domingo, 20 de marzo de 2016

Juegos de espejos



Primera edición de la primera parte del Quijote


Las estéticas barrocas plantean la inexistencia de una línea divisoria entre lo que, desde una posición filosóficamente más realista, denominamos realidad y ficción. Cuando leemos, pongo por caso, Le comte de Monte-Cristo, estamos razonablemente seguros de que existen dos universos paralelos: más allá de la superficie del papel está el mundo de Edmond Dantès y del abate Faria, del castillo de If y de los salones parisinos, de los nobles y los banqueros de la Restauración francesa; más acá de la superficie del papel estamos nosotros, los lectores, confortablemente instalados en nuestra butaca, disfrutando de la peripecia con la seguridad de sabernos espectadores de una historia le pasa a otro. Cuando nos adentramos en el Quijote[1], los límites se rompen: en el capítulo LIX de la segunda parte el hidalgo tiene en sus manos la falsa continuación de sus aventuras, lo que hace que desista de asistir a unas justas en Zaragoza diciendo:
—Por el mismo caso […] no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
Así, el Quijote de Avellaneda, que está más acá de la superficie del papel, cambia la historia que está más allá de dicha superficie.  A mayor abundamiento, poco después (capítulo LXII de la segunda parte) don Quijote llega a Barcelona y entra en una imprenta:
Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro, y, preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas.
Velázquez, Las Meninas
—Ya yo tengo noticia deste libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
La historia verdadera es la fingida, la escrita por Cervantes (perdón, por Cide Hamete Benengeli: multipliquemos el juego de las autorías, reales o fingidas, ad infinitum); la de Avellaneda, que existe en la realidad, es cualquier cosa menos verdadera.
Sigamos en el barroco y sentémonos ante Las Meninas[2]: el pintor de cámara, Velázquez, está pintando a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, según vemos en el espejo del fondo; nosotros, los espectadores, compartimos el espacio de los retratados mientras vemos el bastidor en que se sostiene el lienzo: la presencia de ese bastidor en mitad del cuadro provoca que lo que está más acá de la superficie pintada –nuestro mundo real– se convierta en lo pintado, en lo fingido, mientras que lo que está más allá de la superficie pintada se pueble de personajes –la infanta Margarita, las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, los enanos Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, la dama de honor Marcela de Ulloa, el aposentador José Nieto, el propio Velázquez y un mastín que entrecierra los ojos sabiéndose inmortal– que observan cómo se pinta la realidad del más acá. En último término, lo real y lo irreal se confunden en una sola realidad.
Jorge Luis Borges
Borges, al que fascinaban estos juegos de espejos, imaginó una sociedad de sabios que creó un mundo ab nihilo e insertó objetos del mundo creado en nuestro mundo real[3]; el mismo Borges, en el ensayo “La flor de Coleridge”[4], reproduce una nota del poeta inglés en que  se lee lo siguiente:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?
Julio Cortázar
Todas estas reflexiones han venido motivadas por el descubrimiento de un cuento de 1964 de Julio Cortázar, “Continuidad de los parques”[5], en la que el protagonista, arrellanado en su sillón favorito, se enfrasca en la conclusión de una novela totalmente absorbente; en solo dos páginas Cortázar consigue construir un relato en el que el límite entre lo real y lo irreal no es que sea difuso, es que directamente no existe. No quiero destripar el relato (creo que esto en inglés se llama spoiler): mi objeto es provocar la curiosidad que anime a su lectura.[6]

