domingo, 21 de febrero de 2016

Sobre Umberto Eco



El viernes por la tarde volvía desde Valencia a Zaragoza en un tren al que le costaba llegar a su destino más de cinco horas. Cuando me encuentro en semejante tesitura siempre actúo de la misma manera: elijo cuidadosamente un libro que lleve cierto tiempo en el estante de pendientes y que, aproximadamente, pueda cubrir la duración del viaje. En esta ocasión le tocó el turno a Arte y belleza en la estética medieval (1959) de Umberto Eco[1], que había comprado hace dos veranos en la librería de la catedral de Santiago de Compostela. Cuando ya en casa eché un vistazo a las noticias me enteré de que Umberto Eco había muerto ese mismo día.
Descubrí a Umberto Eco como casi todo el mundo, con El nombre de la rosa[2] (1980). La leí con diecisiete años, en unos cuatro días si no me falla la memoria, enfebrecido, boquiabierto, pasmado, con la sensación de hallarme ante la novela perfecta. La he releído varias veces y esa sensación no ha cambiado. Uno puede abordarla como quiera: como una novela policiaca, como una novela histórica o como un tratado político sobre las luchas del papado y el Imperio, entre las opciones más evidentes; puede regodearse en la musicalidad del latín eclesiástico, en la descripción de tímpanos románicos o en la imaginación de la biblioteca total, la biblioteca en que se sabe que detrás de alguna puerta alguien puede decir –como en el mundo– Hic sunt leones, la biblioteca en la que Borges hubiera sido inmensamente feliz.
Umberto Eco en su casa
Tras Guillermo de Baskerville está Guillermo de Ockham y, simultáneamente, Sherlock Holmes, el del perro, a cuál más inglés; tras Jorge de Burgos, Jorge Luis Borges. El nombre de la rosa es un texto que remite a otros textos, que exige del lector el conocimiento de otros textos, de Bernardo de Claraval a Bernardo de Morlaix: Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus[3]. Si el lector desconoce esos textos, debe buscarlos en bibliotecas infinitas y eternas a partir de catálogos igualmente infinitos y eternos, o, al menos, postular su existencia aunque ya no existan, como si fueran el libro segundo de la Poética de Aristóteles.  Cualquier texto remite a cualquier otro texto. En realidad, el hombre, el mundo, la historia, la realidad, es un enorme texto –un enorme signo– del que solo conocemos retazos. Esa es la idea básica del libro y esa es la idea a la que Eco, concienzuda, morosa, reiteradamente, vuelve una y otra vez.
De esa idea proceden sus libros-catálogo El vértigo de las listas[4] (2009) e Historia de las tierras y los lugares legendarios[5] (2013). Son dos volúmenes misceláneos en los que se reproducen, como antología a cada uno de los capítulos de que constan, los textos que se citan en cada uno de ellos. El primero es una recopilación de listas famosas, extrañas, inabarcables, a lo largo de la historia: en último término es una lista de listas, una mise en abîme para cuya construcción se precisa erudición, gusto y ganas de tocar las narices al lector. El segundo es una especie de atlas literario de sitios que nunca han existido pero que han influido en la historia de occidente más que muchos de los reales o, dicho de otra forma, poseen un significado del que carecen la mayor parte de los lugares que realmente existen fuera del pensamiento.
Algunos textos especialmente dotados de significado son, por ello, muy potentes. Eco reflexionó sobre ello en tres novelas que, en el fondo, son la misma novela escrita tres veces: El péndulo de Foucault[6] (1988), El cementerio de Praga[7] (2010) y Número cero[8] (2015). La recepción de El péndulo de Foucault por público y crítica fue, tras el éxito de El nombre de la rosa, muy desigual: era una novela incomprensible, llena de nombres, de fechas y de citas en la que el número de referentes textuales resultaba prácticamente inabarcable; y, sin embargo, desde mi punto de vista es una novela que, si se elimina la hojarasca, resulta muy sencilla: va de tres piraos que a partir de los datos que manejan en la editorial donde trabajan construyen una conspiración judeo-masónica-templario-diabólica de padre y muy señor mío; el problema comienza cuando los judeo-masónicos-templarios-diabólicos de verdad toman todas las movidas mentales de los piraos hasta tal punto estaban bien construidas– por verdaderas y contraatacan violentamente: la ficción irrumpe en la realidad con consecuencias letales. En El cementerio de Praga se reutilizan los datos brutos sobre los que se levanta El péndulo para narrar la historia de un falsificador de documentos y espía decimonónico, el capitán Simonini, y de su alter ego, el abate Dalla Piccola; la acción se sitúa entre 1830 y 1898 y narra cómo el protagonista es el principal responsable de la historia oculta de Europa al falsificar documentos sobre los jesuitas, los judíos, los masones y los luciferinos que los servicios secretos de los distintos gobiernos, desde el francés al ruso, pasando por el papal, van comprando para sacarlos a la luz en el momento que estiman oportuno y justificar así sus políticas; la idea es la misma: un texto falso se inserta en la realidad y la acaba transformando completamente. La última variación sobre el mismo tema aparece en Número cero, aunque en este caso la conspiración no se remonta a siglos pretéritos: el redactor de un peculiar periódico dice encontrar evidencias de que los relatos oficiales sobre el final del fascismo y la muerte de Mussolini presentan resquicios y construye una teoría alternativa en la que el Duce sobrevive; a partir de ese momento, empiezan a pasar cosas muy extrañas.
 No es en Número cero la primera vez que aparece el fascismo en la obra de Eco: en La misteriosa llama de la reina Loana[9] (2004) el protagonista, que en todo momento parece un trasunto del autor, pierde la memoria; se decide a recuperarla –cómo no– a través de los textos que poblaron su infancia, una infancia con el fascismo en pleno auge. La novela concluye con el recuerdo del protagonista acerca de su propia muerte; el viernes, cuando me enteré de que Umberto Eco había muerto, no pude por menos de acordarme de las páginas finales de La misteriosa llama de la reina Loana.


