jueves, 16 de agosto de 2018

Sobre "Lincoln en el Bardo" de George Saunders




Acabo de terminar –no hace ni una hora– una novela sorprendente desde dos puntos de vista: el temático y el técnico. Se trata de Lincoln en el Bardo de George Saunders[1], escritor cuya existencia desconocía hasta hace menos de un par de meses; la obra se publicó en su lengua original el año pasado y el ejemplar con que cuento muestra como fecha de edición abril de 2018: así pues, se trata, hasta donde a mí se me alcanza, de la primera traducción al español. De la solapa de mi ejemplar obtengo la información de que es la primera novela del autor, aunque ya había publicado varias colecciones de cuentos, por lo que no es, en sentido estricto, una ópera prima; también me entero de que imparte clases de escritura creativa en la Universidad de Siracusa, en Nueva York: mi asombro ante la capacidad de los estadounidenses para generar disciplinas universitarias que en Europa ni se nos ocurrirían no tiene límites.
George Saunders
Voy con el plano temático: el argumento parte de un hecho real, la muerte, el 20 de febrero de 1862, de Willie Lincoln, el tercer hijo del presidente Abraham Lincoln, a la edad de once años. El marco histórico es bien conocido –la guerra de secesión americana, 1861-1865–, por lo que no me detendré en él; del dolor del padre, más que comprensible, dan cumplida cuenta biógrafos e historiadores. Pero de lo que no puede dar cumplida cuenta nadie es de lo que pasó después: del tiempo que Willie Lincoln permaneció en el Bardo. Yo no sabía lo que era el Bardo: así, con mayúscula, siempre lo he asociado con Shakespeare, pero conforme avanzaba en la lectura veía que el bardo de Stratford ni aparecía ni iba a aparecer; indagando por internet me enteré de que, en la tradición budista tibetana, el bardo es un estado intermedio entre la muerte y la próxima reencarnación. Bueno, pues de eso es de lo que va la novela: del tiempo –una noche– en que el recién fallecido hijo del presidente permanece entre la vida terrenal y un no sé sabe qué le espera, de las interrelaciones con otros semejantes que están en su misma situación y, lo que supone el aspecto más hondamente humano del relato, del deseo de poder comunicarse con el mundo de los vivos –en particular, con su padre–, con el mundo que acaba de abandonar, así como del deseo simétrico por parte del presidente de entablar contacto con su hijo. Es una novela de fantasmas, pero no es una novela de terror: es de los pocos relatos de fantasmas –para mí, el primero, fuera del inolvidable The Canterville Ghost (1887) de Oscar Wilde– en que el miedo no es la emoción que se pretende despertar en el lector. Es la descripción de un mundo habitado por muertos que no saben que están muertos o que, si lo saben, se lo niegan a sí mismos con la esperanza de no estarlo llamando a los ataúdes, de manera eufemística, cajón de enfermo; es un mundo en el que reina la incertidumbre sobre el futuro, sobre el destino personal, sobre si se volverá a la vida terrena o si solo es una etapa intermedia hacia un estadio mejor o, más probablemente, pavoroso: es un mundo en el que uno de los personajes, un reverendo convencido de su propia rectitud, entrevé su juicio y su futuro en un espantoso infierno y decide su permanencia voluntaria –y finalmente frustrada– en el limbo en que se halla[2]. En una entrada anterior mencioné la distinción de Borges entre los infiernos literarios como lugares en el que ocurren hechos atroces o como lugares atroces: el de Saunders es de los segundos. En cualquier caso, el tema de la novela son las complicadas relaciones humanas entre seres –y he aquí la paradoja y la originalidad– que han dejado atrás su condición de humanos.