[1] La edición del Quijote que siempre he utilizado es la que compré en mis años escolares y que aún conservo, casi desencuadernada y con un montón de notas manuscritas a lápiz: Cervantes [Saavedra], Miguel de: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.- Edición, introducción y notas de Martín de Riquer [Morera].- Planeta (Clásicos Universales Planeta n.º 1), [Barcelona 2 1981].- LXXXVIII + 1183 págs., 2 ilustr. en negro (17,5 x 11,5). El valiosísimo contenido de las notas de esa edición se puede consultar en el siguiente volumen: Riquer [Morera], Martín de: Aproximación al Quijote.- Prólogo de Dámaso Alonso [y Fernández de las Redondas].- Salvat Editores, S. A. - Alianza Editorial, S. A. (Biblioteca Básica Salvat n.º 49), [Estella 1970]. No obstante, y saltando por encima de mis querencias sentimentales como lector, debo reconocer que las bibliotecas digitales proporcionan una enorme cantidad de recursos para aproximarse al texto cervantino: desde el facsímil de la edición príncipe por parte de la Biblioteca Nacional (http://quijote.bne.es/libro.html) hasta la edición crítica del Centro Virtual Cervantes dirigida por Francisco Rico (http://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote). Quien no lea el Quijote es porque no quiere.
[3] “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Ficciones. Relatos.- Planeta (Narrativa n.º 12), [Barcelona 1979].- 187 págs. (21 x 13).
[4] Incluido en Borges [Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Otras inquisiciones.- Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 604), Madrid [4 1985].- 194 págs. (18 x 11).
[5] Está incluido en Los relatos (2), Alianza Editorial, S. A., Madrid, pero lo descubrí en las págs. 15-16 del volumen conmemorativo del octogésimo quinto aniversario de la Casa del Libro y cuya ficha reproduzco: Cercas [Mena], Javier; Cortázar [Descotte], Julio [Florencio]; Azúa [Comella], Félix de; García Hortelano, Juan; Hanff, Helene; Heller, Joseph; Hemingway, Ernest; James, P[hyllis] D[orothy]; Kafka, Franz; Khadra, Yasmina [seud. de Mohammed Moulessehoul]; Manguel, Alberto; Millás [García], Juan José; Trapiello, Andrés [García]; Parker, Dorothy; Peri Rossi, Cristina; Poe, Edgar Allan; Rodari, Gianni; Savater [Ortiz], Fernando [Fernández - ]; Sabato [Ferrari], Ernesto; Tusquets, Esther; Vázquez Montalbán, Manuel; Vila - Matas, Enrique; Zambrano [Alarcón], María; y Zschirnt, Christiane: BiblioRelatos.- [Casa del Libro, Barcelona 2008].- 255 págs. (19 x 12,5).

domingo, 13 de marzo de 2016

Una visita al Museo Arqueológico Nacional



Algún seguidor del blog me ha escrito reclamándome la entrada del fin de semana pasado, pero el fin de semana pasado no tuve ni un minuto para ponerme a escribir: el grupo de amigos de toda la vida (y no es una hipérbole: nos conocemos desde hace cuarenta años, sobre poco más o menos) homenajeamos nuestra  amistad con una escapada gastronómica a Madrid y a Toledo, que resultó más que satisfactoria tanto desde el punto de vista personal como del de la calidad, abundancia y variedad de las viandas degustadas. Pero como no solo de pan vive el hombre, algún refrigerio cultural también cayó; puesto que este es un blog sobre libros y sobre historias –no sobre gastronomía, de momento, pero todo se andará– me voy a circunscribir a algunas cosas que vimos en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid[1] y que me llamaron especialmente la atención.
Vaya por delante que el Arqueológico Nacional es un museo que me gusta mucho, no tanto por las piezas que alberga –que también–, sino por su concepción museística; hasta 2008 tenia la disposición de los museos decimonónicos, seria, doctoral y rancia; tras su reforma y reapertura en 2013, es uno de los mejor resueltos que conozco: han conseguido crear un espacio cómodo, diáfano, bien iluminado y dotado con una serie de presentaciones audiovisuales de forma que las piezas expuestas llaman la atención del visitante, resultan atractivas y despiertan su curiosidad, y eso que los bifaces achelenses y las puntas de flecha epipaleolíticas no son precisamente espectaculares.
Dama de Elche


