martes, 25 de abril de 2017

Sobre un "Don Juan" casi desconocido



Se podría escribir una historia de la literatura –ahí dejo la idea– con la historia de los Don Juan: desde el de Tirso de Molina –o Andrés de Claramonte, según otros– o el de Molière hasta el de Byron o el de Torrente Ballester; hay algunos que constituyen hitos ineludibles para cualquier estudioso, como el de Mozart o, al menos por lo que a la literatura española se refiere, el de Zorrilla; otros son casi desconocidos: de uno de estos últimos, el de Vincenzo Righini, es del que me voy a ocupar hoy.
Vincenzo Righini. Grabado de Friedrich Wilhelm Bollinger, 1803
Vincenzo Maria Righini fue un compositor nacido en Bolonia en 1756 –el mismo año que Mozart– y fallecido en 1812. Su nombre tal vez suene al aficionado a la música clásica como autor del tema de las Veinticuatro variaciones para clave o piano en re mayor sobre la arietta de Vincenzo Righini “Vieni amore”, WoO 65, de Beethoven. Su ópera Il convitato di pietra o sia Il dissoluto, sobre un libreto de Nunziato Porta, fue estrenada en el Teatro Regio de Praga en 1776 o en el Kärntnertortheater de Viena el 21 de agosto de 1777, según las fuentes; no fue recuperada escénica y discográficamente hasta finales del siglo XX y principios del XXI[1].
El argumento se ciñe a los cánones sobre los que se establece el mito literario de don Juan: una primera sección, que prácticamente coincide con el acto primero, en la que se desarrolla el tema del libertino (il dissoluto del título); el tema del convidado de piedra es el objeto de los actos segundo y tercero, que presenta alguna novedad de la que daré cuenta más adelante.
El acto primero comienza con una escena que ya se halla en Tirso[2] y en Molière[3]: el rescate de don Juan, tras haber naufragado en el mar, por unos pescadores, entre la que se halla Elisa, a la que seduce. El esquema por el que los dramaturgos presentan que el objeto de seducción de don Juan es independiente del estamento o de la clase social al que pertenece la seducida es uno de los elementos que menos varía de una versión a otra: para ilustrar este aspecto he construido la tabla que figura a continuación, en la que se recogen los principales personajes de los don Juan anteriores o contemporáneos al de Righini y en la que puede comprobarse la coincidencia no solo de los personajes, sino incluso la de sus nombres, con la única notable excepción del criado de don Juan, que no se llama igual en ninguna de las obras.
Tirso (c.1630)
Molière (1665)
Zamora[4]
(1713)
Goldoni[5]
(1736)
Righini – Porta
(1777)
Mozart – Da Ponte (1787)
Don Juan y su criado
Don Juan Tenorio
Dom Juan
Don Juan Tenorio
Don Giovanni Tenorio
Don Giovanni Tenorio
Don Giovanni
Catalinón
Sgaranelle
Camacho

Arlechino
Leporello
El comendador
Don Gonzalo de Ulloa
La statue du Commandeur
Don Gonzalo de Ulloa
Il commendatore di Loyola
Il Commendatore
Il Commendatore
Los reyes
El rey de Castilla

El rey don Alfonso el IX
Don Alfonso (primer ministro del rey de Castilla)
Don Alfonso

El rey de Nápoles





Los nobles
Don Juan Tenorio, el Viejo
Dom Louis
Don Diego Tenorio



El duque Octavio


Il duca Ottavio

Don Ottavio
Doña Ana

Doña Ana de Ulloa
Donna Anna
Donna Anna
Donna Anna
El marqués de La Mota







Filiberto Carrafa





Don Luis de Fresneda



Isabela


Donna Isabella
Donna Isabella


Elvire



Donna Elvira

Don Carlos





Don Alonso




Los plebeyos
Tisbea
Charlotte, Mathurine
Julia, Lesbia
Elisa
Elisa, Lisetta, Corallina
Zerlina
Batricio
Pierrot