Voy con el plano técnico: la novela se estructura en ciento ocho capítulos de extensión variable, de los cuales en algunos se habla del mundo de los vivos y otros –la mayoría– están enfocados desde la perspectiva del mundo de los muertos. Los primeros están construidos a partir de citas –o de presuntas citas, no lo he comprobado– de memorias, de epistolarios, de notas de prensa y de libros de historia de la época o sobre la época de la guerra de secesión cuyo cometido es poner ante los ojos del lector el marco histórico en que se desarrolla la acción verdaderamente importante, que es el objeto de los segundos, en los que son los muertos los que hablan. Al volver a releer las líneas que acabo de escribir he recordado la distinción que hacía Cortázar en Rayuela entre capítulos prescindibles y capítulos imprescindibles[3]: como Rayuela, Lincoln en el Bardo es una novela rompecabezas, una novela collage, una novela puzle, en la que el lector y no el autor es quien tiene que ensamblar las piezas si quiere llegar a algún sitio. A mayor abundamiento, los capítulos dedicados al mundo de los muertos –los capítulos imprescindibles– tampoco presentan una estructura narrativa tradicional: son fragmentos de monólogo interior de los habitantes del Bardo dispuestos de manera contrapuntística; hay tres personajes –además de Willie Lincoln– que llevan el peso de la historia, lo que constituye un eficaz recurso para que la atención del lector no se disipe en el universo coral de todas las voces narrativas que aparecen. No me ha disgustado nada encontrarme con esta técnica –la del monólogo interior– utilizada de manera general hasta mediados de la década de los setenta del siglo XX y progresivamente desaparecida en favor de fórmulas narrativas más tradicionales. Creo que el motivo de este abandono se halla en la conjunción del hastío de un sector del público ante una técnica de la que se estaba abusando en aras de un retoricismo hueco y que presenta ciertas dificultades iniciales para el lector medio, por un lado, y de la intención de algunos escritores de retomar el placer de contar historias[4], por otro. Pues bien, Saunders se permite el más difícil todavía de articular de forma prácticamente íntegra una novela mediante monólogos interiores poniendo estos al servicio de una narración que avanza, que no se estanca, que resulta perfectamente comprensible –salvadas las páginas iniciales en que el lector no deja de preguntarse de qué va todo aquello– y que además ahonda en la condición humana con unos personajes cuya condición trasciende lo humano.


[1] Saunders, George: Lincoln en el Bardo [Lincoln in the Bardo].- Traducción del inglés de Javier Calvo.- Seix Barral (Biblioteca Formentor), [Barcelona 2018].- 439 págs. (23 x 13,5).
[2] Op. cit., 232-244.
[3] La edición que manejo de Rayuela es Cortázar [Descotte], Julio [Florencio]: Rayuela.- Edición de Andrés Amorós [Guardiola].- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 200), [Madrid 2 1984].- 746 págs., 9 fotos, 1 plano (18 x 11).
[4] No creo que a este proceso sea ajeno el boom de la novela hispanoamericana: si la mencionada Rayuela (1963), uno de los pilares del boom, es probablemente la obra más avanzada en el camino de la experimentación, la publicación de Cien años de soledad (1967) mostró cómo se podía estar en la vanguardia narrativa utilizando una manera de contar aparentemente tradicional. De esta última es especialmente recomendable la edición conmemorativa de los cuarenta años de su publicación: García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad. Texto revisado por el autor para esta edición.- [Prólogos de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén.- Apéndices de Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez].- Real Academia - Asociación de Academias de la Lengua Española, [Barcelona 2007].- CXVIII + 613 págs., ilustr. en negro (20,5 x 12).

martes, 31 de julio de 2018

Sobre iconografías policiales


Uno no es consciente de la influencia de un autor, de una obra o incluso de la creación de un personaje literario hasta que no aborda los autores, las obras o los personajes literarios contemporáneos que no suelen aparecer en los manuales de carácter general: se estudia a Miguel Ángel, se analizan sus principales hitos –entre ellos, el Moisés (1513 a 1515 con retoques posteriores, San Pietro in Vincoli, Roma)­–, pero solo cuando uno llega a la catedral de Jaca y contempla en la capilla de los Trinitarios, situada a los pies del templo, la representación de Dios Padre en la Trinidad (c.1575 a 1578) de Juan de Anchieta entiende hasta donde llega el poderoso influjo del escultor toscano.
