Miguel Hernández, por Buero Vallejo |
Es conocido que la vocación inicial de Buero Vallejo era la
pintura: en 1934 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando; la
guerra civil interrumpió –como en otros muchos casos– su carrera y a su salida
definitiva de la cárcel, en 1946, decidió cambiar la pintura por el teatro. En
mi manual de literatura de 2.º de bachillerato hay un retrato a lápiz de Miguel
Hernández[1]:
es la imagen que desde entonces guardo en mi memoria del genial epígono de la generación del 27; lo que entonces no sabía
era que el autor del carboncillo era Buero Vallejo y que databa del tiempo en
que ambos coincidieron en la hoy desparecida cárcel de la plaza del conde de
Toreno de Madrid[2].
En cualquier caso, no descubro nada al afirmar que la pintura va a desempeñar
un papel sustantivo en la obra del dramaturgo: desde sus recreaciones
históricas de Velázquez en Las Meninas.
Fantasía velazqueña en dos partes (1960)[3] y
Goya en El sueño de la razón. Fantasía (1970)[4]
hasta sus ensayos Gustavo Doré. Estudio
crítico biográfico (1949)[5] o Tres maestros ante el público (Valle-Inclán,
Velázquez, Lorca)(1973)[6],
no es difícil esgrimir argumentos que confirman este aserto. Por eso, cuando en
alguna de sus obras aparece una referencia a las bellas artes en general o a la
pintura en particular no hay que tomarla como accidental sino que debe suponerse
esencial en la articulación del texto. Dilucidar el sentido de esas referencias
en La fundación es el objeto de esta
nota.
La fundación. Fábula en dos partes[7]
es una reflexión sobre la tortura, la opresión y el totalitarismo; no es casual
que no pudiera estrenarse hasta el 15 de enero de 1974, cuando el franquismo
estaba dando sus últimos –pero no por eso menos letales– coletazos; a pesar de
ello, no hay en la obra ni una sola referencia espaciotemporal: igual puede
aplicarse a la España de Franco que a las coetáneas Cuba de Fidel Castro o
Chile de Pinochet. La acción transcurre en la celda de una cárcel donde
conviven cinco presos políticos; uno de ellos, Tomás, está erróneamente convencido
de que reside en una fundación para intelectuales, dotada de todas las
comodidades que puedan imaginarse; sus compañeros, por el contrario, son
plenamente conscientes de la verdadera situación en que se hallan. La novedad dramática
de Buero Vallejo radica en lo que se ha denominado efecto inmersión: el punto de vista de los espectadores es el mismo
que el de Tomás, de manera que comparten con él su universo alucinado y descubren
al mismo tiempo que él la verdadera naturaleza de la realidad en que está
inmerso. En resumen, existen dos espacios: el espacio irreal, soñado por Tomás
y percibido por los espectadores desde el patio de butacas como real, y el
espacio efectivamente real, que se va desvelando de manera paulatina conforme
se desarrolla la acción dramática; o, en términos dicotómicos –al tiempo que
calderonianos, autor objeto de veneración por casi cualquier dramaturgo–, la realidad
frente a la ficción, la vida frente al sueño.
El arte de la pintura de Vermeer |
Vamos con las referencias a la
pintura: al principio del cuadro segundo de la primera parte, Tomás cree estar
ojeando un libro de arte; en ese pasear la mirada por las reproducciones en
color del volumen, el personaje enumera algunos de las maestros de la historia
de la pintura: Botticelli, El Greco, Rembrandt, Velázquez y Goya (¡cómo no!),
Watteau, Turner, Monet y Van Gogh. Se detiene con más detalle en tres obras en
particular: El arte de la pintura o El estudio
del artista de Johannes Vermeer de Delft (c.1666, Kunsthistorisches Museum,
Viena), El matrimonio Arnolfini de
Jan van Eyck (1434, National Gallery, Londres) y Ratones en una jaula de Tom Murray (s. XIX).
En El arte de la pintura de Vermeer[8]
se ve un pintor de espaldas –probablemente un autorretrato– y una modelo –quizá
la hija del artista, Maria–. ¿Por qué ha elegido Buero este cuadro? Creo que
hay varias razones. De entrada, su carácter teatral: en primerísimo término una
cortina funciona a modo de telón de manera que la superficie del óleo se puede
identificar con la cuarta pared de un escenario; cuando el espectador se asoma para
ver qué hay tras ese telón, se adentra en una habitación cerrada e iluminada
por la izquierda, pero sin que la fuente de luz esté patente: es el mismo
efecto que se consigue cuando las invisibles candilejas iluminan el escenario.
