miércoles, 25 de enero de 2017

Donde os informo de una charla que voy a dar el viernes 27 de enero en el Festival Aragón Negro, por si es de vuestro interés



Esto de los blogs está bien, tiene su punto, porque –como en la novela y en los diarios íntimos, no se me ocurren dos géneros más contrapuestos– el tema, la estructura y el estilo no están fijados de antemano: quien lo escribe lo decide libérrimamente. Así que en la entrada de hoy no voy a recomendar ningún libro, ni a hablar de ningún autor, ni a proponer un tema de reflexión de esos que a veces salen por aquí… Os voy a invitar a la charla con la que participo en el Festival Aragón Negro (FAN) en su cuarta edición, la de este año. Por si no sabéis bien de qué se trata, aquí tenéis el enlace a su web, pero, en pocas palabras, es un evento sobre cine, literatura, fotografía, teatro, cómic, gastronomía… que, a lo largo de dos semanas y en doce sedes ubicadas en las tres provincias aragonesas, permite disfrutar de los géneros negro y de terror en todas sus vertientes artísticas[1].
Pues bien, los organizadores del FAN han tenido la amabilidad de fijarse en algunas de las entradas de este blog –en particular a las referidas a la novela policiaca– y me han invitado a participar en el festival: de esta manera, el próximo viernes 27 de enero, a las 18.30 h., en el Centro Cultural El Molino de Utebo –a dos minutos andando de la estación de cercanías[2]–, hablaremos un rato sobre el tema Los orígenes de la novela policíaca en España o de cómo un género que Poe nunca supo que había inventado acabó llegando desde las calles del París de The Murders in the Rue Morgue (1841) hasta el Madrid de “La gota de sangre” (1911).
Si os apetece asistir, allí nos vemos.


[1] Acerca de la gastronomía considerada como una de las bellas artes ya apunté algo en mi entrada sobre Vázquez Montalbán, el gran patriarca de la novela negra española.
[2] Para los que sois de Zaragoza, aquí va la web donde podéis consultar los horarios de trenes de cercanías entre Zaragoza y Utebo. No diréis que no os lo pongo fácil…