Esta reflexión viene al hilo de la lectura de un volumen antológico que, aunque aparecido originalmente en inglés en 2011, Editorial Siruela ha puesto a la venta en español este año. Se trata de Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca[1], editado por Michael Sims[2], y consta de once relatos[3] cuyo elemento común es que el detective no es un hombre, sino una mujer. La cronología de las narraciones va desde 1864 hasta 1915, y hay de todo: desde investigadoras oficiales hasta aficionadas, desde personajes que aparecen en narraciones seriadas hasta una –“El brazo largo (1895)” de Mary Eleanor Wilkins Freeman[4]– sin continuidad narrativa en otras historias; incluso hay alguna con poderes más o menos especiales: Judith Lee, la protagonista de “El hombre que me cortó el pelo (1912)” de Richard Marsh[5], sabe interpretar lo que la gente dice observando el movimiento de sus labios, con lo que se entera de todo lo que los pobres e inocentes criminales dicen en su presencia por muy en voz baja que hablen. La sola lectura de la colección resulta ya de por sí estimulante para conocer una historia y una literatura que en la actualidad comienzan a sernos ajenas, pero además resulta especialmente útil para seguirle la pista a la influencia de Sherlock Holmes, para comprobar cuál es el alcance de lo que podríamos denominar modelo clásico de narración detectivesca. En este sentido, me detendré en tres de los relatos.
Ilustración de Sidney Paget para "The Adventure of Dancing Men"
“Dagas dibujadas (1893)” [“Drawn Daggers”], de Catherine Louisa Pirkis[6], apareció en junio de 1893 en la revista Ludgate Monthly y fue recogido luego en el volumen The Experiences of Loveday Brooke, Lady Detective (Hutchinson & Company, 1894); constituye la quinta de las siete historias cortas que conforman la recopilación y todas ellas están protagonizadas –como su propio título indica– por la detective Loveday Brooke. La trama es totalmente holmesiana: un pastor protestante retirado acude a la agencia donde trabaja la señorita Brooke con un anónimo que han enviado a su domicilio y en el que únicamente aparecen dos dagas dibujadas; días antes ya había recibido otro mensaje con una sola daga; muestra su temor de que pueda tratarse de una forma de cifrado propia de una sociedad secreta, pero miss Brooke deduce el código que subyace en los envíos epistolares y lo utiliza para insertar una carta apócrifa que le permite confirmar su teoría. Cuando lo leí, evoqué inmediatamente el recuerdo de “The Adventure of Dancing Men”[7] (publicada en la revista Strand Magazine en 1903), tercera de las historias que conforman The Return of Sherlock Holmes (1905), en la que el detective descifra una extraña notación cuyos caracteres son unos muñequitos que danzan y, tras ese hallazgo, puede a su vez inmiscuirse en el intercambio de misivas; en realidad, el método deductivo de Holmes está prácticamente plagiado del que emplea Edgar Allan Poe en “The Gold Bug” (1843)[8]. Lo más sorprendente para mí ha sido, al comprobar las fechas de edición para redactar esta nota, que el relato de Pirkis es anterior al de Conan Doyle.
