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sábado, 30 de diciembre de 2023

De la representación del tiempo en la pintura española de historia del siglo XIX

Velázquez, Las lanzas
Quizá la característica de la pintura que más la diferencia de las demás artes mayores es su bidimensionalidad. La escultura y la arquitectura son tridimensionales; la música, la danza y la poesía se desarrollan en el tiempo. La pintura, por su propia naturaleza, carece tanto de la tercera dimensión espacial como de la dimensión temporal.

Precisamente por ello no han faltado a lo largo de la historia intentos de representar tanto la profundidad como el tiempo sobre las dos dimensiones del lienzo o del soporte que fuera Por lo que a la profundidad se refiere, la solución de mayor fortuna surge en el Renacimiento: se trata de la perspectiva, bien lineal, bien aérea, que va a dominar la pintura europea hasta, al menos, finales del siglo XIX y principios del XX, esto es, hasta la aparición de las vanguardias, sin que nunca haya llegado a desaparecer del todo.

Casado del Alisal, Rendición de Bail
Representar el tiempo es más complicado, pero no han faltado intentos: el más evidente es presentar de forma simultánea sucesivos momentos que conforman una narración por tanto, una sucesión temporal de hechos, y atraviesa toda la historia de las artes figurativas desde los retablos medievales hasta las historietas contemporáneas[1]; el cubismo ensayó otro procedimiento, al representar en un mismo plano perspectivas distintas del mismo objeto. La pintura de historia española del siglo XIX experimentó una fórmula que podría ser considerada variante de la primera, con algunas características distintivas: desentrañarla es el objeto de esta nota.

Hay un cuadro de Velázquez cuya influencia en los pintores de historia decimonónicos es evidente: me refiero a Las lanzas o La rendición de Breda (c.1635, óleo sobre lienzo, 307,3 x 371,5 cm, Madrid, Museo del Prado)[2]; en él, el gobernador de Breda, Justino de Nassau, entrega las llaves de la ciudad holandesa a Ambrosio Spínola, general genovés al servicio de la monarquía hispánica; el hecho sucedió el 5 de junio de 1625, es decir, unos diez años antes de que Velázquez lo inmortalizara. El cuadro es temporalmente estático, representa el momento final de un proceso (el largo sitio de Breda, que comenzó en agosto de 1624) y no tiene un propósito narrativo, sino descriptivo: por eso el tiempo no existe, se halla como congelado.

Goya, El 3 de mayo en Madrid
Durante el siglo XIX muchas pinturas históricas siguieron el esquema compositivo de Las lanzas: permítaseme destacar dos: La rendición de Bailén (de la Tradición y de la Historia) de José Casado del Alisal (1864, óleo sobre lienzo, 338 x 500 cm, Madrid, Museo del Prado)[3] y La rendición de Granada (1882, óleo sobre lienzo, 330 x 550 cm, Madrid, Palacio del Senado)[4]. Todo son rendiciones: la primera, la del general francés Dupont ante el español Castaños tras la batalla de Bailén (19 de julio de 1808), que supuso la primera derrota en campo abierto de un ejército napoleónico; la segunda, la entrega de las llaves de Granada por el sultán nazarí Muhammad XII (llamado por los cristianos Boabdil el Chico) a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492[5]. Al igual que en la pintura velazqueña, no se nos narra un hecho histórico, sino que se presenta ante nuestros ojos el resultado final del mismo.