jueves, 19 de enero de 2017

Sobre el asesinato de Roland Barthes y las funciones del lenguaje



Ha caído en mis manos –es un regalo de alguien que conoce bien mis gustos y aficiones literarias– un curioso volumen: La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet[1]. Como quien hizo el regalo es filólogo –clásico, por más señas–, pensé que pretendía que repasara las funciones del lenguaje, así que lo hice: consulté mi manual de lengua española de COU[2] y su página ocho me recordó la existencia de cuatro funciones: la expresiva, la conativa, la representativa y la poética o estética. Rebuscando en otras fuentes pude completar la serie con otras dos: la metalingüística y la fática. En total, seis. No siete. La séptima no aparecía por ningún lado, así que abordé la lectura del libro para informarme de cuál era la función de marras.
Pero, como he dicho antes, quien me lo regaló es alguien que me conoce bien: el destinatario del obsequio era yo –no él–, así que no se trata de un ensayo sobre semiología sino de una novela policiaca, y de una novela policiaca extraordinariamente original en su planteamiento y, sobre todo, en su desarrollo.
Roland Barhes
Voy con el planteamiento. El punto de partida es un hecho histórico: el 25 de marzo de 1980 el semiólogo francés Roland Barthes –en aquel momento, una de las autoridades indiscutibles de su disciplina– fallece tras ser atropellado frente a la Sorbona por una furgoneta. Binet, el autor de la novela, contempla la posibilidad de que no se trate de un accidente, sino de un asesinato con un móvil esotérico: impedir que Barthes hiciera pública la séptima función del lenguaje. A raíz de este hecho, se pasean por las páginas de la novela lo más granado de la intelectualidad ochentera: Michel Foucault, Jacques Lacan, Louis Althusser, Jacques Derrida, Roman Jakobson, Julia Kristeva, Philippe Sollers, Noam Chomsky y, dominando el panorama como el dios supremo de la semiología, Umberto Eco[3]. También aparecen ocasionalmente –en plan cameo– los primeros espadas de la política francesa del momento: Laurent Fabius, Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand. Como contrapunto, los personajes ficticios: el inspector Bayard y su ayudante ocasional, Simon Herzog. El primero es un policía clásico, sin pretensión intelectual alguna, de derechas; el segundo es un doctorando profesor ayudante de universidad, de izquierdas, reclutado prácticamente a la fuerza por el inspector para descifrar la jerga de los semióticos, absolutamente ininteligible para él. No hacen mala pareja: el policía, con su escaso protagonismo personal, tiene su punto de comisario Maigret; el profesor, que imparte la disciplina Semiología de la imagen, interpreta con celeridad los indicios que ve, como antaño hiciera Sherlock Holmes. En cualquier caso, creo no equivocarme si supongo que el texto de la novela remite a otros textos…
Estos son los materiales con los que el autor construye un andamio paródico de dimensiones más que notables: el asesinato de Barthes es lo de menos, no se trata más que una excusa para desarrollar un argumento cuyo eje central es una conspiración a escala planetaria –¿por qué, durante la lectura, no hacía más que acordarme de El péndulo de Foucault?– para hacerse con la séptima función, la que permite que el lenguaje sea la palanca con la que mover la voluntad de los receptores del mensaje: de ahí la importancia política de su control. Esa búsqueda va a llevar a los personajes a través de seis escenarios, correspondientes a las cinco partes de la novela y a su epílogo: París, Bolonia, Ithaca (Nueva York, Estados Unidos), Venecia, otra vez París y Nápoles; todo comienza y termina en París; Bolonia es la ciudad en la que Bayard y Herzog conocen a Umberto Eco; Ithaca es la sede de un congreso universitario donde se reúnen todos los gurús de la materia y se ponen a parir los unos a los otros como auténticos caballeros; Nápoles es un episodio con función de cierre y con una erudita anécdota sobre la pizza Margarita[4]. Es, sin embargo, en la sección sobre Venecia en la que me ha parecido que la novela alcanza su mayor cota de maestría. El escenario, un teatro barroco; los personajes, todos ellos partícipes de la conjura mundial –medio masones, medio carbonarios, medio templarios, medio satánicos: el modelo clásico de El péndulo, vamos–, con máscaras venecianas; la acción, un debate oral sobre un tema más que críptico (On forcène doucement) en el que solo quien domine la séptima función podrá resultar vencedor; para este, la cúspide jerárquica de la organización conspirativa, el Logos Club; para el vencido, una mutilación corporal vergonzante; los contendientes, dos de los personajes centrales del relato cuyas identidades no debo desvelar, habida cuenta de las máscaras que vistosamente ostentan durante la justa verbal; y de trasfondo y a modo de contrapunto, una espectacular reconstrucción de la batalla de Lepanto –recuérdese: el papado, Felipe II y Venecia contra la armada de Selim II el Beodo– con un Cervantes manco, corporalmente mutilado –aunque no de manera vergonzante– que funciona como símbolo, o como signo, o quizá como mero indicio del sentido global del relato.
Para concluir, creo que hay otro aspecto merece destacarse porque subyace a lo largo de toda la narración: es lo que podría denominarse el componente unamuniano de la novela. Me explico: Simon Herzog, como buen semiótico, se pregunta por la naturaleza de lo real: ¿es lo simbólico real?; ¿es real lo ficticio?; ¿son los personajes literarios –don Quijote, Montecristo, Holmes– reales o simplemente supernumerarios[5]?; ¿es Herzog real, por mucho que él sospeche que solo es un personaje literario?:
[…] Simon concreta: «¿Cómo sabes que no estás en una novela? ¿Cómo sabes que no vives dentro de una ficción? ¿Cómo sabes que tú eres real?»
Bayard mira a Simon y le responde con un tono indulgente: «¿Tú eres gilipollas o qué? Lo real es todo, es lo que vivimos.»[6]
Me da la impresión de que el autor comparte la tesis de que la literatura es parte esencial de lo real.


[1] Binet, Laurent: La séptima función del lenguaje [La septième fonction du langage].- Traducción del francés por Adolfo García Ortega.- Seix Barral (Biblioteca Formentor), [Barcelona 2016].- 445 págs. (23 x 13,5).
[2] Lázaro [Carreter], Fernando: Curso de Lengua Española.- Anaya (Manuales de Orientación Universitaria), [Madrid 1979].- 504 págs. (23,5 x 15,5).
[3] Ya he expresado en este blog mi admiración por Umberto Eco, por lo que su recreación como personaje –perdón, como actante– de la novela me ha supuesto un atractivo adicional nada desdeñable.
[4] Pág. 430 de la ed. citada.
[5] Cf. Umberto Eco, Lector in fabula.
[6] Pág. 389.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Vindicación del rigor histórico