Carino
Ombrino, Tiburzio
Masetto
Como se puede apreciar, solo hay dos personajes que aparecen en todos los títulos: el libertino, don Juan, y el convidado de piedra, el comendador; el resto son, aparentemente, prescindibles: en Goldoni no hay criado; la hija del comendador, violada por don Juan, se llama Ana en cinco de las seis piezas[6], pero en la de Molière pasa a llamarse Elvira, nombre que solo retomará Mozart para un personaje con una función dramática distinta a la de la Elvira original; no siempre aparecen ni el rey de Castilla ni el padre del libertino; no obstante, y bajo distintos nombres –Tisbea, Charlotte, Elisa, Zerlina…– sí que resulta obligada la presencia de la joven de extracción plebeya a quien seducir.
Dramáticamente hablando, lo más original de la obra de Righini se halla en el acto tercero, un acto muy breve –cinco escenas, frente a las doce de cada uno de los dos actos anteriores–[7] en la que figura una escena, la última, que no me consta que se halle en ninguna versión anterior: don Juan en los infiernos. Me explico: los Don Juan de los siglos XVII y XVIII concluyen con la llegada de una legión de demonios que arrastran a don Juan al infierno; tras este momento se cierra el telón –por ejemplo, en Molière– o hay un breve epílogo de carácter moral en el que los personajes reflexionan sobre el destino eterno de don Juan –por ejemplo, en Mozart[8]–. En Righini, no: el comendador y sus demonios arrastran a don Juan a los infiernos en la escena primera del acto tercero; después, tres escenas con contenido narrativo –para atar cabos argumentales sueltos– y líricas –con algún aria de bravura como “Geme la tortorella”, en la escena tercera: no olvidemos de que estamos en la ópera y quienes han pagado su localidad tienen derecho a su dosis de atletismo vocal–; finalmente, en la Scena ultima, que lleva como acotación Infernale. Don Giovanni solo, don Juan se enfrenta entre gritos al coro de furias que le anuncian lo que le espera por toda la eternidad. Opino sinceramente que cuando el autor incluyó esta sección pensaba más en términos musicales que dramáticos: la condenación de don Juan estaba ya clara desde la escena primera del acto tercero, pero concluir una ópera con un coro sonoro y rotundo asegura el aplauso del auditorio, que es lo que se pretende en tales eventos.[9]


