lunes, 22 de agosto de 2016

Sobre "Hombres buenos" de Pérez-Reverte



Vaya por delante, antes de que sigan leyendo: me encanta Pérez-Reverte. Desde el siglo pasado: desde La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) y La piel del tambor (1995). Y me encanta porque sabe hacer como nadie lo que se le debe pedir a un novelista: contar historias que interesen, que enganchen, que atrapen. Por eso suelo comprar cada novela suya nada más salir, sin esperar críticas ni reseñas ­–solo lo hago con él y con Eduardo Mendoza, al que habrá que dedicar una entrada más pronto que tarde– pero espero a tener momentos especiales para saborearla: momentos en los que sepa con cierta seguridad que voy a disponer del tiempo para dedicar cuatro o cinco horas seguidas a leer sin que me interrumpa un trabajo inaplazable o una visita inesperada. Esa es la razón por la que a Hombres buenos[1], novela cuya primera edición –la que tengo– es de marzo de 2015, haya esperado hasta julio de 2016.
Vayamos primero con lo más visible de la novela, el argumento. Luego iremos a la carpintería narrativa. La trama gira en torno a don Hermógenes Molina y al almirante don Pedro de Zárate, académicos de la Real Academia de la Lengua, que, a finales del reinado de Carlos III, reciben el encargo de sus colegas de viajar hasta París con objeto de adquirir los veintiochos volúmenes de la Enciclopedia francesa original (1751-1772); sin embargo, otros académicos –don Justo Sánchez Terrón y don Manuel Higueruela, en particular– quieren impedir el éxito de la empresa por distintas razones. El nudo de la historia lo constituyen las aventuras de Molina y de Zárate para cumplir el cometido del encargo evitando las asechanzas maquinadas por sus colegas; y puesto a contar aventuras, Pérez-Reverte no tiene dificultades: con un ritmo narrativo impecable y con una magistral caracterización de personajes y ambientes, la novela no se lee de una tacada porque son quinientas ochenta y cinco páginas en un cuerpo no demasiado grande.
Real Academia Española
Vamos con la carpintería, que es, desde mi punto de vista, lo más novedoso. En secciones intercaladas en medio de la narración principal, Pérez-Reverte nos deja ver la trastienda del oficio de novelista: nos cuenta cómo encontró en la biblioteca de la Academia el ejemplar de la Enciclopedia traído desde París por Molina y Zárate, los hombres buenos del título; cómo va inquiriendo sobre los hechos históricos que relata, sobre los personajes reales que aparecen en las distintas páginas –desde los cuatro citados hasta los secundarios de peso que van apareciendo: el conde de Aranda, d’Alembert, el barón d’Holbach, Choderlos de Laclos…–, sobre la reconstrucción de los caminos y de las ventas que hay entre Madrid y la capital de Francia, de las calles del París prerrevolucionario, de sus cafés… Exhibe una erudición verdaderamente notable citando libros, autores, colecciones de mapas que le han servido para la ambientación histórica del relato. Uno, que es historiador, se queda pasmado: solo reconoce sobre poco más o menos de la mitad de los títulos y autores citados