martes, 31 de julio de 2018

Sobre iconografías policiales


Uno no es consciente de la influencia de un autor, de una obra o incluso de la creación de un personaje literario hasta que no aborda los autores, las obras o los personajes literarios contemporáneos que no suelen aparecer en los manuales de carácter general: se estudia a Miguel Ángel, se analizan sus principales hitos –entre ellos, el Moisés (1513 a 1515 con retoques posteriores, San Pietro in Vincoli, Roma)­–, pero solo cuando uno llega a la catedral de Jaca y contempla en la capilla de los Trinitarios, situada a los pies del templo, la representación de Dios Padre en la Trinidad (c.1575 a 1578) de Juan de Anchieta entiende hasta donde llega el poderoso influjo del escultor toscano.
Esta reflexión viene al hilo de la lectura de un volumen antológico que, aunque aparecido originalmente en inglés en 2011, Editorial Siruela ha puesto a la venta en español este año. Se trata de Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca[1], editado por Michael Sims[2], y consta de once relatos[3] cuyo elemento común es que el detective no es un hombre, sino una mujer. La cronología de las narraciones va desde 1864 hasta 1915, y hay de todo: desde investigadoras oficiales hasta aficionadas, desde personajes que aparecen en narraciones seriadas hasta una –“El brazo largo (1895)” de Mary Eleanor Wilkins Freeman[4]– sin continuidad narrativa en otras historias; incluso hay alguna con poderes más o menos especiales: Judith Lee, la protagonista de “El hombre que me cortó el pelo (1912)” de Richard Marsh[5], sabe interpretar lo que la gente dice observando el movimiento de sus labios, con lo que se entera de todo lo que los pobres e inocentes criminales dicen en su presencia por muy en voz baja que hablen. La sola lectura de la colección resulta ya de por sí estimulante para conocer una historia y una literatura que en la actualidad comienzan a sernos ajenas, pero además resulta especialmente útil para seguirle la pista a la influencia de Sherlock Holmes, para comprobar cuál es el alcance de lo que podríamos denominar modelo clásico de narración detectivesca. En este sentido, me detendré en tres de los relatos.
Ilustración de Sidney Paget para "The Adventure of Dancing Men"
“Dagas dibujadas (1893)” [“Drawn Daggers”], de Catherine Louisa Pirkis[6], apareció en junio de 1893 en la revista Ludgate Monthly y fue recogido luego en el volumen The Experiences of Loveday Brooke, Lady Detective (Hutchinson & Company, 1894); constituye la quinta de las siete historias cortas que conforman la recopilación y todas ellas están protagonizadas –como su propio título indica– por la detective Loveday Brooke. La trama es totalmente holmesiana: un pastor protestante retirado acude a la agencia donde trabaja la señorita Brooke con un anónimo que han enviado a su domicilio y en el que únicamente aparecen dos dagas dibujadas; días antes ya había recibido otro mensaje con una sola daga; muestra su temor de que pueda tratarse de una forma de cifrado propia de una sociedad secreta, pero miss Brooke deduce el código que subyace en los envíos epistolares y lo utiliza para insertar una carta apócrifa que le permite confirmar su teoría. Cuando lo leí, evoqué inmediatamente el recuerdo de “The Adventure of Dancing Men”[7] (publicada en la revista Strand Magazine en 1903), tercera de las historias que conforman The Return of Sherlock Holmes (1905), en la que el detective descifra una extraña notación cuyos caracteres son unos muñequitos que danzan y, tras ese hallazgo, puede a su vez inmiscuirse en el intercambio de misivas; en realidad, el método deductivo de Holmes está prácticamente plagiado del que emplea Edgar Allan Poe en “The Gold Bug” (1843)[8]. Lo más sorprendente para mí ha sido, al comprobar las fechas de edición para redactar esta nota, que el relato de Pirkis es anterior al de Conan Doyle.