[1] Eco, Umberto: Arte y belleza en la estética medieval [Arte e bellezza nell’estetica medievale].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Debolsillo (Filosofía n.º 259), [Barcelona 3 2013].- 269 págs. (19 x 12,5).
[2] Eco, Umberto: El nombre de la rosa [Il nome della rosa].- Traducción de Ricardo Pochtar.- Lumen (Palabra en el Tiempo n.º 148), [Barcelona 4 1983].- 615 págs., 2 ilustr. en negro (18 x 13).
[3] La frase final de la novela es una reelaboración de la cita original: Stat Roma pristina nomine, nomina nuda tenemus, la Roma de los orígenes permanece en el nombre, solo nos quedan nombres vacíos.
[4] Eco, Umberto: El vértigo de las listas [Vertigine della lista].- Traducción de María Pons Irazazábal.- Lumen, [Barcelona 2009].- 408 págs., ilustr. en color (24 x 17,5).
[5] Eco, Umberto: Historia de las tierras y los lugares legendarios [Storia delle terre e dei luoghi leggendari].- Traducción de María Pons Irazazábal.- Lumen, [Barcelona 2013].- 478 págs., ilustr. en color (24,5 x 17,5).
[6] Eco, Umberto: El péndulo de Foucault [Il pendolo di Foucault].- Traducción de Ricardo Pochtar, revisada por Helena Lozano [Miralles].-. Lumen (Palabra en el Tiempo n.º 188), [Barcelona 1989].- 587 págs., 10 ilustr. en negro (21 x 14).
[7] Eco, Umberto: El cementerio de Praga [Il cimitero di Praga].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Lumen (Futura), [Barcelona 2010].- 587 págs., ilustr. en negro (21 x 14).
[8] Eco, Umberto: Número Cero [Numero zero].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- Lumen (Narrativa), [Barcelona 2015].- 221 págs. (23,5 x 15,5).
[9] Eco, Umberto: La misteriosa llama de la reina Loana [La misteriosa fiamma de la regina Loana].- Traducción de Helena Lozano Miralles.- De Bolsillo (Best Seller núm. 238/5), [Barcelona 2006].- 508 págs., ilustr. en negro y color (19 x 12,5).