y se muere de envidia ante semejante despliegue de conocimientos sobre la época. Y cuando Pérez-Reverte no encuentra el libro que necesita, transcribe la entrevista mantenida con el erudito que puede ayudarle a localizarlo; la mayor parte, con sus colegas académicos ­–Víctor García de la Concha, que es quien le informa de cómo llego la Enciclopedia a la Academia; Gregorio Salvador, que le da pormenores sobre la vida y la obra de Molina y Zárate; Francisco Rico, que lo sabe todo sobre todo…–[2], pero también con libreros de viejo de París ­–la que más aparece, Chantal Keraudren– que la ayudan a encontrar una documentación histórica de dificil hallazgo en España.
Con esta técnica el lector tiene en sus manos dos relatos a la vez: la intriga ambientada en el XVIII y la que cuenta cómo el novelista, metido a historiador, reconstruye esa intriga; cuando comenté con un querido amigo –doctor en clásicas, por más señas– lo original de esta forma de narrar me señaló acertadamente que, a su juicio, la primera vez que se empleó en la historia literaria española fue en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas. En cualquier caso, lo que Pérez-Reverte consigue es fundamentar sólidamente la verosimilitud histórica de lo que cuenta y darles entidad literaria a personajes de existencia real: los académicos contemporáneos son bastante conocidos; el propio conde de Aranda ya ha salido en alguna entrada de este blog. A los cuatro protagonistas ­–Molina, Zárate, Sánchez Terrón e Higueruela– no los conocía, pero tampoco soy especialista en la historia de la Academia a finales del XVIII. Afortunadamente, a principios del XXI tenemos internet –la biblioteca infinita soñada por Borges–, así que decidí informarme sobre su vida y obra; es fácil: en el sitio web de la RAE hay una sección dedicada a registrar los académicos que ha tenido la institución[3]; es un listado por orden cronológico ­–basta ir a la segunda mitad del siglo XVIII para hallarlos– pero también dispone de un cómodo buscador que facilita encontrar la biografía que se necesita; haga el lector como hice yo: después de haber leído la novela, introduzca en ese buscador los nombres de Molina, de Zárate, de Sánchez Terrón o de Higueruela y no salga de su asombro ante el resultado, como yo no salía del mío.
Sé, porque así lo ha declarado en muchas ocasiones, que a Pérez-Reverte le apasiona el Quijote. Los contemporáneos de la obra cervantina llegaron a creer en la existencia real de Alonso Quijano el Bueno; Cervantes se aprovechó de esa creencia para mezclar, en la segunda parte de la novela, los planos real y ficticio ­–sobre este asunto ya reflexioné en una entrada anterior–; Pérez-Reverte ha reproducido con éxito la hazaña: la mezcla de planos en Hombres buenos está tan sabiamente dosificada que uno ya no sabe a qué libro, a qué cita, a qué referencia bibliográfica, a qué autor dar crédito y a cuál no; ya no sabe qué es real y qué es producto de la imaginación del novelista.
Ya dudo de todo: solo creeré que existe un ejemplar de la Enciclopedia en la biblioteca de la RAE cuando lo vea con mis propios ojos.