“El hombre de los ojos feroces (1897)” [“The Man with the Wild Eyes”], de George Robert Sims[9], ocupa los capítulos tercero y cuarto de Dorcas Dene, Detective: Her Life and Adventures. En este caso, no es tanto la trama –que también– sino el tono y la estructura lo que nos remite a las historias de Sherlock Holmes. De entrada, la voz narrativa se encomienda no a un narrador omnisciente sino a un narrador conductista o behaviorista[10]: en otras palabras, a una especie de doctor Watson que observa, pasmado, como la detective protagonista, Dorcas Dene, deduce los hechos a partir de detalles que él mismo ha visto pero que no ha sabido interpretar. En segundo lugar, la señora Dene fue actriz de teatro antes de abrazar la profesión de detective, así que domina profesionalmente la caracterización: ¿cómo no recordar los personajes interpretados por Holmes a lo largo de toda su carrera? En tercer lugar, el arranque de la historia parece escrito por Conan Doyle[11]: es de noche; Dene está en sus habitaciones; se dedica todo un párrafo a enumerar las causes célèbres en que había intervenido recientemente; de repente, aparece un anciano caballero, de aspecto militar, que solicita ver inmediatamente a la señora Dene; cuando es recibido por la detective, y tras recuperarse de un desmayo, cuenta su historia: su joven hija había sido encontrada sin sentido –casi sin vida–al borde de un lago que se halla en la propiedad rural en la que viven, tras haber sido atacada por un vagabundo; lo único que falta para completar el ambiente holmesiano es la lluvia tras los cristales y el sonido de las ruedas de un coche de punto rodando sobre los adoquines de la calle. En cuarto y último lugar –para no alargarme más–, un detalle: la omnipresencia de la búsqueda de pisadas, de huellas, de muchas huellas, que van a permitir que el suceso inicial, aparentemente inexplicable, pueda esclarecerse satisfactoriamente a partir de un razonamiento absolutamente lógico.
 “El hombre que tenía nueve vidas (1914)” [“The Man with Nine Lives”], de Hugh Cosgo Weir[12], es un relato que pertenece a Miss Madelyn Mack, Detective (Page Company, Boston 1914). La señorita Mack, al igual que Holmes y que la señora Dane, tiene su hagiógrafo particular, o mejor dicho, su hagiógrafa, Nora Noraker, que es quien narra la historia. La referencia al detective inglés es, en este caso, explícita, aunque no como modelo a imitar:
Solo hay dos reglas para que un detective tenga éxito: trabajo duro y sentido común; no sentido poco común, como el que relacionamos con nuestro viejo amigo Sherlock Holmes, sino sentido común, profesional.[13]
No es más que palabrería: las referencias implícitas a nuestro viejo amigo son varias; me limitaré a tres: de entrada, el párrafo que en la historia de Dorcas Debe se dedicaba a enumerar las aventuras más recientes del personaje se convierte, en este caso, en dos párrafos que ocupan casi una página entera[14]; después, el carácter personal de la detective, reservado, elitista –ha pagado doscientos dólares ¡de 1914! por tres grabaciones de ópera[15]–, poco sociable y más dado a ocultar que a mostrar de forma franca las pistas verdaderamente trascendentales; por último, un detalle que casi es un guiño para iniciados:
[…] la cajita color turquesa que colgaba de su cuello. Estaba abierta. Le eché una mirada acusadora.
–¿Así que has vuelto a tomar estimulantes de cola, señorita Mack?
Asintió malhumorada y se deslizó perversamente en la boca otra de las bayas marrón oscuro que en alguna ocasión la habían mantenido cuarenta y ocho horas sin dormir y casi sin comer.[16]
La referencia a la famosa solución de cocaína que Holmes se inyectaba y que ponía de tan mal humor a Watson es más que evidente.
Trinidad, de Juan de Anchieta
“El hombre que tenía nueve días” es –ya se ha dicho– de 1914, del año en que comenzó la primera guerra mundial, del año en que finalizó el siglo XIX desde casi todos los puntos de vista; el mundo de la posguerra, tras 1918, ya es un mundo distinto: la Inglaterra victoriana ha quedado irremisiblemente atrás, y con ella, Sherlock Holmes[17]; en 1920 se publica The Mysterious Affair at Styles, la primera aparición de Hercule Poirot. Traigo este hecho a colación porque el relato de Hugh C. Weir que nos ocupa, además de reproducir la iconografía de los relatos de Conan Doyle, parece presagiar la de las novelas de Agatha Christie: en su última escena, la señorita Mack reúne en una habitación a todos los sospechosos, expone los indicios y sus líneas de razonamiento y revela la identidad del culpable. En un primer momento pensé que anticipaba la estructura del final de los casos investigados por Poirot, pero la impresión inicial no era correcta: se trata de una deuda con una fuente más antigua, por cuanto hasta donde yo sé la primera narración en que se utiliza este recurso es The Leavenworth Case (1878) de la ya citada Anna Katharine Green[18], auténtico superventas de la época, nueve años anterior a la primera aparición de Sherlock Holmes (A Study in Scarlet, 1887) y cuya influencia llega, según estoy intentando exponer, a la propia Agatha Christie.