domingo, 14 de febrero de 2016

Persiguiendo la teoría cuantitativa de los precios



Cuando comencé con el blog, solo me impuse una norma: escribir sobre lo que me apeteciera, fuera de las sujecciones habituales, llámense línea editorial o programa de la asignatura. Cuando uno escribe (o diserta, que a veces es casi lo mismo) para otros, otros fijan el tema y no pocas veces el tono. Cuando uno escribe para uno mismo, puede hacer lo que le dé la puñetera gana. Que es lo que voy a hacer ahora mismo: voy a hablar de economía.
Cuando los economistas explicamos cualquier fenómeno, recurrimos a la fórmula matemática correspondiente; como hoy toca –he decidido que toque– la inflación, voy y suelto que la relación entre la cantidad de dinero en circulación y el nivel de precios viene dado por la ecuación de la teoría cuantitativa del dinero de Irving Fisher
Mv=Py
donde M representa la cantidad total de dinero en circulación, v es la velocidad de circulación del dinero, P es nivel general de precios e y el flujo de renta real o, lo que es lo mismo, el flujo de transacciones reales de bienes y servicios de una economía en un periodo determinado. Es evidente. Y si tomo diferenciales y considero que la velocidad de circulación y el flujo de renta real permanecen constantes, se llega a que
vdM= ydP.
¿Está claro, no? Al aumentar la cantidad de dinero en circulación aumenta el nivel de precios sin que sea preciso que la renta real varíe. Y si estuviéramos en clase de economía, no sería preciso añadir nada más.
Copérnico
En el fondo, la idea que subyace es muy simple: si el dinero representa el valor total del flujo de bienes y servicios de una economía (lo que viene siendo el total de lo que se produce y se vende) y no producimos ni vendemos más pero el gobierno le da a la máquina de hacer billetes (o bonos, me es igual), cada billete vale menos o, dicho de otra forma, necesitamos más billetes para comprar lo mismo: o sea, los precios suben; y si hay que emitir muchísimos (pero muchísimos a lo bestia) billetes, la subida de precios empieza a salir en los libros de historia económica: como la de Alemania de la década de 1920, vamos.
Esto lo sabían los no-economistas antes de que la economía tuviera un estatuto científico y académico propio. Parece que el primero que se dio cuenta fue un polaco que se llamó Mikołaj Kopernik, que la posterioridad hispanohablante conoce como Copérnico y que, a petición del entonces rey de Polonia, Segismundo I Jagellón el Viejo, primero presentó su tesis ante la dieta y luego la puso por escrito –mientras miraba el sol y los planetas y llegaba a conclusiones algo heterodoxas– con el título de Monetæ cudendæ ratio (1526). De la página 114 del manual de historia del pensamiento económico de Spiegel[1] saco la siguiente cita, resumen de su pensamiento: El dinero se deprecia normalmente cuando se hace demasiado abundante.
Martín de Azpilcueta
El siguiente no-economista que se dio cuenta del asunto fue un cura navarro (tampoco era un cura de misa y olla, no vayan ustedes a pensar) que se llamaba Martín de Azpilcueta, que vivió entre 1492 y 1586 y que escribió un tratado de teología moral (Manual de confesores y penitentes, 1553) al que en 1569 añadió un apéndice (De usuras y simonías). Bien, pues es en ese apéndice donde aborda el tema que nos ocupa: para la moral católica tridentina el préstamo con usura y la especulación financiera eran graves pecados y de ahí el interés de un teólogo por la cuestión; los herejes protestantes del norte los practicaban sin pudor alguno[2], por lo que había que condenarlos; y Azpilcueta, como cualquier español de la época que abriera algo los ojos, se había percatado que desde el descubrimiento de América la llegada masiva de metales preciosos a los territorios de la monarquía española había provocado un incremento de precios que no parecía tener fin[3]. El navarro razona de esta manera: El dinero vale más cuando y donde es escaso que cuando es abundante […]; se hace más caro cuando hay una fuerte demanda y una débil oferta[4].
El tercer ejemplo que voy a traer de no-economistas que entendieron perfectamente la inflación monetaria lo he sacado de Galbraith[5]. Se trata de algunas tribus indias del siglo XVII que utilizaban collares de conchas (wampum) como moneda pequeña de uso común; había dos tipos de conchas, negras y blancas, las primeras con un valor doble al de las segundas; muy pronto alguno de los nativos se dio cuenta de que con tintura negra era posible duplicar el valor de las conchas blancas. No obstante, los indígenas debían de haber seguido algún curso de economía, porque habían establecido un mecanismo adicional en su sistema monetario: la aceptación del wampum dependía de que pudiera ser redimido mediante pieles de castor o, como diríamos ahora, la piel de castor era la moneda de reserva; a lo largo del siglo, la expansión de la colonización europea motivó que los castores se retiraran a otros territorios, que su piel comenzara a escasear y que el wampum dejara de ser convertible, por lo que dejó de circular.
Menos mal que luego los economistas introdujeron las matemáticas en su caja de herramientas; si no, ¿cómo explicar la inflación monetaria?