Dama de Baza
Sí lo son las esculturas ibéricas: tanto la Dama de Elche (ss. V-IV a. C.) como la Dama de Baza (s. IV) parecen la versión local de la Nefertiti del Museo de Pérgamo de Berlín: siempre están rodeadas de curiosos. Pero en esta entrada no voy a deternerme necesariamente en las piezas más conocidas, sino en algunas que, por una u otra causa, me llamaron la atención. Comienzo con dos esculturas de la edad media, aunque separadas por cuatro siglos: el Crucifijo de don Fernando y doña Sancha (anterior a 1063) y la estatua orante de Pedro I el Cruel de Castilla (s. XV). Ambas me gustan por la misma razón: las encuentro enormemente expresivas. La cara del Cristo románico y, en especial, sus ojos, no son las de un ajusticiado a punto de morir, sino las de alguien que está totalmente vivo y que nos mira desde su propia vitalidad. La faz de Pedro I es, por el contrario, hiératica, característica de la que, paradójicamente, nace su expresividad, una expresividad de ultratumba; es un retrato realista que no idealiza al personaje de acuerdo a determinados cánones estéticos: a mí siempre me ha evocado un reinado oscuro marcado por las guerras civiles y por la trágica muerte del rey en Montiel.
Crucifijo de don Fernando y doña Sancha
Estatua orante de Pedro I el Cruel
Ahora, dos piezas relacionadas con Aragón. En primer lugar, el busto en porcelana de Pedro Pablo Abarca de Bolea, X conde de Aranda (c.1790) realizado en la Real Fábrica de Alcora; dicho establecimiento era, dicho sea de paso, una manufactura real creada por el IX conde de Aranda –el padre del conde que nos ocupa– en 1727. Este retrato me gusta por varias razones: porque se reproduce en todos los manuales y siempre es reconfortante encontrarte con algo familiar, como si fuera un viejo conocido; porque el político aragonés me ha caído bien de toda la vida –a pesar de sus maquiavelismos políticos se opuso al ascenso a Godoy, y eso siempre me ha parecido un mérito, viniere de quien viniere–; y porque cada vez que, estando en Zaragoza, paso por la calle conde de Aranda haciendo esquina con César Augusto –y paso muchas veces– y veo el busto que la asociación local de comerciantes ha erigido al conde, sonrío al reconocer la fuente iconográfica del que procede.
Busto del X conde de Aranda
La otra obra relacionada con Aragón es una maqueta en cinc repujado de la Torre Nueva de Zaragoza, datada antes de 1874 y procedente del taller de Valero Tiestos. La Torre Nueva era un campanario mudéjar construido entre 1504 y 1512; poco después de su inauguración, comenzó a inclinarse como si estuviera en Pisa; tremendamente unida a la historia de la ciudad, constituyó su símbolo hasta que fue demolida en 1892 por orden del ayuntamiento. Los zaragozanos no hemos conseguido olvidarla.
Valero Tiestos, maqueta de la Torre Nueva
Dos pinturas que me parecieron muy divertidas: del Retablo de san Martín de Tours (s. XV, procedente de la iglesia parroquial de Nueno, Huesca) de Pedro de Zuera y Juan de la Abadía el Joven, me encantó una de las figuras de la predela que representa a un demonio en forma de mujer –se sabe que es un demonio por una especie de cuernecillos que le salen de la cabeza–; y en la Misa de san Gregorio (s. XV, procedente del retablo del monasterio de santa Clara de Campos, Palencia), atribuido a Juan de Nalda, disfruté un montón paseando la vista por el muestrario de exvotos que rodean a Cristo; estoy seguro que esa no era la intención del pintor, pero no pude evitarlo.
Pedro de Zuera y Juan de la Abadía, el Joven, Retablo de san Martín de Tours

Hojas de tabaco utilizadas como medio de pago
Y para terminar, uno de los grandes aciertos, a mi juicio, del museo: la sección, ubicada entre las plantas primera y segunda, dedicada a la historia del dinero; ojo: no es una sección de numismática –aunque hay muchas monedas– sino de dinero en general: billetes, cajas de caudales, balanzas de cambistas, tarjetas de crédito, libros de contabilidad y elementos que han servido como medios de pago en diferentes espacios y tiempos: así, las hojas de tabaco de la foto adjunta. Estuve buscando los collares de concha a los que me refería en una entrada anterior, pero entre que la exposición ocupa las últimas salas, que no iba solo y que se hacía la hora de comer, me faltó tiempo y no los encontré. Prometo que en la próxima visita que haga empezaré por aquí, los buscaré y les haré la correspondiente instantánea.

domingo, 28 de febrero de 2016

Sobre la imagen del poder (I)