[1] Pérez-Reverte [Gutiérrez], Arturo: Hombres buenos.- Alfaguara, [Madrid 2015].- 585 págs. (24 x 15).
[2] Esta secciones son verdaderamente deliciosas: todos los académicos parecen estar convencidos de que Pérez-Reverte está escribiendo una novela policiaca ambientada en la RAE en la que la víctima es Francisco Rico, y todos presentan su autocandidatura para ser el asesino; el cachondeo que monta el autor con el temita es de sobresaliente cum laude. Y la entrevista de Pérez-Reverte con el propio Francisco Rico (cap. 6, págs. 258-263 de la edición que manejo) no tiene desperdicio: la réplica final –que no reproduzco para que consigan un ejemplar, la busquen y la lean– es de antología.

lunes, 8 de agosto de 2016

Sobre "La corte de Carlos IV" de Galdós


Llevo tres meses justos sin sentarme a escribir: motivos profesionales y personales me han impedido encontrar el tiempo –y la calma– para hacerlo. Ahora, en plenas vacaciones, con más tiempo, mayor productividad lectora y menos preocupaciones, me dispongo a retomar el hábito bloguero.
Goya, La familia de Carlos IV (1800). Museo del Prado, Madrid
Uno de los momentos históricos que siempre me ha interesado es el reinado de Carlos IV, sobre todo su crisis final, cuando los intereses personales de quienes ocupaban las más altas responsabilidades –la reina María Luisa, el abúlico monarca, el futuro Fernando VII y, sobre todo, el privado Godoy, del que aún no he decidido si me pasma más su inepcia política o su inagotable ambición– prevalecieron sobre las verdaderas necesidades de la nación, y así nos fue como nos fue. Deberíamos reflexionar más a menudo y con mayor profundidad acerca de ello. En cualquier caso, sobre ese periodo existen multitud de manuales, monografías, memorias, repertorios documentales y fuentes literarias: si lo que busco es hacerme cierta idea del ambiente, de pulsar lo que la gente pensaba, de entender lo que se cocía en la trastienda de la gran historia, prefiero estas últimas, y entre estas últimas los Episodios nacionales de Galdós es la fuente por antonomasia para el siglo XIX español: de ahí que acudiera a La corte de Carlos IV[1], el segundo de los cuarenta y seis episodios escritos por su autor.
En La corte de Carlos IV se entremezclan tres líneas argumentales: en un extremo, la ficción puramente novelesca del narrador –cuyo nombre completo, Gabriel Araceli, no llega a encontrar nunca entre sus páginas el lector de la primera edición de 1873; nosotros sí lo sabemos porque tenemos a nuestra disposición en cualquier biblioteca, física o virtual[2], toda la primera serie completa y así podemos enterarnos de cosas que en el segundo de los episodios no salen o solo se apuntan–, básicamente una mezcla de Bildungsroman e historia de amor entre Gabrielillo e Inés, la dama –o mejor, la quinceañera– de sus sueños, con todos los personajes inventados; en el otro, la crónica detallada de la conjura de El Escorial, que se puede resumir como el intento de Fernando, príncipe de Asturias, de destronar a su padre Carlos IV, destituir a Godoy y proclamarse rey de España con la ayuda de Napoleón –por si no lo habían notado, el niño ya apuntaba maneras para convertirse en el monarca más felón de la historia de España–, crónica en la que todos los personajes (menos el narrador, Gabriel) son reales.
La crítica ha señalado acertadamente que las dos líneas que he descrito en el párrafo anterior se corresponden con dos planos que se contraponen en toda la obra galdosiana y, en particular, en obras como los Episodios nacionales o Fortunata y Jacinta: el plano de lo privado y el plano de lo público. En La corte de Carlos IV hay una tercera línea argumental –que constituye a su vez un tercer plano– en la que conviven lo público y lo privado, los personajes inventados y los personajes reales y que, desde mi punto de vista, constituye lo más estimulante de la obra: me refiero a las secciones que Galdós dedica al teatro español a comienzos del siglo XIX. El recurso argumental que utiliza para introducirlas en el episodio es convertir a Gabriel, desde el comienzo, en el criado de una actriz ficticia, Pepita González, que se codea con otros personajes, bien inventados, bien reales; entre estos últimos destacan dos: Moratín hijo y el actor Isidoro Máiquez –el primero que vendió en España localidades que permitían asistir a las representaciones–, que es descrito con todo lujo de detalles y desempeña un papel de cierta relevancia en la trama. A partir de ellos se encadenan referencias a otros dramaturgos –Comella–, pintores –Goya, que en cierto pasaje aparece como pintor de telones– o toreros –Pepe-Hillo– y, en general, al mundillo de la farándula madrileña y al de las élites a las que les encantaba mezclarse con ese mundillo y vestirse de chisperos y de majas: la sombra de Cayetana de Alba planea sobre todo el relato pero Galdós, que siempre se documentaba extraordinariamente, sitúa la acción en 1807 –por si hay algún lector despistado lo señala en el primer párrafo– y sabía que la duquesa había muerto en 1802, por lo que ni siquiera la menciona.
