya saben: una locked room) y vigilada por fuera por sus servidores más leales; a la mañana siguiente aparece muerto y el Santo Grial —que en realidad era el cuenco en el que bebía el padre de Baudolino—, que llevaba consigo, ha desaparecido. Para no verse acusados de magnicidio, el protagonista y sus compañeros deciden llevar el cuerpo al río más cercano y fingir su ahogamiento.
Cuando al final de la novela el lector ya casi ha olvidado este episodio —a partir de entonces el relato se centra en el viaje al reino del preste Juan, el posterior retorno y el portentoso relato de la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204— se retoma para resolverlo como en las novelas policiacas más clásicas; y he aquí donde radica la maestría de Umberto Eco: no nos ofrece una, ni dos, ni tres, sino hasta siete soluciones alternativas, una por cada sospechoso, para el asesinato del emperador; y no son siete soluciones insostenibles, traídas por los pelos, sino todo lo contrario: las siete son perfectamente consistentes con los hechos narrados. Y una vez puestas todas ellas sobre el tapete, el narrador, como en la mejor tradición clásica, elige la verdadera, que resulta ser la más sorprendente y que, como no podía ser de otra manera, no voy a desvelar aquí.
Si hay algo que no puedo dejar de admirar de Umberto Eco no es su enorme erudición —otros lo han precedido— sino su capacidad de relacionar e integrar tradiciones culturales distintas entre sí e incluso claramente contrapuestas, v. gr., el pensamiento teológico de la Edad Media y la narrativa popular de los siglos XIX y XX. Lo hizo en El nombre de la rosa y lo volvió a hacer, creo que con menor fortuna editorial pero con un oficio narrativo más asentado, en Baudolino.


[1] Christie, Agatha: Asesinato en el Orient Express [Murder on the Orient Express].- Traducción de Eduardo Macho Quevedo.- Espasa (Booket Novela Crimen y Misterio n.º 2778), [Barcelona 2017].- 238 págs., 1 plano en negro (19 x 12,5).
[2] Christie, Agatha: Diez negritos [Ten Little Niggers.- Traducción de Orestes Llorens.- Ilustraciones de Carlos Freixas].- Molino (Selecciones de Biblioteca Oro n.º 15), [Barcelona 1975].- 255 págs., ilustr. en negro (16,5 x 11,5). La misma traducción se reproduce en Club del Misterio, VIII (Bruguera), [(Barcelona 1982)], 305-384, 17 ilustr. en negro.
[3] El año pasado –2018– se reeditó en castellano una novela de 1931 que combina ambos elementos: un problema de cuarto cerrado (más o menos, porque uno de los balcones de la habitación donde se halla el cadáver está abierto pero es prácticamente inaccesible) en un espacio cerrado (una posada incomunicada con el exterior por una tormenta de nieve). Ahí va la referencia: Thynne [Haden], [Mary Harriet, llamada] Molly: Crimen en la posada “Arca de Noé” [The Crime at the Noah’s Ark.- Traducción de Rosa Sahuquillo Moreno y Susanna González.- Introducción de Juan Mari Barasorda.- Ilustraciones de Clarence F. Underwood].- dÉpoca editorial (dÉpoca Noir), [Morcín 2018].- 301 págs., ilustr. en negro (23 x 15). Aunque se adelanta en tres años al Asesinato en el Orient Express por lo que al recurso de aislar el lugar del crimen mediante una oportuna nevada, prefiero con creces la novela de Agatha Christie: está, a mi juicio, mucho mejor resuelta.
[4] Y siempre doy la misma referencia bibliográfica, que ahí va, una vez más: “Los crímenes de la calle Morgue” [“The Murders in the Rue Morgue”], en Poe, Edgar Allan, Cuentos, 1, prólogo, traducción y notas de Julio [Florencio] Cortázar [Descotte] (Alianza Editorial), ([Madrid (3)1 1998]), 425-466.
[5] Ahí va el texto completo: https://en.wikisource.org/wiki/The_Adventure_of_the_Speckled_Band. Si se tiene el capricho de consultar la primera edición norteamericana (Harpers & Brothers, New York 1892), puede hacerse en https://books.google.es/books?id=buc0AAAAMAAJ&pg=PA176&dq=the+specled+band&as_brr=1&ei=tNCkS8-NM6biygTU9-zICA&cd=1&redir_esc=y#v=onepage&q&f=false.
[6] Leroux, Gaston [Louis Alfred]: El misterio del cuarto amarillo [Le Mystère de la Chambre Jaune].- Trad. de Joëlle Eyheramonno.- Apéndice de Juan José Millás [García].- Ilustr. de Loewy, F. Auer y Maurice Toussaint.- Ediciones Generales Anaya (Tus libros n.º 2), [Madrid 2 1983].- 285 págs., 23 ilustr. en negro, 2 planos (19,5 x 13,5).
[7] En pág. 44 de Hoveyda, Fereydoun: Historia de la novela policiaca [Histoire du Roman Policier.- Prólogo de Jean Cocteau.- Trad. de Monique Acheroff].- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 69), Madrid [1967].- 225 págs. (18 x 11).
[8] En pág. 33 de Malverde, Héctor: Guía de la novela negra.- [Ilustraciones de David Sánchez].- Errata naturae, [Madrid 2010].- 265 págs., ilustr. en negro (21,5 x 14). Y ahí van un par de novelas de cuarto cerrado de Dickson Carr para el lector al que le interese profundizar en el tema: Dickson, Carter [seud. de John Dickson Carr]: “La noche de la viuda burlona” [Night at the Mocking Widow, traducción de Clara de la Rosa, ilustraciones de Carlos Freixas], en Club del Misterio, XIV (Bruguera, Barcelona 1983), 681-799, 9 ilustr. en negro; y Carr, John Dickson: La casa en el Codo de Satán [The House at Satan’s Elbow].- Traducción de Lila de Mora y Araujo.- Alianza Editorial-Emecé (Selecciones del Séptimo Círculo n.º 47), Madrid 1977.- 179 págs. (18 x 11). Incluso hay, que yo sepa, una novela en la que el cuarto cerrado no es tal, sino que está literalmente aislado por la nieve y, aunque no hay impedimento para acceder al mismo, la inexistencia de huellas de vuelta –no de ida, que las hay– y la ausencia de persona alguna en la habitación del crimen la convierte en una novela de cuarto cerrado: Dickson, Carter [seud. de John Dickson Carr]: Sangre en El Espejo de la Reina [The White Priory Murders.- Traducción de Julio Vacarezza].- Punto de lectura (n.º 999/17), [Barcelona 2005].- 236 págs. (17,5 x 11); es de 1934, el mismo año en que se publicó Murder on the Orient Express y en el que, según todos los indicios literarios, debió de nevar mucho.
[9] Eco, Umberto: Baudolino [Baudolino].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Lumen (Palabra en el Tiempo n.º 309), [Barcelona 2001].- 534 págs., 3 ilustr. en negro (23 x 15,5).
[10] Eco, Umberto: Baudolino [Baudolino].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- DeBolsillo (Contemporánea), [Barcelona 5 2015].- 638 págs. (19 x 12,5).