“El hombre de los ojos feroces (1897)” [“The Man with the Wild Eyes”], de George Robert Sims[9], ocupa los capítulos tercero y cuarto de Dorcas Dene, Detective: Her Life and Adventures. En este caso, no es tanto la trama –que también– sino el tono y la estructura lo que nos remite a las historias de Sherlock Holmes. De entrada, la voz narrativa se encomienda no a un narrador omnisciente sino a un narrador conductista o behaviorista[10]: en otras palabras, a una especie de doctor Watson que observa, pasmado, como la detective protagonista, Dorcas Dene, deduce los hechos a partir de detalles que él mismo ha visto pero que no ha sabido interpretar. En segundo lugar, la señora Dene fue actriz de teatro antes de abrazar la profesión de detective, así que domina profesionalmente la caracterización: ¿cómo no recordar los personajes interpretados por Holmes a lo largo de toda su carrera? En tercer lugar, el arranque de la historia parece escrito por Conan Doyle[11]: es de noche; Dene está en sus habitaciones; se dedica todo un párrafo a enumerar las causes célèbres en que había intervenido recientemente; de repente, aparece un anciano caballero, de aspecto militar, que solicita ver inmediatamente a la señora Dene; cuando es recibido por la detective, y tras recuperarse de un desmayo, cuenta su historia: su joven hija había sido encontrada sin sentido –casi sin vida–al borde de un lago que se halla en la propiedad rural en la que viven, tras haber sido atacada por un vagabundo; lo único que falta para completar el ambiente holmesiano es la lluvia tras los cristales y el sonido de las ruedas de un coche de punto rodando sobre los adoquines de la calle. En cuarto y último lugar –para no alargarme más–, un detalle: la omnipresencia de la búsqueda de pisadas, de huellas, de muchas huellas, que van a permitir que el suceso inicial, aparentemente inexplicable, pueda esclarecerse satisfactoriamente a partir de un razonamiento absolutamente lógico.
 “El hombre que tenía nueve vidas (1914)” [“The Man with Nine Lives”], de Hugh Cosgo Weir[12], es un relato que pertenece a Miss Madelyn Mack, Detective (Page Company, Boston 1914). La señorita Mack, al igual que Holmes y que la señora Dane, tiene su hagiógrafo particular, o mejor dicho, su hagiógrafa, Nora Noraker, que es quien narra la historia. La referencia al detective inglés es, en este caso, explícita, aunque no como modelo a imitar:
Solo hay dos reglas para que un detective tenga éxito: trabajo duro y sentido común; no sentido poco común, como el que relacionamos con nuestro viejo amigo Sherlock Holmes, sino sentido común, profesional.[13]
No es más que palabrería: las referencias implícitas a nuestro viejo amigo son varias; me limitaré a tres: de entrada, el párrafo que en la historia de Dorcas Debe se dedicaba a enumerar las aventuras más recientes del personaje se convierte, en este caso, en dos párrafos que ocupan casi una página entera[14]; después, el carácter personal de la detective, reservado, elitista –ha pagado doscientos dólares ¡de 1914! por tres grabaciones de ópera[15]–, poco sociable y más dado a ocultar que a mostrar de forma franca las pistas verdaderamente trascendentales; por último, un detalle que casi es un guiño para iniciados:
[…] la cajita color turquesa que colgaba de su cuello. Estaba abierta. Le eché una mirada acusadora.
–¿Así que has vuelto a tomar estimulantes de cola, señorita Mack?
Asintió malhumorada y se deslizó perversamente en la boca otra de las bayas marrón oscuro que en alguna ocasión la habían mantenido cuarenta y ocho horas sin dormir y casi sin comer.[16]
La referencia a la famosa solución de cocaína que Holmes se inyectaba y que ponía de tan mal humor a Watson es más que evidente.
Trinidad, de Juan de Anchieta
“El hombre que tenía nueve días” es –ya se ha dicho– de 1914, del año en que comenzó la primera guerra mundial, del año en que finalizó el siglo XIX desde casi todos los puntos de vista; el mundo de la posguerra, tras 1918, ya es un mundo distinto: la Inglaterra victoriana ha quedado irremisiblemente atrás, y con ella, Sherlock Holmes[17]; en 1920 se publica The Mysterious Affair at Styles, la primera aparición de Hercule Poirot. Traigo este hecho a colación porque el relato de Hugh C. Weir que nos ocupa, además de reproducir la iconografía de los relatos de Conan Doyle, parece presagiar la de las novelas de Agatha Christie: en su última escena, la señorita Mack reúne en una habitación a todos los sospechosos, expone los indicios y sus líneas de razonamiento y revela la identidad del culpable. En un primer momento pensé que anticipaba la estructura del final de los casos investigados por Poirot, pero la impresión inicial no era correcta: se trata de una deuda con una fuente más antigua, por cuanto hasta donde yo sé la primera narración en que se utiliza este recurso es The Leavenworth Case (1878) de la ya citada Anna Katharine Green[18], auténtico superventas de la época, nueve años anterior a la primera aparición de Sherlock Holmes (A Study in Scarlet, 1887) y cuya influencia llega, según estoy intentando exponer, a la propia Agatha Christie.