Por razones evidentemente profesionales, esta semana he estado examinando el currículo aragonés de geografía e historia para la etapa de enseñanza secundaria obligatoria (ESO); más en concreto, para 4.º curso[1]. Para quienes tengan el buen gusto de no frecuentar en exceso el tornadizo campo de la ordenación  curricular, resumiré ­–muy brevemente– los elementos técnicos de que consta: el legislador hace explícitos los objetivos que se deben alcanzar, los contenidos que el estudiante debe asimilar y los ejes fundamentales sobre los que gira la evaluación del alumno, que en este caso son dos: los criterios de evaluación, que básicamente constituyen una concreción de los contenidos, y los estándares de aprendizaje evaluables, que son los descriptores que permiten verificar que el alumno ha asimilado dichos contenidos[2].
En principio, considero que la idea es magnífica: se trata de dar rango legal a lo que el alumno de un determinado nivel debe saber –y saber hacer y saber ser– y todo mecanismo que dote de seguridad jurídica a los ciudadanos –sea en el plano de los derechos civiles, en el ámbito del sistema educativo o en cualquier otro aspecto de nuestro ordenamiento– debe ser saludado con entusiasmo. En el caso de la comunidad autónoma de Aragón el legislador delegó parte de su trabajo en docentes en activo, que plasmaron en el diseño curricular de la materia que impartían en ese momento –en los criterios y en los estándares– su experiencia diaria en el aula; algunos de esos docentes son muy buenos amigos míos y me han descrito con detalle la forma en que se llevó a cabo ese trabajo, ante el que no creo que quepa objeción alguna.
Pero nada es perfecto: ante el currículo de geografía e historia de 4.º de ESO –esto ya lo he dicho antes– me encuentro con que se debe verificar el siguiente estándar: “Est.GH.8.3.2. Enumera, representa en un eje cronológico y describe algunos de los principales hitos que dieron lugar al cambio en la sociedad española de la transición: coronación de Juan Carlos I, Ley para la Reforma Política de 1976, Ley de Amnistía de 1977, apertura de Cortes Constituyentes, aprobación de la Constitución de 1978, primeras elecciones generales, creación del estado de las autonomías, etc.”[3]. El cumplimiento del estándar es literalmente imposible: el alumno no puede describir la coronación de Juan Carlos I porque Juan Carlos I jamás fue coronado. En España no lo ha sido ningún rey de Castilla desde Juan I (1379-1390) y ningún rey de Aragón desde Fernando I de Antequera (1412-1416).
François Pascal Simon Gérard, Proclamación de Felipe V como rey de España en el palacio de Versalles el 16 de noviembre de 1700 (primer cuarto del s. XIX), castillo de Chambord.
En España, los reyes son proclamados, no coronados: el matiz es importante. La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947[4] –que es la que permitió la proclamación como rey de Juan Carlos I– dice en su artículo 7:
Cuando, vacante la Jefatura del Estado, fuese llamado a suceder en ella el designado según el Artículo anterior, el Consejo de Regencia asumirá los poderes en su nombre y convocará conjuntamente a las Cortes y al Consejo del Reino para recibirle el juramente prescrito en la presente Ley y proclamarle Rey o Regente.[5]
La Constitución Española de 1978, en su artículo 61.1, utiliza también el término proclamar:
El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas.
Con mucho menor rango normativo, la Fundación del español urgente (Fundéu-BBVA) publicaba en 18 de junio de 2014 una serie de recomendaciones de estilo sobre la proclamación como rey de Felipe VI; transcribo la primera de ellas, que se refiere al asunto que me ocupa:
La palabra proclamación es la más adecuada para referirse a los ‘actos públicos y ceremonias con que se declara e inaugura un nuevo reinado’. Como recurso estilístico para evitar repeticiones, este sustantivo puede alternar con entronización coronación, siempre que no se preste a confusiones y teniendo en cuenta que estas dos palabras no reflejan con igual fidelidad el actual ceremonial de la monarquía española: el rey asume el trono o, con valor institucional, la Corona, pero no es sentado en trono alguno ni se realiza el acto en sí de poner una corona sobre el rey.[6]
Expuesto todo lo cual, entiendo que es perfectamente legítimo el uso del término coronación en registros lingüísticos no formales o como recurso estilístico –tampoco hay que pasarse de tiquismiquis–, pero me parece absolutamente inadmisible en un texto de carácter legal y redactado por especialistas en la materia.
Hubo un tiempo –el positivismo decimonónico– en que el objeto fundamental de los historiadores era el estudio de la historia política[7]; en consecuencia, en la formación profesional del historiador se daba una enorme importancia a los contenidos de carácter jurídico –el sujeto de la política es, con matices espaciotemporales, el estado, del que principalmente emanan las leyes (política interior) y las relaciones con los otros estados (política exterior)– hasta el punto de que en algunas universidades españolas las licenciaturas en filosofía y letras y en derecho compartían un primer curso de materias comunes. La renovación metodológica que para el estudio de la historia supuso el marxismo, en primer lugar, y la escuela de Annales, ya en el siglo XX[8], ha motivado que la historia económica y la historia social desplacen a la historia política como objetos privilegiados del saber histórico: así, por ejemplo, los planes de estudio de los grados en historia de algunas facultades españolas incluyen como materia troncal la economía porque se entiende –con razón– que esta disciplina constituye un instrumento indispensable en el bagaje intelectual de un historiador.
El hecho de que consideremos que la enseñanza y la investigación en historia se oriente hacia lo estructural –economías, sociedades, civilizaciones– más que hacia lo coyuntural –la política– no nos exime a los historiadores de olvidar los mecanismos legales sobre los que se asienta la acción política de los estados. O, dicho de otra forma, no nos exime de ser intelectualmente rigurosos. Y el rigor científico –sea en las ciencias formales, en las experimentales o en las sociales– pasa, en primer lugar, por el rigor terminológico y la unicidad semántica de las palabras utilizadas: la gran aportación de Linneo a la biología fue que todos los bichejos del mundo mundial tuvieran una denominación inequívoca, independientemente del nombre que tuvieran en la aldea donde hubiera nacido el naturalista que los estudiaba. Si los historiadores queremos tener un estatuto científico reconocido no podemos descuidar los aspectos terminológicos: no podemos escribir sin detenernos a pensar lo que denotan y lo que no denotan –jurídica, económica, sociológicamente– las palabras que empleamos. En una conversación de café, tanto da decir proclamación que coronación; es incluso anecdótico. En un texto literario, la elección de uno u otro término vendrá determinada más por la elegancia en la construcción formal del texto que por otra causa. En un texto histórico –que se presume científico– no: por mucho que lo parezca, no es lo mismo leche que caldo de teta.