Gisbert, La ejecución de los comuneros...
La fórmula alternativa es producto, hasta donde a mí se me alcanza, del genio de Goya. Detengámonos ante El 3 de mayo en Madrid o Los fusilamientos (1814, óleo sobre lienzo, 268 x 347 cm, Madrid, Museo del Prado)[6]: vemos cómo los soldados franceses del mariscal Murat (el cuñadísimo de Napoleón), que se sitúan en la mitad derecha del cuadro, están fusilando a los madrileños sublevados el día anterior, que ocupan la mitad izquierda. Pero hay algo más: al fondo pero en el centro geométrico de la tela– los que esperan su ejecución; en primer plano, los que ya han sido masacrados. Son tres momentos del mismo hecho histórico que coexisten simultáneamente: vemos en la misma composición a los que ya han matado, a los que están matando y a los que van a matar. No existe, como en la pintura de El Greco mencionada anteriormente o en los retablos de nuestras iglesias, acciones diacrónicas figuradas en un mismo plano pictórico, sino la representación sincrónica del pasado, el presente y el futuro.

Gisbert, Fusilamiento de Torrijos...
Opino que el modo de composición goyesco –al igual que el velazqueño examinado más arriba– también tuvo una notable descendencia entre los pintores de historia españoles del XIX. Ahí va un par de ejemplos, los dos de Antonio Gisbert: La ejecución de los comuneros de Castilla (1860, óleo sobre lienzo, 255 x 365 cm, Palacio de las Cortes, Madrid)[7] y Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (1888, óleo sobre lienzo, 392,5 x 602,5 cm, Museo del Prado, Madrid)[8]. En ambos se representan sendas ejecuciones, y en ambos aparece un personaje o grupo de personajes a punto de ser ajusticiado, otro que ya lo ha sido y otro que lo será en un futuro inmediato.

No quisiera que el lector se llevara la errónea impresión de que las representaciones pictóricas de rendiciones son estáticas y las de ejecuciones, dinámicas. Valgan como contraejemplos, ya para concluir, los dos herederos iconográficos más directos de Los fusilamientos de Goya que, sin embargo, presentan la imagen estática al modo de Las lanzas: me refiero a La ejecución del emperador Maximiliano de Édouard Manet (1867, óleo sobre lienzo, 252 x 305 cm, National Gallery, Londres)[9] y a Masacre en Corea de Picasso (1951, óleo sobre lienzo, 110 x 210 cm, Museo Picasso, Paris).

Manet, Ejecución del emperador Maximiliano (National Gallery)

Picasso, Masacre en Corea


[1] Un buen ejemplo sería El martirio de San Mauricio y la legión tebana de El Greco (1580, óleo sobre lienzo, 445 x 294 cm, Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial), en el que en primer plano se presenta el coloquio entre Mauricio y sus compañeros legionarios conversos y en el segundo, al fondo, el martirio propiamente dicho; en la parte superior, separado por una diagonal esto es, fuera del tiempo–, el rompimiento de gloria. Cf. ficha en https://www.patrimonionacional.es/colecciones-reales/pintura/el-martirio-de-san-mauricio-y-la-legion-tebana, consultado el 29/12/2023.

[5] Por cierto, en esta fecha la reina Isabel la Católica no estaba en Granada, pero ¿cómo no iba a aparecer en la foto oficial de la toma de la ciudad? Licencias de las pinturas de historia.

[7] Hay réplica autógrafa en el Museo del Prado, Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo (1862, óleo sobre lienzo, 91 x 125,3 cm); cf. https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/los-comuneros-padilla-bravo-y-maldonado-en-el/ba3f78a2-babb-4293-89a5-c725f9f7f534, consultado el 29/12/2023.

[9] Cf. https://www.nationalgallery.org.uk/paintings/edouard-manet-the-execution-of-maximilian, consultado el 29/12/2023. Este es el cuadro más famoso de Manet con este tema, pero no el único: véase el de la Kunsthalle de Mannheim (https://www.kuma.art/de/edouard-manet-die-erschiessung-kaiser-maximilians-e-learning, consultado el 29/12/2023), el del Museum of Fine Arts de Boston y el de la Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague.  

jueves, 1 de noviembre de 2018

Sobre el significado de la pintura en "La Fundación" de Buero Vallejo (I)