A partir de técnicas pictóricas –el trampantojo de la silla de cuero tras la
cortina, la perspectiva aérea, el posible uso de la cámara oscura– proporciona
una tremenda impresión de realidad, aún cuando los atributos iconográficos
sumergen al espectador en el mundo de la alegoría: así, la corona de laurel, la
trompeta y el libro que lleva la modelo y que permiten identificarla con Clío –la
musa de la historia– y así el águila bicéfala de los Habsburgo, que corona la
lámpara. Es exactamente el mismo propósito de La fundación: construir una alegoría con procedimientos técnicos tomados
del realismo.
Cuando se estrenó La fundación, Vermeer no era un pintor
demasiado conocido en España: el Museo Nacional del Prado no tiene ninguna obra
suya[9]
y el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, tampoco. En ese contexto, en la obra de
Buero Tomás atribuye erróneamente la obra del pintor holandés a un compatriota
suyo, Gerard ter Borch (como dice Asel, otro de los personajes, Todos estos holandeses son indiscernibles[10]). Para
Lola Lasala, el propósito del dramaturgo al hacer que su personaje cometa este
error es crear una alucinación dentro de
una alucinación. […] La intención de este diálogo es crear en el espectador un
leve desasosiego, la intuición de algo no funciona en la mente de Tomás.[11]
Puede ser, pero también es posible una explicación alternativa: hasta el siglo
XIX El arte de la pintura se atribuyó
a un colega de Vermeer, Pieter de Hooch, cuya firma se llegó falsificar sobre
el lienzo; si se piensa en la afinidad fonética entre ter Boch y de Hooch y en que
todos estos holandeses son indiscernibles,
quizá Buero tenga otro propósito: insertar una mistificación con base real
en el mundo irreal en el que viven, al tiempo, Tomás y los espectadores de la
obra.
E |
El matrimonio Arnolfini de Van Eyck |
Dos son los factores que permiten
el paso de El arte de la pintura a El matrimonio Arnolfini[12]: el
origen holandés de Vermeer y Van Eyck[13]
y la imagen de una lámpara, tema este sobre el que los personajes discuten con
una cierta amplitud. Hay, sin embargo, un tercer elemento común: la presencia
del pintor en ambas obras. En Vermeer es patente, pero en Van Eyck está oculto:
hay que buscarlo en el espejo cóncavo del fondo, donde se reflejan los dos
esposos, de espaldas, y otros dos personajes, de frente, uno de los cuales es
el propio Van Eyck; lo sabemos por la inscripción latina que hay sobre el
espejo: Johann de Eyck fuit hic, Jan
van Eyck estuvo aquí. Piénsese en lo que esto significa: la fusión del espacio
pictórico, el fingido, donde se halla el matrimonio, y el real, donde se hallan
el pintor, el otro personaje y –he aquí la mise
en abîme conceptual– nosotros, contemplando la tabla. ¿Dónde está lo real,
dónde lo ilusorio?
Pero sobre esto ya reflexioné algo
en una entrada anterior, hablando del lienzo en el que creo que Buero estaba
realmente pensado, Las Meninas, de Velázquez;
ahí
escribí
[…] sentémonos ante Las Meninas: el pintor de cámara, Velázquez, está
pintando a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, según vemos en el espejo
del fondo; nosotros, los espectadores, compartimos el espacio de los retratados
mientras vemos el bastidor en que se sostiene el lienzo: la presencia de ese
bastidor en mitad del cuadro provoca que lo que está más acá de la superficie pintada –nuestro mundo
real– se convierta en lo pintado, en lo fingido, mientras que lo que está más
allá de la superficie pintada se pueble
de personajes –la infanta Margarita, las meninas María Agustina Sarmiento e
Isabel de Velasco, los enanos Mari
Bárbola y Nicolasito Pertusato, la dama de honor Marcela de Ulloa, el
aposentador José Nieto, el propio Velázquez y un mastín que entrecierra los
ojos sabiéndose inmortal– que observan cómo se pinta la realidad del más acá.
En último término, lo real y lo irreal se confunden en una sola realidad.