[1] Spiegel, Henry William: El desarrollo del Pensamiento Económico [The Growth of Economic Thought].- [Traducido por Carmen Soler de Villar.- Revisado por Gaspar Feliu y Jaime Sobrequés].- Ediciones Omega, S. A., Barcelona [(6) 1999].- 911 págs., gráficos en negro (22 x 15,5).
[2] La diferencia entre las concepciones económicas de católicos y protestantes tras la Reforma va invariablemente unida, desde 1905, al nombre de Max Weber: Weber, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo [Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus].- Edición de Jorge Navarro Pérez.- Prólogo de José Luis Villacañas [Berlanga].- Akal (Básica de bolsillo n.º 275), [Madrid 2013].- 333 págs. (18 x 12).
[3] El fenómeno fue estudiado por Earl Jefferson Hamilton en su trabajo de 1934 American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650. No puedo dar la referencia bibliográfica porque, vergonzosamente, aún no he tenido entre las manos ningún ejemplar.
[4] Spiegel, pág. 115.
[5] Galbrait [sic, por Galbraith], John Kenneth: El dinero. De dónde vino / Adónde fue [Money].- [Traducción de José Ferrer Aleu].- Ediciones Orbis, S. A. (Biblioteca de Economía n.º 1), [Barcelona 1983].- 365 págs. (20 x 12,5). Cf. pág. 62.

domingo, 7 de febrero de 2016

Sobre Émile Gaboriau y los orígenes de la novela policiaca (y III)