Miguel Hernández, por Buero Vallejo
Es conocido que la vocación inicial de Buero Vallejo era la pintura: en 1934 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando; la guerra civil interrumpió –como en otros muchos casos– su carrera y a su salida definitiva de la cárcel, en 1946, decidió cambiar la pintura por el teatro. En mi manual de literatura de 2.º de bachillerato hay un retrato a lápiz de Miguel Hernández[1]: es la imagen que desde entonces guardo en mi memoria del genial epígono de la generación del 27; lo que entonces no sabía era que el autor del carboncillo era Buero Vallejo y que databa del tiempo en que ambos coincidieron en la hoy desparecida cárcel de la plaza del conde de Toreno de Madrid[2]. En cualquier caso, no descubro nada al afirmar que la pintura va a desempeñar un papel sustantivo en la obra del dramaturgo: desde sus recreaciones históricas de Velázquez en Las Meninas. Fantasía velazqueña en dos partes (1960)[3] y Goya en El sueño de la razón. Fantasía (1970)[4] hasta sus ensayos Gustavo Doré. Estudio crítico biográfico (1949)[5] o Tres maestros ante el público (Valle-Inclán, Velázquez, Lorca)(1973)[6], no es difícil esgrimir argumentos que confirman este aserto. Por eso, cuando en alguna de sus obras aparece una referencia a las bellas artes en general o a la pintura en particular no hay que tomarla como accidental sino que debe suponerse esencial en la articulación del texto. Dilucidar el sentido de esas referencias en La fundación es el objeto de esta nota.
La fundación. Fábula en dos partes[7] es una reflexión sobre la tortura, la opresión y el totalitarismo; no es casual que no pudiera estrenarse hasta el 15 de enero de 1974, cuando el franquismo estaba dando sus últimos –pero no por eso menos letales– coletazos; a pesar de ello, no hay en la obra ni una sola referencia espaciotemporal: igual puede aplicarse a la España de Franco que a las coetáneas Cuba de Fidel Castro o Chile de Pinochet. La acción transcurre en la celda de una cárcel donde conviven cinco presos políticos; uno de ellos, Tomás, está erróneamente convencido de que reside en una fundación para intelectuales, dotada de todas las comodidades que puedan imaginarse; sus compañeros, por el contrario, son plenamente conscientes de la verdadera situación en que se hallan. La novedad dramática de Buero Vallejo radica en lo que se ha denominado efecto inmersión: el punto de vista de los espectadores es el mismo que el de Tomás, de manera que comparten con él su universo alucinado y descubren al mismo tiempo que él la verdadera naturaleza de la realidad en que está inmerso. En resumen, existen dos espacios: el espacio irreal, soñado por Tomás y percibido por los espectadores desde el patio de butacas como real, y el espacio efectivamente real, que se va desvelando de manera paulatina conforme se desarrolla la acción dramática; o, en términos dicotómicos –al tiempo que calderonianos, autor objeto de veneración por casi cualquier dramaturgo–, la realidad frente a la ficción, la vida frente al sueño.
El arte de la pintura de Vermeer
Vamos con las referencias a la pintura: al principio del cuadro segundo de la primera parte, Tomás cree estar ojeando un libro de arte; en ese pasear la mirada por las reproducciones en color del volumen, el personaje enumera algunos de las maestros de la historia de la pintura: Botticelli, El Greco, Rembrandt, Velázquez y Goya (¡cómo no!), Watteau, Turner, Monet y Van Gogh. Se detiene con más detalle en tres obras en particular: El arte de la pintura o El estudio del artista de Johannes Vermeer de Delft (c.1666, Kunsthistorisches Museum, Viena), El matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck (1434, National Gallery, Londres) y Ratones en una jaula de Tom Murray (s. XIX).
En El arte de la pintura de Vermeer[8] se ve un pintor de espaldas –probablemente un autorretrato– y una modelo –quizá la hija del artista, Maria–. ¿Por qué ha elegido Buero este cuadro? Creo que hay varias razones. De entrada, su carácter teatral: en primerísimo término una cortina funciona a modo de telón de manera que la superficie del óleo se puede identificar con la cuarta pared de un escenario; cuando el espectador se asoma para ver qué hay tras ese telón, se adentra en una habitación cerrada e iluminada por la izquierda, pero sin que la fuente de luz esté patente: es el mismo efecto que se consigue cuando las invisibles candilejas iluminan el escenario. A partir de técnicas pictóricas –el trampantojo de la silla de cuero tras la cortina, la perspectiva aérea, el posible uso de la cámara oscura– proporciona una tremenda impresión de realidad, aún cuando los atributos iconográficos sumergen al espectador en el mundo de la alegoría: así, la corona de laurel, la trompeta y el libro que lleva la modelo y que permiten identificarla con Clío –la musa de la historia– y así el águila bicéfala de los Habsburgo, que corona la lámpara. Es exactamente el mismo propósito de La fundación: construir una alegoría con procedimientos técnicos tomados del realismo.
