domingo, 17 de abril de 2016

De propaganda política (II)



Hace tres semanas intentaba analizar cómo los reyes normandos de Inglaterra habían desplegado una serie de instrumentos propagandísticos –me detenía en un tapiz y en un libro– para legitimar un régimen político cuyo primer acto era una invasión militar; el mecanismo era simple: se buscaba en la historia reciente y remota los argumentos que justificaban dicha invasión y se revestían de los ropajes adecuados. Algún seguidor –y amigo– me ha dicho que tampoco habían cambiado tanto las cosas desde la edad media. Tiene razón. En la historia contemporánea pueden buscarse muchos ejemplos:  verbi gratia, en España entre 1936 y 1975.
El franquismo es un régimen surgido tras una sublevación militar, la del 18 de julio de 1936. Desde ese mismo momento, al igual que en la Inglaterra de Guillermo I el Conquistador después de la batalla de Hastings, los ideólogos del régimen no dejaron de pensar en los mecanismos que dotaran de legitimidad a la España de Franco. No son los de índole jurídica los que me interesan en este momento –de una sutileza verdaderamente bizantina– sino los que funcionan como medios de propaganda. También elegiré dos: un edificio y una canción. El mensaje del edificio –como el del libro– se destinaba a las élites cultivadas; el de la canción –como el del tapiz–, a los estratos populares. En ambos casos, el régimen de Franco intentaba descender de la España imperial, la de los siglos de oro.
Luis Gutiérrez Soto, ministerio del Aire, 1940-1951
El edificio es el ministerio del Aire de Luis Gutiérrez Soto situado en la plaza de la Moncloa de Madrid. Según los datos que extraigo de las páginas 375-377 de Arquitectura española siglo XX de Ángel Urrutia[1], ante el encargo del entonces ministro del aire, el general Juan Vigón Suero-Días, Gutiérrez Soto presentó dos alzados: uno, de 1941, inspirado en las obras de los alemanes Paul Ludwig Troost y Albert Speer[2]; el segundo, de 1942, será el que finalmente se llevará a cabo: su perfil recuerda tanto al monasterio de El Escorial –el monasterio construido por Felipe II como sede de una comunidad de jerónimos, panteón real y centro neurálgico de un gobierno en cuyos dominios no se ponía el sol– que los madrileños, no sin cierta retranca, lo llamaron durante cierto tiempo el monasterio del Aire. Me da la impresión de que al propio Gutiérrez Soto no le acababa de complacer la filiación –tal vez por lo que de falta de originalidad subyace en la misma– por cuanto en 1951, el año de conclusión de la obra, el arquitecto llegará decir que no había pretendido que el edificio se pareciera a El Escorial, y que si se parecía, no era esa su intención. “El invariante español de estos edificios oficiales es –y creo haberlo interpretado correctamente del libro de Chueca: Los invariantes castizos de la arquitectura española– un cubo con cuatro torres y una portada, y ese fue el camino que seguí.”[3] Lo que no aclara si Chueca obtuvo dichos invariantes castizos abstrayendo precisamente de la enorme influencia posterior de El Escorial y de la arquitectura escurialense.
Uno de los motivos recurrentes de la historiografía franquista era que la decadencia española comenzó con la entronización de la dinastía borbónica en la persona de Felipe V. De Francia venía todo lo malo: la Ilustración, el libre pensamiento, el volterianismo, el liberalismo… Y el pistoletazo de salida se situaba la guerra de sucesión española, origen del declive militar español (nadie parecía acordarse ni de Rocroi ni de las sucesivas dentelladas territoriales de Luis XIV a los ejércitos de Carlos II el Hechizado). ¿Se podría hacer una canción, más o menos pegadiza, sobre los enemigos de España, para que todo el mundo  pudiera tararearla? Hágase. ¿Cuál era el mayor enemigo de España? En ese momento era la pérfida Albión, of course (menos mal que Zarra nos había vengado en el mundial de fútbol de 1950).
La canción se titula Gibraltar, español. El intérprete respondía al nombre artístico de José Luis y su guitarra, recientemente fallecido y muy popular por una canción llamada Mariquilla. La letra no tiene desperdicio; ahí va, saboréenla, porque es todo un manifiesto programático:
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar.
1704, el mes de julio,
una gran flota viene, suena el cañón,
y al archiduque Carlos le rinde nuestra gente
pero no a los ingleses el peñón (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar.
Unos años mas tarde, por un tratado,
hacemos concesiones en Gibraltar
dándole a los ingleses varias atribuciones
pero sin posesión territorial (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar
Han pasado los años por el peñón
y la bandera inglesa ondea al sol
mas a pesar de todo el mundo no ha olvidado
que Gibraltar será siempre español (bis).
Esta es la verdad, la pura verdad,
esta es la verdad sobre Gibraltar
No tienen razón, bien lo sabe Dios,
no tienen razón: Gibraltar español (bis).
Permítaseme enumerar los cuatro argumentos que contiene, porque son geniales: i) nuestra gente rinde el peñón el archiduque Carlos de Austria, no a los ingleses; ii) por un tratado (¿un tratado ignoto? ¿cuálquier tratado?) se hacen concesiones no territoriales a los ingleses; iii) independientemente de tratados y de mandangas que tampoco nos llevan a ningún sitio, todo el mundo reconoce la españolidad de Gibraltar; iv) y a mayor abundamiento, esto lo sabe hasta Dios.
Más rotundo, imposible.


