Por razones evidentemente profesionales, esta semana he
estado examinando el currículo aragonés de geografía e historia para la etapa
de enseñanza secundaria obligatoria (ESO); más en concreto, para 4.º curso.
Para quienes tengan el buen gusto de no frecuentar en exceso el tornadizo campo
de la ordenación curricular, resumiré –muy
brevemente– los elementos técnicos de que consta: el legislador hace explícitos los objetivos que se deben alcanzar, los
contenidos que el estudiante debe asimilar y los ejes fundamentales sobre los
que gira la evaluación del alumno, que en este caso son dos: los criterios de evaluación, que básicamente
constituyen una concreción de los contenidos, y los estándares de aprendizaje evaluables, que son los descriptores que
permiten verificar que el alumno ha asimilado dichos contenidos.
En principio, considero que la idea es magnífica: se trata
de dar rango legal a lo que el alumno de un determinado nivel debe saber –y
saber hacer y saber ser– y todo mecanismo que dote de seguridad jurídica a los
ciudadanos –sea en el plano de los derechos civiles, en el ámbito del sistema
educativo o en cualquier otro aspecto de nuestro ordenamiento– debe ser
saludado con entusiasmo. En el caso de la comunidad autónoma de Aragón el legislador delegó parte de su trabajo en
docentes en activo, que plasmaron en el diseño curricular de la materia que
impartían en ese momento –en los criterios
y en los estándares– su experiencia
diaria en el aula; algunos de esos docentes son muy buenos amigos míos y me han
descrito con detalle la forma en que se llevó a cabo ese trabajo, ante el que no
creo que quepa objeción alguna.
Pero nada es perfecto: ante el currículo de geografía e historia
de 4.º de ESO –esto ya lo he dicho antes– me encuentro con que se debe
verificar el siguiente estándar:
“Est.GH.8.3.2. Enumera, representa en un
eje cronológico y describe algunos de los principales hitos que dieron lugar al
cambio en la sociedad española de la transición: coronación de Juan Carlos I,
Ley para la Reforma Política de 1976, Ley de Amnistía de 1977, apertura de
Cortes Constituyentes, aprobación de la Constitución de 1978, primeras
elecciones generales, creación del estado de las autonomías, etc.”.
El cumplimiento del estándar es literalmente imposible: el alumno no puede
describir la coronación de Juan Carlos I porque Juan Carlos I jamás fue coronado. En España no lo ha
sido ningún rey de Castilla desde Juan I (1379-1390) y ningún rey de Aragón
desde Fernando I de Antequera
(1412-1416).
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François Pascal Simon Gérard, Proclamación de Felipe V como rey de España en el palacio de Versalles el 16 de noviembre de 1700 (primer cuarto del s. XIX), castillo de Chambord. |
Cuando, vacante la Jefatura del Estado,
fuese llamado a suceder en ella el designado según el Artículo anterior, el
Consejo de Regencia asumirá los poderes en su nombre y convocará conjuntamente
a las Cortes y al Consejo del Reino para recibirle el juramente prescrito en la
presente Ley y proclamarle
Rey o
Regente.
El Rey, al ser proclamado ante las Cortes
Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y
hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los
ciudadanos y de las Comunidades Autónomas.
La palabra proclamación es la más adecuada para referirse a los ‘actos públicos y
ceremonias con que se declara e inaugura un
nuevo reinado’. Como
recurso estilístico para evitar repeticiones, este sustantivo puede alternar
con entronización y coronación,
siempre que no se preste a confusiones y teniendo en cuenta que estas dos
palabras no reflejan con igual fidelidad el actual ceremonial de la monarquía
española: el rey asume el trono o, con valor institucional, la Corona,
pero no es sentado en trono alguno ni se realiza el acto en sí de poner
una corona sobre el rey.
Expuesto
todo lo cual, entiendo que es perfectamente legítimo el uso del término
coronación en registros lingüísticos no formales o como recurso
estilístico –tampoco hay que pasarse de tiquismiquis–, pero me parece
absolutamente inadmisible en un texto de carácter legal y redactado por
especialistas en la materia.
Hubo un tiempo –el positivismo decimonónico–
en que el objeto fundamental de los historiadores era el estudio de la historia
política
;
en consecuencia, en la formación profesional del historiador se daba una enorme
importancia a los contenidos de carácter jurídico –el sujeto de la política es,
con matices espaciotemporales, el estado, del que principalmente emanan las
leyes (política interior) y las relaciones con los otros estados (política
exterior)– hasta el punto de que en algunas universidades españolas las
licenciaturas en filosofía y letras y en derecho compartían un primer curso de
materias comunes. La renovación metodológica que para el estudio de la historia
supuso el marxismo, en primer lugar, y la escuela de
Annales, ya en el siglo XX
,
ha motivado que la historia económica y la historia social desplacen a la
historia política como objetos privilegiados del saber histórico: así, por
ejemplo, los planes de estudio de los grados en historia de algunas facultades
españolas incluyen como materia troncal la economía porque se entiende –con
razón– que esta disciplina constituye un instrumento indispensable en el bagaje
intelectual de un historiador.
El hecho de que consideremos que
la enseñanza y la investigación en historia se oriente hacia lo estructural
–economías, sociedades, civilizaciones– más que hacia lo coyuntural –la
política– no nos exime a los historiadores de olvidar los mecanismos legales
sobre los que se asienta la acción política de los estados. O, dicho de otra
forma, no nos exime de ser intelectualmente rigurosos. Y el rigor científico
–sea en las ciencias formales, en las experimentales o en las sociales– pasa,
en primer lugar, por el rigor terminológico y la unicidad semántica de las
palabras utilizadas: la gran aportación de Linneo a la biología fue que todos
los bichejos del mundo mundial tuvieran una denominación inequívoca,
independientemente del nombre que tuvieran en la aldea donde hubiera nacido el
naturalista que los estudiaba. Si los historiadores queremos tener un estatuto
científico reconocido no podemos descuidar los aspectos terminológicos: no
podemos escribir sin detenernos a pensar lo que denotan y lo que no denotan
–jurídica, económica, sociológicamente– las palabras que empleamos. En una
conversación de café, tanto da decir proclamación
que coronación; es incluso
anecdótico. En un texto literario, la elección de uno u otro término vendrá
determinada más por la elegancia en la construcción formal del texto que por
otra causa. En un texto histórico –que se presume científico– no: por mucho que
lo parezca, no es lo mismo leche que caldo de teta.