Cuando se estrenó La fundación, Vermeer no era un pintor demasiado conocido en España: el Museo Nacional del Prado no tiene ninguna obra suya[9] y el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, tampoco. En ese contexto, en la obra de Buero Tomás atribuye erróneamente la obra del pintor holandés a un compatriota suyo, Gerard ter Borch (como dice Asel, otro de los personajes, Todos estos holandeses son indiscernibles[10]). Para Lola Lasala, el propósito del dramaturgo al hacer que su personaje cometa este error es crear una alucinación dentro de una alucinación. […] La intención de este diálogo es crear en el espectador un leve desasosiego, la intuición de algo no funciona en la mente de Tomás.[11] Puede ser, pero también es posible una explicación alternativa: hasta el siglo XIX El arte de la pintura se atribuyó a un colega de Vermeer, Pieter de Hooch, cuya firma se llegó falsificar sobre el lienzo; si se piensa en la afinidad fonética entre ter Boch y de Hooch y en que todos estos holandeses son indiscernibles, quizá Buero tenga otro propósito: insertar una mistificación con base real en el mundo irreal en el que viven, al tiempo, Tomás y los espectadores de la obra.
E
El matrimonio Arnolfini de Van Eyck
Dos son los factores que permiten el paso de El arte de la pintura a El matrimonio Arnolfini[12]: el origen holandés de Vermeer y Van Eyck[13] y la imagen de una lámpara, tema este sobre el que los personajes discuten con una cierta amplitud. Hay, sin embargo, un tercer elemento común: la presencia del pintor en ambas obras. En Vermeer es patente, pero en Van Eyck está oculto: hay que buscarlo en el espejo cóncavo del fondo, donde se reflejan los dos esposos, de espaldas, y otros dos personajes, de frente, uno de los cuales es el propio Van Eyck; lo sabemos por la inscripción latina que hay sobre el espejo: Johann de Eyck fuit hic, Jan van Eyck estuvo aquí. Piénsese en lo que esto significa: la fusión del espacio pictórico, el fingido, donde se halla el matrimonio, y el real, donde se hallan el pintor, el otro personaje y –he aquí la mise en abîme conceptual– nosotros, contemplando la tabla. ¿Dónde está lo real, dónde lo ilusorio?
Pero sobre esto ya reflexioné algo en una entrada anterior, hablando del lienzo en el que creo que Buero estaba realmente pensado, Las Meninas, de Velázquez; ahí escribí
[…] sentémonos ante Las Meninas: el pintor de cámara, Velázquez, está pintando a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, según vemos en el espejo del fondo; nosotros, los espectadores, compartimos el espacio de los retratados mientras vemos el bastidor en que se sostiene el lienzo: la presencia de ese bastidor en mitad del cuadro provoca que lo que está más acá de la superficie pintada –nuestro mundo real– se convierta en lo pintado, en lo fingido, mientras que lo que está más allá de la superficie pintada se pueble de personajes –la infanta Margarita, las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, los enanos Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, la dama de honor Marcela de Ulloa, el aposentador José Nieto, el propio Velázquez y un mastín que entrecierra los ojos sabiéndose inmortal– que observan cómo se pinta la realidad del más acá. En último término, lo real y lo irreal se confunden en una sola realidad.
A pesar de la confesa devoción de Buero por Velázquez, el dramaturgo no podía servirse en La fundación de Las Meninas por dos razones, a saber: por ser demasiado evidente y por haber dedicado una pieza entera al tema: a ningún creador le gusta repetirse. Eso sí, descompone el óleo velazqueño en dos de sus componentes fundamentales: el pintor dentro del cuadro –Vermeer– y el espejo que inserta el espacio real en el espacio fingido –Van Eyck–, planteando en términos pictóricos la oposición realidad/ilusión que sobrevuela toda la obra.
¿Y los Ratones en una jaula de Tom Murray? Eso sí que es un auténtico trampantojo, del que me ocuparé en mi próxima entrada.