[1] Hasta donde yo he podido saber, se reestrenó en Praga en 1997 y en Brno en 2003. El registro de que dispongo es un doble CD grabado en directo en septiembre de 2003 y editado en 2005 por el sello Bongiovanni con Bartolo Musil, Augusto Valença, Francesca Lanza, Sang Man Lee, Maurizio Leoni, Yoon-Jin Song, Veronica Soldera, Mauro Corna, So-Young Shin y Gonnie van Heughten como solistas y la Internationale Belcanto Orchestra bajo la dirección de Fabio Maestri.
[2] Del Don Juan de Tirso poseo dos ediciones, ambas en editorial Cátedra: Molina, maestro Tirso de [seud. de fray Gabriel Téllez]: El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Décima edición.- Edición de Joaquín Casalduero [Martí].- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 58), [Madrid] 10[1986].- 133 págs., 2 ilustr. en negro (18 x 11); y la posterior Molina, Tirso de [seud. de fray Gabriel Téllez], atribuida a: El burlador de Sevilla. Séptima edición.- Edición de Alfredo Rodríguez López-Vázquez.- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 58), [Madrid] 7[1995].- 309 págs. (18 x 11). En esta última se reproducen las tesis sobre la autoría de Andrés de Claramonte que el editor ya había presentado en Claramonte, Andrés de: El burlador de Sevilla atribuído tradicionalmente a Tirso de Molina.- Ed. crítica de Alfredo Rodríguez López-Vázquez.- [Préface de Charles Aubrun].- Edition Reichenberger (Teatro del Siglo de Oro. Ediciones críticas n.º 12), Kassel 1987.- XII + 282 págs., ilustr. en negro (24 x 16,5).
[3] La edición de Molière que suelo consultar es Molière [seud. de Jean-Baptiste Poquelin]: Dom Juan ou Le Festin de Pierre. Comédie. 1665.- Préface de Jean - Jacques Gautier.- Commentaires et notes de Jacques Morel.- Le Livre de Poche (no 6130), [Paris 1991].- 158 pages, 4 illustr. (16,5 x 11).
[4] Zamora, Antonio de: No hay deuda que no se pague y convidado de piedra.- Edición y estudio: Ignacio Arellano [Ayuso].- Sociedad Estatal España Nuevo Milenio (Mitos universales de la literatura española. Bibliografía complementaria), Madrid 2001.- 227 págs. (23,5 x 17).
[5] Goldoni, Carlo: El retorno del veraneo de ---.- Don Juan Tenorio de --- [Il ritorno della villeggiattura.- Don Giovanni Tenorio o sia Il disoluto].- Trad. de Luigia Perotto (El retorno del veraneo) y versión de Jorge Urrutia y Leopoldo de Luis (Don Juan Tenorio).- Artículos de Franco Fido, Giorgio Strehler, Víctor Pagán y Jorge Urrutia.- [Asociación de Directores de Escena de España] (serie Literatura Dramática n.º 28), [Madrid 1993].- 322 págs., ilustr. en negro (20 x 13).
[6] No puedo dejar de hacer notar que en el Don Juan de Zorrilla la hija del comendador es doña Inés, pero ni las fuentes del drama romántico español, ni su propósito, ni su resolución ni la función del personaje lo hacen heredero de la tradición barroca y clásica del mito.
[7] En la grabación discográfica que referencio en la nota 1 el acto tercero como tal desaparece y, tras expurgar algunos pasajes, se reduce a un epílogo de algo más de quince minutos en el que sí figura la escena que comento. Para un estudio en profundidad es preciso cotejar el libreto que acompaña a la grabación mencionada con otras fuentes, por ejemplo, http://www.librettidopera.it/convit/convit.html.
[8] Hay que hacer notar que este epílogo siempre ha resultado un tanto postizo hasta el punto de que en las representaciones decimonónicas del Don Giovanni mozartiano, representaciones cuya visión no era precisamente ilustrada, se suprimía sin ningún pudor.
[9] Por otro lado, no puedo por menos de preguntarme si el autor conocía el ballet de Christoph Willibald Gluck Don Juan, estrenado en el Burgtheater de Viena el 17 de octubre de 1761 y cuyo último número será reutilizado por el propio Gluck en la Danza de las furias de su ópera Orfeo ed Euridice –la primera de sus óperas de reforma–, estrenada en el mismo teatro vienés el 5 de octubre de 1762.

miércoles, 25 de enero de 2017

Donde os informo de una charla que voy a dar el viernes 27 de enero en el Festival Aragón Negro, por si es de vuestro interés



Esto de los blogs está bien, tiene su punto, porque –como en la novela y en los diarios íntimos, no se me ocurren dos géneros más contrapuestos– el tema, la estructura y el estilo no están fijados de antemano: quien lo escribe lo decide libérrimamente. Así que en la entrada de hoy no voy a recomendar ningún libro, ni a hablar de ningún autor, ni a proponer un tema de reflexión de esos que a veces salen por aquí… Os voy a invitar a la charla con la que participo en el Festival Aragón Negro (FAN) en su cuarta edición, la de este año. Por si no sabéis bien de qué se trata, aquí tenéis el enlace a su web, pero, en pocas palabras, es un evento sobre cine, literatura, fotografía, teatro, cómic, gastronomía… que, a lo largo de dos semanas y en doce sedes ubicadas en las tres provincias aragonesas, permite disfrutar de los géneros negro y de terror en todas sus vertientes artísticas[1].
Pues bien, los organizadores del FAN han tenido la amabilidad de fijarse en algunas de las entradas de este blog –en particular a las referidas a la novela policiaca– y me han invitado a participar en el festival: de esta manera, el próximo viernes 27 de enero, a las 18.30 h., en el Centro Cultural El Molino de Utebo –a dos minutos andando de la estación de cercanías[2]–, hablaremos un rato sobre el tema Los orígenes de la novela policíaca en España o de cómo un género que Poe nunca supo que había inventado acabó llegando desde las calles del París de The Murders in the Rue Morgue (1841) hasta el Madrid de “La gota de sangre” (1911).
Si os apetece asistir, allí nos vemos.