[1] Orden ECD/489/2016, de 26 de mayo, (BOA de 2 de junio), por la que se aprueba el currículo de la Educación Secundaria Obligatoria y se autoriza su aplicación en los centros docentes de la Comunidad Autónoma de Aragón. El anexo en que se desarrolla el currículo de la materia puede consultarse más cómodamente aquí; lo referente a 4.º curso se halla en las páginas 18 a 27 del anexo al que remite al enlace anterior.
[2] Utilizo el término contenido en su acepción más amplia, no en la más restringida de contenido conceptual. La jerga de las leyes educativas españolas es resbaladiza y viscosa, permite su utilización como arma política arrojadiza y muchas veces sugiere más de lo que dice. Creo no equivocarme cuando pienso que es la última encarnación estilística de la escolástica medieval.
[3] Pág. 25 del anexo citado en la nota 1.
[4] Si se quiere consultar la fuente original, cf. el BOE del 9 de junio de 1947 y la corrección de errata aparecida en el BOE del 10 de junio de 1947.
[5] El subrayado es mío.
[6] En este caso, los subrayados son de la fuente.
[7] Como manual de historia de la historiografía suelo utilizar con provecho el siguiente: Casado Quintanilla, Blas (coord.); Abad Varela, Manuel; Alted Vigil, Alicia; Cabrera Valdés, Victoria; Cantera Montenegro, Enrique; Díez López, Asunción; Guiral Pelegrín, Carmen; Martín Rodríguez, José Luis; Martínez Shaw, Carlos; Menéndez Fernández, Mario; Pardo Sanz, Rosa; Sepúlveda Muñoz, Isidro; y Tusell Gómez, Javier: Tendencias historiográficas actuales.- Universidad Nacional de Educación a Distancia (Unidades didácticas n.º 0144103UD01B01).- [Madrid (5)1 2004].- 411 págs. (24 x 17).
[8] Recuérdese que en 1929 Marc Bloch y Lucien Febvre fundaron la revista Annales d’Histoire Économique et Sociale; cuando Fernand Braudel asumió la dirección de la misma en 1947 la rebautizó con el título Annales: économies, sociétés, civilisations.