Sorolla, Retrato de Benito Pérez Galdós (1894). Casa Museo Pérez Galdós, Las Palmas de Gran Canaria
Entre los diversos momentos del relato que el novelista dedica a la situación del teatro español en la primera década de la centuria me quedo con el capítulo II entero: en él se describe el estreno de El sí de las niñas de Moratín, el 24 de enero de 1806 en el Teatro de la Cruz de Madrid. La reconstrucción es magnífica y abarca desde el aspecto físico de los coliseos de la época hasta la rivalidad entre las distintas tendencias dramáticas. Galdós, por boca del narrador, deja muy clara su admiración por la reforma moratiniana del teatro y su repulsa por las decadentes obras del barroco tardío, enormemente populares entre muchos sectores de la sociedad contemporánea, y no precisamente los más avanzados estética y políticamente. Hay un personaje, un anónimo poetastro, que introduce a Gabriel en la sala, que lidera una de las facciones antimoratinianas que intentan reventar la representación y que en determinado momento dice:
Yo condenaba a Moratín a galeras, obligándole a no escribir más vulgaridades en toda su vida. ¿Te parece, Gabrielito, que esto es comedia? Si no hay enredo, ni trama, ni sorpresa, ni confusiones, ni engaños, ni quid pro quo, ni aquello de disfrazarse un personaje para hacer creer que es otro, ni tampoco aquello de que salen dos insultándose como enemigos, para después percatarse de que son padre e hijo... Si ese D. Diego cogiera a su sobrino y matándolo bonitamente en la cueva, preparara un festín e hiciera servir a su novia un plato de carne de la víctima, bien condimentado con especias y hoja de laurel, entonces la cosa tendría alguna malicia... ¿Y la niña por qué disimula? ¿No sería más dramático que se negase a casarse con el viejo, que le insultara llamándole tirano, o le amenazara con arrojarse al Danubio, o al Don, si osaba tocar su virginidad...? Estos poetas nuevos no saben inventar argumentos bonitos, sino estas majaderías con que engañan a los bobos, diciéndolos que son conformes a las reglas.
Mediante la ironía, Galdós muestra su posición a favor de El sí de las niñas. Sin embargo, la lectura del párrafo anterior me planteó una pregunta: ¿realmente se trata de una crítica del teatro antirreformista de finales del siglo XVIII o lo es –anacrónicamente de acuerdo con la lógica interna del relato– de formas teatrales posteriores, esto es, de las románticas? Yo no sé si le habrá sucedido al lector, pero a mí las opciones que el personaje plantea como posibles desarrollos dramáticos me recuerdan bastante al argumento del Don Álvaro o la fuerza del sino del duque de Rivas, buque insignia del romanticismo teatral español.
Permítaseme una hipótesis alternativa: tal vez el teatro romántico español enlace con las producciones teatrales tardobarrocas de principios del siglo XIX y las continúe, aunque los manuales de historia literaria no lo señalen por dos razones: porque parten de la base de que el romanticismo español hunde sus raíces en la literatura europea –fundamentalmente, la francesa y la inglesa–, por lo que solo fue posible cuando los exiliados españoles regresaron tras la muerte de Fernando VII (1833); y porque siguen estableciendo, aunque cada vez menos, periodizaciones seculares estancas –siglo XVI, renacimiento; siglo XVII, barroco; siglo XVIII, neoclasicismo; primera mitad del siglo XIX, romanticismo– que impiden establecer las comparaciones pertinentes. Creo que el estudio del teatro español no clásico de finales del XVIII y principios del XIX permitiría dilucidar la cuestión.


[1] [Pérez Galdós, Benito:] “La corte de Carlos IV”, [introducción de Juan Ignacio Ferreras Tascón], en Pérez Galdós, Benito, Episodios Nacionales. Tomo I. Trafalgar. La corte de Carlos IV, [presentación de Javier Tusell Gómez, prólogo e introducciones de Juan Ignacio Ferreras Tascón] (Club Internacional del Libro, [Madrid 2005]), 107-240, ilustr. en color.
[2] En cuanto tengo la oportunidad no dejo de recomendar el uso de la más completa biblioteca virtual que conozco en español, www.cervantesvirtual.com, de uso absolutamente imprescindible –o, por lo menos, así lo creo– para filólogos, historiadores o investigadores en general de cualquier aspecto de la cultura española e hispanoamericana. El texto de La corte de Carlos IV está en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/la-corte-de-carlos-iv--0/html/ff34fcc8-82b1-11df-acc7-002185ce6064_7.html#I_0_. Si se quiere profundizar en Galdós, existe, dentro del mismo sitio web, un portal enteramente dedicado al autor: http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/galdos.