[1] Acerca de la gastronomía considerada como una de las bellas artes ya apunté algo en mi entrada sobre Vázquez Montalbán, el gran patriarca de la novela negra española.
[2] Para los que sois de Zaragoza, aquí va la web donde podéis consultar los horarios de trenes de cercanías entre Zaragoza y Utebo. No diréis que no os lo pongo fácil…

jueves, 19 de enero de 2017

Sobre el asesinato de Roland Barthes y las funciones del lenguaje



Ha caído en mis manos –es un regalo de alguien que conoce bien mis gustos y aficiones literarias– un curioso volumen: La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet[1]. Como quien hizo el regalo es filólogo –clásico, por más señas–, pensé que pretendía que repasara las funciones del lenguaje, así que lo hice: consulté mi manual de lengua española de COU[2] y su página ocho me recordó la existencia de cuatro funciones: la expresiva, la conativa, la representativa y la poética o estética. Rebuscando en otras fuentes pude completar la serie con otras dos: la metalingüística y la fática. En total, seis. No siete. La séptima no aparecía por ningún lado, así que abordé la lectura del libro para informarme de cuál era la función de marras.
Pero, como he dicho antes, quien me lo regaló es alguien que me conoce bien: el destinatario del obsequio era yo –no él–, así que no se trata de un ensayo sobre semiología sino de una novela policiaca, y de una novela policiaca extraordinariamente original en su planteamiento y, sobre todo, en su desarrollo.
Roland Barhes
Voy con el planteamiento. El punto de partida es un hecho histórico: el 25 de marzo de 1980 el semiólogo francés Roland Barthes –en aquel momento, una de las autoridades indiscutibles de su disciplina– fallece tras ser atropellado frente a la Sorbona por una furgoneta. Binet, el autor de la novela, contempla la posibilidad de que no se trate de un accidente, sino de un asesinato con un móvil esotérico: impedir que Barthes hiciera pública la séptima función del lenguaje. A raíz de este hecho, se pasean por las páginas de la novela lo más granado de la intelectualidad ochentera: Michel Foucault, Jacques Lacan, Louis Althusser, Jacques Derrida, Roman Jakobson, Julia Kristeva, Philippe Sollers, Noam Chomsky y, dominando el panorama como el dios supremo de la semiología, Umberto Eco[3]. También aparecen ocasionalmente –en plan cameo– los primeros espadas de la política francesa del momento: Laurent Fabius, Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand. Como contrapunto, los personajes ficticios: el inspector Bayard y su ayudante ocasional, Simon Herzog. El primero es un policía clásico, sin pretensión intelectual alguna, de derechas; el segundo es un doctorando profesor ayudante de universidad, de izquierdas, reclutado prácticamente a la fuerza por el inspector para descifrar la jerga de los semióticos, absolutamente ininteligible para él. No hacen mala pareja: el policía, con su escaso protagonismo personal, tiene su punto de comisario Maigret; el profesor, que imparte la disciplina Semiología de la imagen, interpreta con celeridad los indicios que ve, como antaño hiciera Sherlock Holmes. En cualquier caso, creo no equivocarme si supongo que el texto de la novela remite a otros textos…