[1] Urrutia [Núñez], Ángel: Arquitectura española siglo XX. Segunda edición, corregida, actualizada y ampliada en índices.- Cátedra (Manuales Arte Cátedra), [Madrid] 2 [2003].- 887 págs., 333 ilustr. en negro (21 x 15).
[2] Ambos eran los arquitectos preferidos de Hitler: el primero lo fue hasta su fallecimiento en 1934; el segundo tomó el testigo del primero en las preferencias del dictador y llegó a ocupar el ministerio alemán de armamento y guerra durante la segunda guerra mundial.
[3] Revista Nacional de Arquitectura, núm. 112 (abril de 1951), 41; citado por Urrutia, ibídem, 376-377 y nota.

domingo, 3 de abril de 2016

Miguel de Cervantes: de la vida al mito



Biblioteca Nacional
El sábado por la tarde estuve en la Biblioteca Nacional de España[1]. Es un edificio venerable, cuyas escaleras de acceso están presididas, en primera fila –como si fueran los delanteros– por san Isidoro de Sevilla y Alfonso X el Sabio y detrás –en posición de defensas– por Nebrija, Luis Vives, Lope de Vega y Cervantes, quien era, en último término, el causante de que me hubiera acercado hasta allí: quería ver la exposición que con motivo del cuadrigéntesimo aniversario de su muerte ­–23 de abril de 1616– se ha organizado.
Vaya por delante mi entusiasmo hacia la iniciativa. Vivimos en un país envidioso y cainita que tiende a olvidar con demasiada facilidad a sus grandes hombres. A veces, se utiliza la excusa de que la cultura académica es elitista, y, por consiguiente, retrógrada, antisocial y facha. Otras, que la literatura –o el arte, o la música, o el pensamiento en general– del pasado carece de significatividad para el alumno de la enseñanza obligatoria y que es preferible dotarle de contenidos que le sirvan para su vida real. Nunca he entendido qué es una vida real sin literatura, sin arte, sin música, sin pensamiento en general; siempre he pensado que algunas personas solo tendrán oportunidad de acercarse a la cultura académica en sus años de enseñanza obligatoria y que lo retrógrado, antisocial y facha es negarles esa oportunidad, cerrarles esa puerta; en España, hay gente para quienes Goya, Velázquez, Quevedo, Cervantes o estarán en sus años escolares o no estarán; tampoco es demasiado importante: ni Goya, ni Velázquez ni Quevedo ni Cervantes son especialmente significativos.
Soltado el exabrupto y habiéndome quedado tan ricamente, vuelvo a la exposición que me  ocupa: se titula Miguel de Cervantes: de la vida al mito (1616-2016), está abierta hasta el 22 de mayo y, como se explica en el folleto firmado por Juan Manuel Lucía Megías –el comisario de la exposición– cuya portada reproduzco, se articula en torno a tres ejes: el Cervantes hombre, el Cervantes personaje y el Cervantes mito. En la primera sección, el Cervantes hombre, están los documentos: las ciudades donde vivió –incluida Argamasilla de Tormes, la de los académicos–, la partida de bautismo, las cartas, los memoriales, las actas, los libros, los manuscritos; cuando se ve, tras las vitrinas, las ediciones príncipe de las dos partes del Quijote –y de las Novelas ejemplares y del póstumo Persiles– se tiene la impresión de haber llegado a la meta de un viaje iniciático. La parte del Cervantes personaje se dedica a la iconografía del escritor: la preside el famoso cuadro de Juan de Jáuregi –el que se reproduce en todos los manuales–, cuya cartela me dejó sorprendido: siempre lo había tenido por el único retrato auténtico de Cervantes (según se lee en el prólogo de las Novelas ejemplares), pero en la susodicha cartela se lee: ¿s. XVII?, ¿s. XIX? Tendré que investigar el tema. En cualquier caso, pueden contemplarse ese retrato y otros, más o menos conocidos, de los cuales me llamaron la atención dos: uno, de Dalí; otro, copia de un original atribuido a Velázquez.
Retrato de Cervantes por Juan de Jáuregui
La tercera sección se dedica a la construcción del mito: la influencia de Cervantes en la literatura inglesa –la traducción londinense de 1620, las obras de Fielding o de Sterne–, los monumentos públicos a su memoria –el que se halla frente al Congreso de los Diputados, el de la Plaza de España de Madrid–, su presencia en la cultura popular –etiquetas de medicinas, de librillos de papel de fumar– y la reflexión de los intelectuales españoles: desde la primera biografía de Cervantes –debida a Gregorio Mayans y Siscar y publicada en 1738– hasta los trabajos de Ortega –Meditaciones del Quijote, 1914–, Unamuno –Vida de don Quijote y Sancho, 1931– o Azaña –Cervantes y la invención del Quijote, conferencia pronunciada en 1930 y editada en 1934–. Ante este último volumen no pude por menos de preguntarme cuántos de nuestros expresidentes actuales serían capaces de disertar sobre Cervantes; dejo la pregunta en el aire.
Les animo a ir. Disfruten de la visita. Y si van –de paso, cañazo– no dejen de entrar en otra exposición temporal contigua a la de Cervantes: La biblioteca del Inca Garcilaso de la Vega. Más libros, muchos más libros, los libros que leía el autor de los Comentarios reales: Vitruvio, Bocaccio, Ariosto, Salustio… y retratos de los incas, y cerámica de la época colombina, y telas, y armas… un verdadero viaje al Perú del XVI. Y cuando salgan, échenle un vistazo a la librería: seguro que compran algo.
Creo que no lo he dicho: había un buen número de visitantes. Eso está bien. Vale.