[1] Sims, Michael (edición de); [Hayward, William Stephens; Forrester hijo, Andrew, seud. de James Redding Ware; Pirkis, Catherine Louisa; Wilkins Freeman, Mary Eleanor; Green, Anna Katharine; Sims, George Robert; Allen, Charles Grant Blairfindie; Bodkin, Matthias McDonell; Marsh, Richard, seud. de Richard Bernard Heldmann; y Weir, Hugh Cosgo]: Detectives victorianas. Las pioneras de la novela policiaca [The Penguin Book of Victorian Women in Crime.- Prólogo de Michael Sims.-] Traducción del inglés de Laura Salas Rodríguez.- Siruela (Libros del Tiempo Biblioteca de Clásicos Policiacos), [Madrid 2018].- 329 págs. (23,5 x 15).
[2] Sims no es un recién llegado a estas lides: entre otros libros, en 2007 publicó una edición anotada –en inglés– de Arsène Lupin, gentleman cambrioleur (1904) de Maurice Leblanc y el año pasado apareció una monografía sobre Holmes que tengo en el estante de pendientes, aunque temo que por poco tiempo: Sims, Michael: Arthur y Sherlock. Conan Doyle y la creación de Holmes [Arthur & Sherlock. Conan Doyle & the Creation of Holmes].- Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.- Alpha Decay (n.º 103), [Barcelona 2018].- 378 págs. (21 x 14). El lector interesado puede visitar su web oficial en http://www.michaelsimsbooks.com.
[3] En realidad son diez, ya que el titulado “El asunto de la puerta de al lado (1897)” de Anna Katharine Green (op. cit., 183-191) no es un relato completo, sino el primer capítulo de la novela The Affair Next Door, incluido porque en él se describe a Amelia Butterworth, uno de los personajes creados por la autora: es una cotilla impenitente y recalcitrante, con una pronunciada vis cómica y clarísima precursora de la señorita Marple de Agatha Christie. De la novela en cuestión existe traducción castellana: Green, Anna Katharine: El misterio de Gramercy Park [The Affair Next Door.- Introducción de Carmen Forján García.- Trad. de Rosa Sahuquillo Moreno y Susanna González.- Ilustraciones originales de L. Malteste].- dÉpoca editorial (Misterios de Época), [Morcín 2014].- 391 págs., ilustr. en negro (23,5 x 15,5).
[4] Op. cit., 151-179.
[5] Op. cit., 261-275.
[6] Op. cit., 127-147.
[8] Ahí va mi edición: “El escarabajo de oro” [“The Gold Bug”], en Poe, Edgar Allan, Cuentos, 1, prólogo, traducción y notas de Julio [Florencio] Cortázar [Descotte] (Alianza Editorial, [Madrid (3)1 1998]), 383-424.
[9] Op. cit., 197-223.
[10] Ya utilicé este concepto en http://delibrosyotrashistorias.blogspot.com/2016/02/sobre-emile-gaboriau-y-los-origenes-de.html; remito a esta entrada al lector interesado.
[11] Op. cit., 204ss.
[12] Op. cit., 279-309.
[13] Op. cit., 281.
[14] La 280 de la edición que manejo.
[15] Op. cit., 283.
[16] Op. cit., 300.
[17] En puridad, en 1918 aún no se había publicado el último volumen del canon holmesiano, The Case-Book of Sherlock Holmes (1927) que incluye historias aparecidas entre 1921 y 1927.
[18] Hay traducción castellana: Green, Anna K[atharine]: El caso Leavenworth [The Leavenworth Case].- Traducción de Lorenzo F. Díaz.- Alberto Santos (Grandes maestros del crimen), [Madrid 2011].- 382 págs. (21,5 x 14).