Estos son los materiales con los que el autor construye un andamio paródico de dimensiones más que notables: el asesinato de Barthes es lo de menos, no se trata más que una excusa para desarrollar un argumento cuyo eje central es una conspiración a escala planetaria –¿por qué, durante la lectura, no hacía más que acordarme de El péndulo de Foucault?– para hacerse con la séptima función, la que permite que el lenguaje sea la palanca con la que mover la voluntad de los receptores del mensaje: de ahí la importancia política de su control. Esa búsqueda va a llevar a los personajes a través de seis escenarios, correspondientes a las cinco partes de la novela y a su epílogo: París, Bolonia, Ithaca (Nueva York, Estados Unidos), Venecia, otra vez París y Nápoles; todo comienza y termina en París; Bolonia es la ciudad en la que Bayard y Herzog conocen a Umberto Eco; Ithaca es la sede de un congreso universitario donde se reúnen todos los gurús de la materia y se ponen a parir los unos a los otros como auténticos caballeros; Nápoles es un episodio con función de cierre y con una erudita anécdota sobre la pizza Margarita[4]. Es, sin embargo, en la sección sobre Venecia en la que me ha parecido que la novela alcanza su mayor cota de maestría. El escenario, un teatro barroco; los personajes, todos ellos partícipes de la conjura mundial –medio masones, medio carbonarios, medio templarios, medio satánicos: el modelo clásico de El péndulo, vamos–, con máscaras venecianas; la acción, un debate oral sobre un tema más que críptico (On forcène doucement) en el que solo quien domine la séptima función podrá resultar vencedor; para este, la cúspide jerárquica de la organización conspirativa, el Logos Club; para el vencido, una mutilación corporal vergonzante; los contendientes, dos de los personajes centrales del relato cuyas identidades no debo desvelar, habida cuenta de las máscaras que vistosamente ostentan durante la justa verbal; y de trasfondo y a modo de contrapunto, una espectacular reconstrucción de la batalla de Lepanto –recuérdese: el papado, Felipe II y Venecia contra la armada de Selim II el Beodo– con un Cervantes manco, corporalmente mutilado –aunque no de manera vergonzante– que funciona como símbolo, o como signo, o quizá como mero indicio del sentido global del relato.
Para concluir, creo que hay otro aspecto merece destacarse porque subyace a lo largo de toda la narración: es lo que podría denominarse el componente unamuniano de la novela. Me explico: Simon Herzog, como buen semiótico, se pregunta por la naturaleza de lo real: ¿es lo simbólico real?; ¿es real lo ficticio?; ¿son los personajes literarios –don Quijote, Montecristo, Holmes– reales o simplemente supernumerarios[5]?; ¿es Herzog real, por mucho que él sospeche que solo es un personaje literario?:
[…] Simon concreta: «¿Cómo sabes que no estás en una novela? ¿Cómo sabes que no vives dentro de una ficción? ¿Cómo sabes que tú eres real?»
Bayard mira a Simon y le responde con un tono indulgente: «¿Tú eres gilipollas o qué? Lo real es todo, es lo que vivimos.»[6]
Me da la impresión de que el autor comparte la tesis de que la literatura es parte esencial de lo real.


[1] Binet, Laurent: La séptima función del lenguaje [La septième fonction du langage].- Traducción del francés por Adolfo García Ortega.- Seix Barral (Biblioteca Formentor), [Barcelona 2016].- 445 págs. (23 x 13,5).
[2] Lázaro [Carreter], Fernando: Curso de Lengua Española.- Anaya (Manuales de Orientación Universitaria), [Madrid 1979].- 504 págs. (23,5 x 15,5).
[3] Ya he expresado en este blog mi admiración por Umberto Eco, por lo que su recreación como personaje –perdón, como actante– de la novela me ha supuesto un atractivo adicional nada desdeñable.
[4] Pág. 430 de la ed. citada.
[5] Cf. Umberto Eco, Lector in fabula.
[6] Pág. 389.