domingo, 27 de marzo de 2016

De propaganda política (I)



El 5 de enero de 1066 moría el rey Eduardo el Confesor y la asamblea de notables elegía para sucederle a su cuñado Haroldo II Godwinson. El trono de Inglaterra tenía, sin embargo, otro pretendiente que acabaría resultando vencendor: Guillermo, duque de Normandía, llamado el Conquistador, que venció a Haroldo en la batalla de Hastings (14 de octubre de 1066). Guillermo, bastardo del duque Roberto I de Normandía, fue coronado como rey de Inglaterra en la abadía de Westminster –como la mayor parte de los reyes ingleses– el día de Navidad –como Carlomagno, como el emperador Otón III– de 1066.
Las crónicas normandas están llenas de argumentos que justifican la invasión: desde que Eduardo el Confesor había sancionado las pretensiones sucesorias de Guillermo hasta que Haroldo había jurado sobre reliquias sagradas apoyar a Guillermo como rey de Inglaterra a la muerte de Eduardo. Las crónicas sajonas niegan estos extremos: recalcan que Haroldo prestó juramento al haber sido hecho prisionero por Guillermo, tras encallar en las costas francesas, ­y que las susodichas reliquias estaban debajo de la mesa sin que pudieran ser vistas por el rehén, lo que invalidaba el juramento. No es el objeto de esta entrada las triquiñuelas jurídico-legales con que los ideólogos del nuevo rey legitimaban su acceso al trono: me interesa más la labor de propaganda. Esa labor se hace con un tapiz, para los iletrados, y con un libro, para los letrados.
Detalle del tapiz de Bayeux: Isti mirant stellam
El tapiz es el de Bayeux[1]. Ahora está en el Musée de la Tapisserie de Bayeux (siempre me acordaré de la carrera que tuve que echar para verlo porque el autobús en el que iba llegaba a la ciudad pasadas las cinco, cerraban a las seis y no quería perderme semejante maravilla), pero el lugar donde se exhibió originalmente, desde el 14 de julio de 1077, fue la catedral, para que fuera visto por todos. Es un enorme cómic de unos setenta metros de largo y medio metro de alto en que se narran en cincuenta y ocho escenas los hechos que llevaron a la batalla de Hastings y el desarrollo de la propia batalla. El esfuerzo propangandístico es enorme: está todo. Hay varias escenas que merecen ser examinadas con detenimiento; así, el juramento de fidelidad de Haroldo a Guillermo (Ubi Harold sacramentum fecit Willelmo duci se lee sobre una escena en que aparecen dos enormes relicarios); la aparición de un cometa al principio del reinado de Haroldo que se considera un augurio nefasto (Isti mirant stellam; hoy lo identificamos con el cometa Halley, pero ellos no podían saberlo); y la última escena, la muerte de Haroldo con una flecha atravesándole el ojo (Hic Harold rex interfectus est); entre medio, el desembarco de los normandos en Inglaterra y todo el desarrollo de la batalla. La secuencia es clara: alguien jura, ese juramento es en falso, los astros lo anuncian y ese alguien es vencido y muerto en el campo de batalla por el rey legítimo.