Isabel II, velada, de Torreggiani

Voy al Museo del Prado con muchísima frecuencia –creo no exagerar si digo que no pasan dos meses sin atravesar sus puertas– y como desde la ampliación de Rafael Moneo la entrada más habitual es la que está frente a los Jerónimos, suelo ir al edificio Villanueva –el de Velázquez y El Bosco y Rubens y El Greco y, desperdigado en varias plantas, Goya– atravesando las salas dedicadas a las colecciones de arte español del siglo XIX; en el centro de una de ellas me topé con una escultura que desconocía totalmente: se trata de Isabel II, velada (1855) del ferrarés Camillo Torreggiani[1].
Lo primero que me llamó la atención fue su virtuosismo técnico: se trata de un busto de la reina Isabel II de España con la cara cubierta por un velo; el artista, del que tampoco tenía referencia alguna, consigue reproducir en mármol de Carrara de manera magistral la textura suave y vaporosa del velo.  Hay que señalar, no obstante, que este tipo de proezas tiene su tradición en la escultura italiana: los napolitanos están orgullosos del Cristo velato (1753) de Giuseppe Sanmartino de la capilla Sansevero, así que, una vez superada la impresión inicial, llegó la inevitable pregunta: ¿y esto a qué viene? ¿de qué va?
Cristo velato, de Sanmartino
Creo honestamente que hallé la respuesta al consultar la Iconología de Ripa[2] (1597); es, según se sabe, el principal repertorio iconográfico utilizado en la Europa católica a partir del siglo XVII. Pues bien, en la entrada Religión, se lee la siguiente descripción de la Religión Cristiana y Verdadera[3]:
Otra mujer cuyo rostro está cubierto por largo y sutil velo, que aparece sosteniendo un Libro y una Cruz con la derecha, y una llama de fuego con la izquierda, poniéndose tras ella otra figura que representa un Elefante. […]
Va con el rostro velado por cuanto la Religión mira hacia Dios, como dice San Pablo, per speculum in ænigmate, por cuanto los hombres siempre vivimos atados y dependientes de nuestros sentidos corpóreos. Por lo demás la Religión siempre tuvo algo de oculto y de secreto, conservándose en medio de los misterios de sus figuras, ritos y ceremonias como si estuviera oculta tras ciertos velos y cortinajes.
No hay ni libro ni cruz ni llama, pero tampoco hay brazos con que sostenerlos; no hay elefante, pero en un busto exento tampoco suele haber trasfondo escenográfico. Creo que el verdadero problema radica en la utilización, a mediados del siglo en que se instaura en España el estado liberal, de una iconografía claramente tridentina. Presupongo el academicismo del autor –en el XIX, casi todos los artistas áulicos eran académicos– pero sigo preguntándome la finalidad de servirse de tal recurso iconográfico.
Adelantaré aquí mi hipótesis, basada más en la experiencia que en una base documental: muy probablemente, se trata de la imagen que el poder –la reina– quería dar de sí misma. Dudo mucho de que Isabel II manejara sofisticados repertorios iconográficos tardorrenacentistas –su escasa formación y sus faltas de ortografía son poco menos que legendarias–, pero sí que a partir de 1845, aproximadamente, la soberana se mueve entre dos polos emocionales: por un lado, sus interminables escarceos sexuales con media corte, escarceos que eran del dominio público; por otro, su religiosidad sentimentaloide y seudomística que, después del pecado, buscaba la redención a través de sor Patrocionio, la monja de las llagas, y de san Antonio María Claret, su confesor. A la altura de 1855, cuando en España mandaban los liberalotes esparteristas, pienso que la reina que intervino en promover la definición del dogma de la Inmaculada Concepción[4] entre las demás monarquías católicas se veía –y quería que se le viese– como una especie de defensora de la fe católica en una Europa cada vez más secularizada. En último término planteo, como digo, una hipótesis para explicar la iconografía de la Isabel II, velada del Prado, una hipótesis que no veo totalmente descabellada y que podría dar lugar a una interesante línea de trabajo: la imagen del poder sobre sí mismo en la España contemporánea.
Napoleón cruzando los Alpes, de David

La reflexión sobre la imagen del poder siempre genera fructíferas lecciones. Recuerdo que en la facultad el profesor de arte contemporáneo nos hizo reflexionar ante el Napoleón cruzando los Alpes (1801) de David sobre el hecho de que la forma más segura de atravesar una cordillera escarpada es utilizar un mulo –no un caballo en corveta–, pero la pose no queda heroica y no se puede hacer foto para la posteridad[5].



[Anotación del 29 de febrero: me llega por Facebook el comentario de Jesús, un amigo que vive en Munich; me parece que aporta elementos de interés a la entrada por lo que, con su permiso, lo reproduzco a continuación de manera casi íntegra:]
Al ver la imagen no he podido evitar recordar "La fe" de Corradini (según he comprobado después; obviamente no recordaba el nombre del escultor). La vi hace unos cuantos años durante una visita al Real Sitio de La Granja, siendo yo todavía bastante enano y me impresionó por el virtuosismo (o, ante los ojos infantiles, "¿cómo se puede esculpir un velo, translúcido?"). De hecho pensaba que se trataba de la misma escultura, puesto que recordaba sobre todo el velo y los ojos.
https://4.bp.blogspot.com/.../vpigBd.../s1600/image0-003.jpg de la página: http://marcapaginasdejusta.blogspot.de/.../reales-sitios...
He tenido dificultades para encontrar la escultura de La Granja, al parecer el amigo Corradini se pasó la vida haciendo lo que más sabía (supongo), velos en mármol, y llenó Europa de frías mujeres veladas :): http://www.foroxerbar.com/viewtopic.php?t=5764





[2] [Ripa, Cesare]: Iconología [Iconologia overo Descrittione dell'Imagini universali].- [Prólogo de Adita Allo Manero.- Traducción del italiano de Juan Barja y Yago Barja.- Traducción del latín y griego de Rosa M(aría) Mariño Sánchez-Elvira y Fernando García Romero].- [Akal] (Arte y estética n.º 8), [Madrid 3 2002].- 2 tomos: t. I, 587 págs., ilustr. en negro; t. II, 569 págs., ilustr. en negro (24 x 17).
[3] Págs. 259ss. del tomo II de la edición citada.
[4] Dicho dogma se define en la bula Ineffabilis Deus de 1854. 
[5] Nota añadida el 16 de junio de 2024: He encontrado una representación mucho más realista del paso del Gran San Bernardo a caballo en el cuadro de Paul Delaroche Bonaparte cruzando los Alpes (1848, Walker Art Gallery, Liverpool), que el lector puede ver en https://es.wikipedia.org/wiki/Bonaparte_cruzando_los_Alpes (consultado el 16/06/2024).