[1] Sims, Michael (edición de); [Hayward, William Stephens; Forrester hijo, Andrew, seud. de James Redding Ware; Pirkis, Catherine Louisa; Wilkins Freeman, Mary Eleanor; Green, Anna Katharine; Sims, George Robert; Allen, Charles Grant Blairfindie; Bodkin, Matthias McDonell; Marsh, Richard, seud. de Richard Bernard Heldmann; y Weir, Hugh Cosgo]: Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca [The Penguin Book of Victorian Women in Crime.- Prólogo de Michael Sims.-] Traducción del inglés de Laura Salas Rodríguez.- Siruela (Libros del Tiempo Biblioteca de Clásicos Policiacos), [Madrid 2018].- 329 págs. (23,5 x 15).
[2] Sims no es un recién llegado a estas lides: entre otros libros, en 2007 publicó una edición anotada –en inglés– de Arsène Lupin, gentleman cambrioleur (1904) de Maurice Leblanc y el año pasado apareció una monografía sobre Holmes que tengo en el estante de pendientes, aunque temo que por poco tiempo: Sims, Michael: Arthur y Sherlock. Conan Doyle y la creación de Holmes [Arthur & Sherlock. Conan Doyle & the Creation of Holmes].- Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.- Alpha Decay (n.º 103), [Barcelona 2018].- 378 págs. (21 x 14). El lector interesado puede visitar su web oficial en http://www.michaelsimsbooks.com.
[3] En realidad son diez, ya que el titulado “El asunto de la puerta de al lado (1897)” de Anna Katharine Green (op. cit., 183-191) no es un relato completo, sino el primer capítulo de la novela The Affair Next Door, incluido porque en él se describe a Amelia Butterworth, uno de los personajes creados por la autora: es una cotilla impenitente y recalcitrante, con una pronunciada vis cómica y clarísima precursora de la señorita Marple de Agatha Christie. De la novela en cuestión existe traducción castellana: Green, Anna Katharine: El misterio de Gramercy Park [The Affair Next Door.- Introducción de Carmen Forján García.- Trad. de Rosa Sahuquillo Moreno y Susanna González.- Ilustraciones originales de L. Malteste].- dÉpoca editorial (Misterios de Época), [Morcín 2014].- 391 págs., ilustr. en negro (23,5 x 15,5).
[4] Op. cit., 151-179.
[5] Op. cit., 261-275.
[6] Op. cit., 127-147.
[8] Ahí va mi edición: “El escarabajo de oro” [“The Gold Bug”], en Poe, Edgar Allan, Cuentos, 1, prólogo, traducción y notas de Julio [Florencio] Cortázar [Descotte] (Alianza Editorial, [Madrid (3)1 1998]), 383-424.
[9] Op. cit., 197-223.
[10] Ya utilicé este concepto en http://delibrosyotrashistorias.blogspot.com/2016/02/sobre-emile-gaboriau-y-los-origenes-de.html; remito a esta entrada al lector interesado.
[11] Op. cit., 204ss.
[12] Op. cit., 279-309.
[13] Op. cit., 281.
[14] La 280 de la edición que manejo.
[15] Op. cit., 283.
[16] Op. cit., 300.
[17] En puridad, en 1918 aún no se había publicado el último volumen del canon holmesiano, The Case-Book of Sherlock Holmes (1927) que incluye historias aparecidas entre 1921 y 1927.
[18] Hay traducción castellana: Green, Anna K[atharine]: El caso Leavenworth [The Leavenworth Case].- Traducción de Lorenzo F. Díaz.- Alberto Santos (Grandes maestros del crimen), [Madrid 2011].- 382 págs. (21,5 x 14).