El libro está en latín, por supuesto. Se titula Historia regum Britanniæ[2]. Lo escribió un clérigo galés, Geoffrey de Monmouth (Galfridus Monemutensis). Guillermo I el Conquistador había muerto en 1087; lo habían sucedido sus hijos Guillermo II el Rojo (1087-1100) y Enrique I Beauclerc (1100-1135) y su nieto Esteban I de Blois (1135-1141); es en los primeros años de este último, entre 1136 y 1139, cuando
Ilustración de la Historia regum Britanniae
Monmouth escribe su libro. Su propósito aparente es simple: contar la historia de los britanos desde su orígenes hasta Cadvalandro, en el siglo VII. Su propósito latente es mucho más complejo: dotar a la dinastía anglonormanda fundada por Guillermo I de legitimidad histórica y mítica. El argumento sobre el que se funda es sencillo: los normandos son los sucesores naturales de los britanos, puesto que han conquistado la tierra que les perteneció, lo que ya en sí mismo es un mérito; ahora bien, los britanos descienden en línea directa de Bruto, bisnieto de Eneas, hijo de Venus –o de Afrodita, según la mitología romana o griega que se tome como referencia–; por consiguiente, los reyes de Inglaterra descienden directamente, como Augusto en la Eneida, de los dioses.
El libro de Monmouth es un texto fundamental, uno de los textos más fundamentales de toda la edad media: entre Bruto y Cadvalandro, el primero de los reyes y el último, algunos de los nombres fundamentales de la cultura europea. Citaré tres: Cimbelino, Lear, Arturo. Shakespeare sin Monmouth está cojo. Fue Monmouth quien dio el pistoletazo de salida al ciclo artúrico[3]: es la fuente de Chrétien de Troyes, de La quête du Graal, de La Morte D’Arthur de sir Thomas Malory, de Indiana Jones incluso; como se lee en el capítulo XIII de la primera parte del Quijote
—¿No han vuestras mercedes leído —respondió don Quijote— los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos «el rey Artús», de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues de ese Artús que ha de volver es de quien descienden los britanos, los normandos, los reyes de Inglaterra, en suma. Serían medievales, pero de propaganda política sabían un rato largo.


[1] Una primera aproximación al sentido del tapiz puede hallarse (págs. 8-13) en Hagen, Rose - Marie y Rainer: Los secretos de las obras de arte. Tomo 1- [Traducción de Carmen Sánchez Rodríguez].- Taschen, Köln - etc. [2003].- 494 págs., ilustr. en color (25 x 20).
[2] Monmouth, Geoffrey de: Historia de los reyes de Britania [Historia regum Britanniæ].- Edición preparada por Luis Alberto de Cuenca [y Prado].- Ediciones Siruela (Selección de Lecturas Medievales n.º 8), Madrid 1984.- XX + 223 págs., 2 ilustr. en negro (23 x 14).
[3] La síntesis sobre el ciclo artúrico más asequible que conozco es García Gual, Carlos: Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda. Análisis de un mito literario.- Alianza Editorial (El libro de bolsillo, Biblioteca artúrica n.º BT 8709), [Madrid (1)1 2003].- 219 págs., 8 láminas en color (17,5 x 11).