Con esta entrada voy a concluir, al menos de momento, mi reflexión sobre la influencia de Gaboriau en el desarrollo posterior del género policiaco. Como ya anuncié, mi propósito es ahora centrarme en la técnica narrativa. Hay un aspecto en que Conan Doyle sigue a pies juntillas a Gaboriau; otro en que se separa radicalmente. Comenzaré por el primero.
Al leer Le crime d’Orcival (1866) –y releer, después, Le dossier nº 113 (1867)– hubo algo que me llamo poderosamente la atención: la revelación de la identidad del culpable no se reserva para el último capítulo, sino que se desvela una vez superada la primera mitad de la novela; la segunda mitad se reserva para narrar una historia cuyas raíces se hunden en un pasado lejano para los personajes y que explica el encadenamiento de sucesos que provoca la comisión del crimen. Un lector del siglo XXI, que ha cursado desde The Murder of Roger Ackroyd hasta Il nome della rosa, tiene claro el código del género: solo se sabe quién es el asesino al final. Pero Gaboriau parece desconocer ese código, parece ignorar cómo se deben leer y escribir novelas policiacas de las de libro. Evidentemente, es así: Gaboriau es un escritor formado en la escritura de folletines –por algo trabajó con Paul Féval– y no de novelas policiacas. Somos nosotros, los lectores actuales, quienes proyectamos nuestras expectativas literarias sobre un texto creado desde unos presupuestos distintos a los que manejamos. De 1866 a 2016 han pasado muchas cosas: la más importante para el tema que nos ocupa es la publicación y difusión de multitud de novelas policiacas que provoca que leamos Le crime d’Orcival bajo una luz que nunca se utilizó para su escritura.
Sir Arthur Conan Doyle
La luz usada por Conan Doyle parece estar más cercana a Gaboriau que a nosotros mismos; si nos atenemos a la mera cronología, la afirmación resulta trivial; si nos lo planteamos desde la técnica narrativa empleada, considero necesaria una explicación. Según se sabe, el canon holmesiano consta de cincuenta y seis historias cortas[1] reunidas en cinco colecciones y cuatro novelas largas; las novelas largas son A Study in Scarlet (1887), The Sign of Four (1890), The Hound of the Baskervilles (1901 a 1902) y The Valley of Fear (1914 a 1915) y las cuatro presentan una característica común: la articulación del relato en dos partes, una primera en que se presenta y se resuelve el enigma detectivesco propiamente dicho y una segunda, de dimensiones parecidas a la primera, en que se recurre a un salto espaciotemporal (analepsis, que dirían los clásicos) que manifiesta explícitamente las causas remotas que han provocado los hechos de la primera parte. Es exactamente el esquema de folletín al que recurre Gaboriau y, por lo que a mí se me alcanza, inusitado en el desarrollo del género policiaco posterior a Conan Doyle. De ahí que postule la influencia directa de Gaboriau en Conan Doyle.
Donde las tradiciones francesa y anglosajona se separan radicalmente es en el punto de vista narrativo. El manual de poética de Brioschi y Di Girolamo[2] distingue tres puntos de vista básicos: en primer lugar, el narrador omnisciente, en el que este sabe más que los personajes; en segundo lugar, aquel en el que el narrador sabe y dice lo que sabe el personaje (Por lo general, en una novela policiaca el punto de vista es el del detective y todo cuanto sucede se nos refiere a medida que el detective lo averigua[3]); y en tercer lugar, el narrador conductista o behaviorista, que sabe y dice menos de lo que sabe el personaje ([…] también Watson, que narra en primera persona las aventuras de Sherlock Holmes, sabe menos que el protagonista[4]). Las citas en cursiva del manual mencionado nos dan la pista: hay novelas policiacas en que el narrador adopta el segundo punto de vista narrativo y otras en que el punto de vista es el tercero. Pues bien, me parece posible llegar a una generalización: la tradición anglosajona clásica, de raíces británicas más que estadounidenses, utiliza el narrador conductista; la francesa, el segundo tipo de narrador.
El detective anglosajón ha necesitado casi siempre un amigo / ayudante / confidente que narre el curso de sus investigaciones. Tiene que tener dos características fundamentales: en primer lugar, una cierta habilidad narrativa (lo que en último término no es atribuible al personaje, sino al autor); en segundo lugar, ser algo bobo para mostrar ante el lector las pistas que ve el detective y al mismo tiempo no extraer de ellas las conclusiones oportunas –y, en algunos casos, obvias–, lo que permitirá un mayor lucimiento del protagonista en el momento de la resolución final. El arquetipo es el doctor Watson, pero la serie se inicia en el anónimo cronista de las historias del chevalier Dupin de Poe y se prolonga en personajes como el capitán Hastings, el amigo de Hercule Poirot, o Archie Goodwin, el ayudante de Nero Wolfe. Esta figura es absolutamente inexistente en la narrativa francesa: ningún narrador ficticio se interpone entre el autor y el personaje; entre Maurice Leblanc y Arsène Lupin no hay intermediarios; no me imagino al comisario Maigret llevando todo el día un perro faldero con apariencia de escribano levantando acta de sus palabras y de sus actos. Y creo honestamente que eso no está en la novela policiaca francesa porque no está en Gaboriau.


[1] En 2015 se dio la noticia del hallazgo de un relato publicado en 1904 y que se creía perdido, pero hasta donde yo sé dicho relato aún no se ha intregrado en el canon. Cf. http://www.abc.es/cultura/libros/20150221/abci-historia-perdida-holmes-escocia-201502210951.html
[2] Brioschi, Franco; y Di Girolamo, Constanzo: Introducción al estudio de la literatura [Elementi di teoria letteraria].- Con la colaboración de Alberto Blecua [Perdices], Antonio Gargano y Carlos Vaíllo [Torres].- [Trad. de Carlos Vaíllo Torres].- Editorial Ariel, S. A. (Letras e Ideas, serie Instrumenta), Barcelona [1988].- 356 págs. (21 x 13,5); cf. págs. 217-220.
[3] Ibidem, pág. 218.
[4] Ibidem.