A pesar de la confesa devoción de
Buero por Velázquez, el dramaturgo no podía servirse en La fundación de Las Meninas por
dos razones, a saber: por ser demasiado evidente y por haber dedicado una pieza
entera al tema: a ningún creador le gusta repetirse. Eso sí, descompone el óleo
velazqueño en dos de sus componentes fundamentales: el pintor dentro del cuadro
–Vermeer– y el espejo que inserta el espacio real en el espacio fingido –Van
Eyck–, planteando en términos pictóricos la oposición realidad/ilusión que sobrevuela
toda la obra.
¿Y los Ratones en una jaula de Tom Murray? Eso sí que es un auténtico
trampantojo, del que me ocuparé en
mi próxima entrada.
[1] En la pág. 420 de Lázaro [Carreter], Fernando; y Tusón [Val], Vicente: Literatura española 2º.- Anaya. [Madrid
1981].- 504 págs., ilustr. en negro (19,5 x 21).
[2]
Tampoco se le puede
pedir a un chaval de quince años que coja una lupa –como estoy haciendo ahora,
con cincuenta y dos– y lea la inscripción manuscrita que figura en el ángulo
inferior derecho: “Para Miguel Hernandez, = en recuerdo de nuestra = amistad de
la carcel. = Antonio Buero = 28-I-XL.”
[3]
En Buero
Vallejo, Antonio, Obra completa. I. Teatro, edición crítica de Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco
[Serrano] (Espasa Calpe, Madrid [1994]), 841-935.
[4]
En ibidem, 1263-1336.
[5]
En Buero
Vallejo, Antonio, Obra completa. II. Poesía. Narrativa. Ensayos y artículos, edición crítica de Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco [Serrano] (Espasa Calpe, Madrid
[1994]), 83-184.
[6]
En ibidem, 185-280.
[7]
La edición que uso es
la que aparece en las págs. 1409-1499 del tomo primero de su Obra completa; cf. referencia supra.
[8]
Una buena introducción
a Vermeer es Bozal [Fernández],
Valeriano: Johannes Vermeer por –––
Catedrático de Historia del Arte Universidad Complutense de Madrid.- Historia
16 (El arte y sus creadores n.º 24), [Madrid 1995].- 148 págs., ilustr. en
negro y color (24 x 17).
[9]
La primera vez que se
pudo ver la obra de Vermeer en el Prado, hasta donde yo sé, fue en 2003 (https://www.museodelprado.es/actualidad/exposicion/vermeer-y-el-interior-holandes/462d572e-bbb2-4b22-9f18-9b4e2591dc05?searchMeta=vermeer);
alguna de sus obras volverán en 2019 (https://www.museodelprado.es/actualidad/exposicion/velazquez-rembrandt-vermeer-miradas-afines-en/7ca4f41d-c9d1-2615-8a81-e2d017ab9757?searchMeta=vermeer).
[11]
Cf. págs. 105-106 de Lasala Benavides, Lola: Estudio crítico de La fundación de Buero Vallejo. Holograma o libertad.-
Mira Editores (Biblioteca Estudios n.º 15), [Zaragoza 2015].- 171 págs. (21,5 x
13,5).
[12]
Una buena introducción
a este óleo se halla en las págs. 40-45 de Hagen,
Rose - Marie y Rainer: Los secretos de las obras de arte. Tomo 2.-
Traducción de Joana Busquets, David Egea, Carmen García del Carrizo, Ana M.
Gutiérrez, Virtudes Mayayo, Vincenç Prat y Almudena Sasiain.- Taschen, Köln -
etc. [2003].- 432 págs., ilustr. en color (25 x 20).
[13]
Sobre Jan Van Eyck, cf.
Faggin, Giorgio T.: La obra pictórica completa de los Van Eyck.-
Introducción de Raffaello Brignetti.-
Trad. de Francisco J. Alcántara.- Noguer (Clásicos del Arte n.º 8), Barcelona -
Madrid 2 1973.- 104 págs., LXIV láminas en color (31,5 x 24); y Yarza [Luaces], Joaquín: Jan van Eyck por ––– Catedrático de Historia
del Arte. Universidad Autónoma de Barcelona.- Historia 16 (El arte y sus
creadores n.º 5), [Madrid 1994].- 148 págs., ilustr. en negro y color (24 x
17).