viernes, 1 de diciembre de 2017

De biografías fingidas



Los ratones de biblioteca somos tremendamente crédulos. Vamos en busca de libros, de datos, de erudición –la mayor parte de las veces gratuita e inútil, pero muy decorativa– y cuando encontramos un volumen con abundantes notas a pie de página y con una amplia bibliografía lo ponderamos ante quienes tienen la gentileza –diría más: la bonhomía– de aguantarnos la tabarra. Pero muy pocas veces, por falta de tiempo las menos, por falta de ganas las más, comprobamos la veracidad de dichas referencias. Las damos por buenas, directamente. Pero ¿y si fueran erróneas o, simplemente, falsas? Bah… eso no es posible… algún erudito más formado que nosotros se habría percatado y lo habría denunciado públicamente: es inviable que una cita, que un dato, que una fecha no verificada salte al papel impreso y nadie alce inmediatamente su voz acusando de mendaz al autor del texto[1].
Roberto Bolaño
El origen de esta reflexión tiene su origen en dos excelentes amigos que me honran entrando de vez en cuando en este blog. Uno de ellos –que de manera ocasional ha realizado algún comentario bajo el seudónimo de Vinoman 66 Tondonia–  me dijo que nunca leía mis notas a pie de página porque estaba seguro de que eran correctas. Cuando se lo comenté al segundo de ellos –el doctor en filología clásica que ya ha aparecido por aquí– me respondió que hacía mal porque existía una novela construida por entero a partir de referencias bibliográficas totalmente inventadas. Cuando le manifesté mi incredulidad me refutó con el título: La literatura nazi en América (1996), de Roberto Bolaño[2].
Roberto Bolaño (1953-2003) era –es– un escritor de una imaginación absolutamente prodigiosa. No satisfecho con idear un argumento, pergeña treinta y dos: las treinta y dos biografías de treinta y dos periodistas, poetas, dramaturgos y novelistas con un único vínculo común, su ideología ultraderechista; treinta y dos personajes agrupados en trece capítulos, a cual más delirante: desde la bonaerense –aunque nacida en Berlín– Luz Mendiluce Thomson, cuya fama descansaba en una fotografía con el Führer que le tomaron de niña y que dio lugar al poema “Con Hitler fui feliz”, hasta el caraqueño Franz Zwickau, autor de la composición “Diálogo con Hermann Goering en el infierno”, pasando por el haitiano Max Mirebalais, que adopta diversos y esquizofrénicos seudónimos (Max Kasimir, Max von Hauptmann, Max Le Gueule, Jacques Artibonito) para variar de registro y que, a pesar de su negritud –o tal vez a causa de ella–, no renuncia a ser un poeta que logre hermanar las razas aria y masái.
Espero haber sido lo suficientemente diestro para que de los ejemplos anteriores no se desprenda que el texto que me ocupa es una obra cuyo propósito es exaltar el nazismo, sino todo lo contrario: Bolaño –anarquista militante y objeto de persecución por el régimen de Augusto Pinochet hasta el punto de no poder pisar su Chile natal entre 1973 y 1998[3]– recurre a la sátira, a la ironía y al humor para poner de relieve lo aberrante de la ideología nazi y, por extensión, de cualquier otra de raíz fascista. Y la sátira de Bolaño se basa en el recurso más específico de un escritor, en el estilo, en un estilo inteligente y conscientemente cuidado: cualquiera de las páginas de La literatura nazi en América remeda las de un manual o las de una reseña de revista de crítica literaria. Su tono es enteramente verosímil, su contenido es totalmente fingido: en el culmen de la mistificación se hallan las páginas finales, tres apéndices de factura académica en que, bajo la rúbrica “Epílogo para monstruos”, se relacionan alfabéticamente los autores, las editoriales y revistas y los títulos de los libros con los que la imaginación del autor ha construido la totalidad del texto.
Al leer cada una de las biografías fingidas de La literatura nazi en América me venía a la cabeza aquel cuento de Borges[4] en que se reconstruye y se glosa con detalle la producción escrita de Pierre Menard, que en pleno siglo XX y desde la perspectiva del siglo XX se obligó a reproducir el Quijote de forma literal[5]; si Borges es la fuente, si Borges es el maestro, Bolaño es, como diría Plinio el Viejo, el artifex monstruorum: los monstruos están en el epílogo.


[1] En realidad, esto es más común de lo que parece. Permítaseme un recuerdo personal: cuando estaba terminando mi licenciatura en historia, dos compañeros de estudios –de la especialidad de arte– al tiempo que amigos descubrieron que unos frescos atribuidos al pintor Jusepe Martínez (1602-1682) eran en realidad de Antonio Bisquert (1596-1646); la técnica que emplearon fue extremadamente simple: fueron a ver las pinturas y vieron que estaban firmadas por Bisquert. El error provenía de que el padre de la historiografía artística española, Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829), las había atribuido a Martínez y, a partir de ese momento, todos los tratadistas posteriores habían reproducido acríticamente la autoría de este sin que nadie, hasta 1989, se preguntara por su fundamento. Para más detalles, cf. Ceán Bermúdez, Juan Agustín: Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España.- Prólogo de Miguel Morán Turina.- Istmo - Akal (Fuentes de Arte n.º 17), [Madrid 2001].- 17 + x págs. (24 x 17) (edición facsímil de la príncipe de 1800); y Buil Guallar, Carlos, y Lozano López, Juan Carlos: “Antonio Bisquert, autor de dos ciclos pictóricos atribuidos a Jusepe Martínez”, Boletín del Museo e Instituto “Camón Aznar”. Obra Social de la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, (Zaragoza), n.º XLI (1990), 75-85, 4 figuras en negro.
[2] Bolaño [Ávalos], Roberto: La literatura nazi en América.- Debolsillo (Contemporánea), [Barcelona 2017].- 183 págs. (19 x 12).
[3] Aunque Pinochet fue sucedido como presidente de Chile por Patricio Aylwin en 1990, el cargo de comandante en jefe del ejército no lo abandonó hasta el 10 de marzo de 1998.
[4] Debo tener fijación con Borges: lo quiera o no lo quiera, acaba apareciendo siempre…
[5] “Pierre Menard, autor del Quijote”, en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Ficciones. Relatos (Planeta, [Barcelona 1979]), 41-52.