Hilarante. Transgresora. Irreverente. Políticamente
incorrecta. Gamberra. Esquizoide. Son los primeros adjetivos que me vienen a la
cabeza para describir Ventajas de viajar
en tren de Antonio Orejudo[1]. Advertencia:
si es usted una persona biempensante que no quiere problemas morales con sus
lecturas, no siga leyendo esta entrada, no vaya a ser que le pique la
curiosidad, se haga con un ejemplar, lo devore y luego me culpabilice de
haberle escandalizado. Hablo en serio: declino toda responsabilidad.
Es una novela publicada en 2016, ya hace cierto tiempo. Sin
embargo, creo que no ha encontrado en manuales, monografías, antologías y
crestomatías varias el lugar que le corresponde. Porque es magnífica; según leo
en algún sitio, Juan José Millás la calificó
de obra maestra. Puede ser. Lo es.
Vamos con el argumento, si es que lo tiene. La novela consta
de tres secciones que parecen inconexas tan solo en una primera lectura; una
vez que se conoce el plan general de la obra todas las piezas encajan. En la
primera sección Helga Pato –el nombre ya es todo un hallazgo–, una mujer que
acaba de dejar internado a su marido en una clínica psiquiátrica, conoce en el
tren que la lleva de vuelta a casa a un individuo que dice ser Ángel
Sanagustín, uno de los médicos del sanatorio; el tal Ángel pasa el tiempo del
viaje contándole su vida y la de su paciente más curioso a la señora Pato,
narración que abunda en peripecias increíbles, absurdas y escatológicas. Al
principio de la segunda sección nos enteramos de que la tal Helga Pato es una
editora de obras de ficción –de narrativas,
como se les llama a lo largo de todo el texto– y de cómo ha sido la
problemática relación con su marido recién ingresado –este es un sesudo escritor
de éxito de nombre muy corto: W–. La segunda sección continua con una serie de narrativas que el tal Sanagustín ha
dejado en poder de Pato, narrativas
presuntamente escritas por sus pacientes de la clínica y que, de acuerdo con
las teorías que maneja, permiten entrever los síntomas de las enfermedades
mentales que padecen. En la tercera sección se hilvanan –muy satisfactoriamente–
todos los hilos argumentales que se han ido dejando sueltos en las secciones
primera y segunda, así que no incidiré demasiado en ella por no destripar más
la trama.
Contado así, la novela no parece gran cosa. Pero lo
importante no es lo que se cuenta,
sino cómo se cuenta. Así, por
ejemplo, en la segunda sección, las narrativas
de los enfermos mentales son el despiporre: verbigracia la última, en la
que un negrito del África tropical
relata sus desventuras para atravesar el continente y llegar a España con la
ilusión de ser fichado por el Real Madrid, debería mover a pensamientos y
sentimientos más nobles que los provocados por el autor, que consigue que el
lector se ría de todas las desgracias que le pasan al negrito. Por eso he escrito que se trata de un libro políticamente
incorrecto: hay fragmentos como el citado que no podrían ser leídos ante
determinadas asambleas sin riesgo de ser lapidado.
Pero creo que la novela es salvable –y recomendable– porque
la comicidad se consigue no a partir de los hechos que narra, sino de los
recursos lingüísticos que se emplean para ello, recursos que básicamente
radican en la inadecuación entre el contenido narrado y el registro empleado en
la narración. En la narrativa resumida
en el párrafo anterior, la reiteración de sintagmas como negrito del África tropical –si usted, querido lector, es demasiado
joven, no reconocerá la tonada del anuncio de Cola Cao al que hace referencia– o de entidad blanca –para referirse al Real Madrid[2]– o
la creación de invenciones verbales como Mondipobri
Internacionale Asoziation como nombre de la espuria ONG que explota a los inmigrantes que intentan
llegar a Europa[3]
son lo que provocan el tono paródico. Hay otro momento inolvidable en el que
uno de los personajes explica su teoría de que los poderes ocultos que
controlan el planeta lo hacen examinando el contenido de la basura de cada
humano; esto lo aprendió cuando trabajaba de basurero:
Yo
he sido cinco años basurero. Cuando ingresé en el cuerpo me asignaron un camión
y un par de compañeros, Paco Platero y el Gota. Platero era pequeño, peludo,
suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
El Gota era todo lo contrario.[4]
La cita de Platero y
yo, en ese contexto –si el lector sabe reconocerla: antes venía en todos
los manuales escolares, ahora ya no estoy tan seguro– es la base en que se
fundamenta el mecanismo paródico. Un último ejemplo: en determinado momento,
Helga Pato publica la novela Lobotomía del
escritor primerizo Ander Alkarria; cuando se reproduce la crítica aparecida en
prensa, el lector se da cuenta de que no se halla ante un texto periodístico
sino ante un ejercicio escolar de un alumno de secundaria no especialmente
dotado para estas lides; ahí va un fragmento:
El
lenguaje es muy rico y variado abundando los nombres comunes o sustantivos, los
adjetivos calificativos y los verbos como mirar, decir, pensar, etcétera, por
ejemplo. […] Mi opinión personal en resumen es que el libro está bastante bien
y trata problemáticas actuales con un lenguaje rico y variado como he
mencionado.[5]
Ventajas de viajar
en tren es un
ejercicio de estilo, divertidísimo, pero en último término un ejercicio de
estilo. Su unidad constructiva básica no es la palabra ni el enunciado sino el
texto, el fragmento de un texto o la referencia a otro texto o a otra modalidad
textual –creo que ya hablé algo de esto en la entrada que le dediqué a Umberto Eco–: por algo su autor, además de
tener una imaginación portentosa y de ser un cachondo mental, es filólogo.
[1]
Orejudo
[Utrilla], Antonio:
Ventajas de viajar en tren.- Punto de
Lectura (n.º 159/2), [Madrid 2001].- 151 págs. (17,5 x 11).
[2]
Alguien debería tomarse
en serio el estudio de la utilización de los tropos por los periodistas
deportivos: entidad blanca, colchonero,
arquero, cancerbero… son usos lingüísticos que tienen su aquel y que, por
lo menos, sirven para echarse unas risas.
[3]
Firmaba Mondipobri Internacionale Asoziation, ya que según el jefe
estaba comprobao que había que poner un nombre de inglés o de italiano a estas
cosas pa que la gente se las crea, y yo me mondo, […]. (pág. 124 de la ed. cit.).
[4]
Pág. 55.
[5]
Págs. 74-75.
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