[1] En la pág. 420 de Lázaro [Carreter], Fernando; y Tusón [Val], Vicente: Literatura española 2º.- Anaya. [Madrid 1981].- 504 págs., ilustr. en negro (19,5 x 21).
[2] Tampoco se le puede pedir a un chaval de quince años que coja una lupa –como estoy haciendo ahora, con cincuenta y dos– y lea la inscripción manuscrita que figura en el ángulo inferior derecho: “Para Miguel Hernandez, = en recuerdo de nuestra = amistad de la carcel. = Antonio Buero = 28-I-XL.”
[3] En Buero Vallejo, Antonio, Obra completa. I. Teatro, edición crítica de Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco [Serrano] (Espasa Calpe, Madrid [1994]), 841-935.
[4] En ibidem, 1263-1336.
[5] En Buero Vallejo, Antonio, Obra completa. II. Poesía. Narrativa. Ensayos y artículos, edición crítica de Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco [Serrano] (Espasa Calpe, Madrid [1994]), 83-184.
[6] En ibidem, 185-280.
[7] La edición que uso es la que aparece en las págs. 1409-1499 del tomo primero de su Obra completa; cf. referencia supra.
[8] Una buena introducción a Vermeer es Bozal [Fernández], Valeriano: Johannes Vermeer por ––– Catedrático de Historia del Arte Universidad Complutense de Madrid.- Historia 16 (El arte y sus creadores n.º 24), [Madrid 1995].- 148 págs., ilustr. en negro y color (24 x 17).
[10] Ibidem, 1433.
[11] Cf. págs. 105-106 de Lasala Benavides, Lola: Estudio crítico de La fundación de Buero Vallejo. Holograma o libertad.- Mira Editores (Biblioteca Estudios n.º 15), [Zaragoza 2015].- 171 págs. (21,5 x 13,5).
[12] Una buena introducción a este óleo se halla en las págs. 40-45 de Hagen, Rose - Marie y Rainer: Los secretos de las obras de arte. Tomo 2.- Traducción de Joana Busquets, David Egea, Carmen García del Carrizo, Ana M. Gutiérrez, Virtudes Mayayo, Vincenç Prat y Almudena Sasiain.- Taschen, Köln - etc. [2003].- 432 págs., ilustr. en color (25 x 20).
[13] Sobre Jan Van Eyck, cf. Faggin, Giorgio T.: La obra pictórica completa de los Van Eyck.- Introducción de Raffaello Brignetti.- Trad. de Francisco J. Alcántara.- Noguer (Clásicos del Arte n.º 8), Barcelona - Madrid 2 1973.- 104 págs., LXIV láminas en color (31,5 x 24); y Yarza [Luaces], Joaquín: Jan van Eyck por ––– Catedrático de Historia del Arte. Universidad Autónoma de Barcelona.- Historia 16 (El arte y sus creadores n.º 5), [Madrid 1994].- 148 págs., ilustr. en negro y color (24 x 17).