Acabo de terminar –no hace ni una
hora– una novela sorprendente desde dos puntos de vista: el temático y el
técnico. Se trata de Lincoln en el Bardo de
George Saunders[1],
escritor cuya existencia desconocía hasta hace menos de un par de meses; la
obra se publicó en su lengua original el año pasado y el ejemplar con que
cuento muestra como fecha de edición abril
de 2018: así pues, se trata, hasta donde a mí se me alcanza, de la primera
traducción al español. De la solapa de mi ejemplar obtengo la información de
que es la primera novela del autor, aunque ya había publicado varias
colecciones de cuentos, por lo que no es, en sentido estricto, una ópera prima;
también me entero de que imparte clases de escritura creativa en la Universidad
de Siracusa, en Nueva York: mi asombro ante la capacidad de los estadounidenses
para generar disciplinas universitarias que en Europa ni se nos ocurrirían no
tiene límites.
George Saunders |
Voy con el plano temático: el
argumento parte de un hecho real, la muerte, el 20 de febrero de 1862, de Willie Lincoln, el tercer hijo del
presidente Abraham Lincoln, a la edad de once años. El marco histórico es bien
conocido –la guerra de secesión americana, 1861-1865–, por lo que no me
detendré en él; del dolor del padre, más que comprensible, dan cumplida cuenta
biógrafos e historiadores. Pero de lo que no puede dar cumplida cuenta nadie es
de lo que pasó después: del tiempo que Willie
Lincoln permaneció en el Bardo. Yo no sabía lo que era el Bardo: así, con
mayúscula, siempre lo he asociado con Shakespeare, pero conforme avanzaba en la
lectura veía que el bardo de Stratford ni aparecía ni iba a aparecer; indagando
por internet me enteré de que, en la tradición budista tibetana, el bardo es un estado intermedio entre la
muerte y la próxima reencarnación. Bueno, pues de eso es de lo que va la
novela: del tiempo –una noche– en que el recién fallecido hijo del presidente permanece
entre la vida terrenal y un no sé sabe qué le espera, de las interrelaciones
con otros semejantes que están en su misma situación y, lo que supone el
aspecto más hondamente humano del relato, del deseo de poder comunicarse con el
mundo de los vivos –en particular, con su padre–, con el mundo que acaba de
abandonar, así como del deseo simétrico por parte del presidente de entablar
contacto con su hijo. Es una novela de fantasmas, pero no es una novela de
terror: es de los pocos relatos de fantasmas –para mí, el primero, fuera del
inolvidable The Canterville Ghost (1887) de Oscar
Wilde– en que el miedo no es la emoción que se pretende despertar en el lector.
Es la descripción de un mundo habitado por muertos que no saben que están
muertos o que, si lo saben, se lo niegan a sí mismos con la esperanza de no
estarlo llamando a los ataúdes, de manera eufemística, cajón de enfermo; es un mundo en el que reina la incertidumbre sobre
el futuro, sobre el destino personal, sobre si se volverá a la vida terrena o
si solo es una etapa intermedia hacia un estadio mejor o, más probablemente, pavoroso:
es un mundo en el que uno de los personajes, un reverendo convencido de su
propia rectitud, entrevé su juicio y su futuro en un espantoso infierno y
decide su permanencia voluntaria –y finalmente frustrada– en el limbo en que se
halla[2]. En
una entrada anterior mencioné la distinción de Borges
entre los infiernos literarios como lugares en el que ocurren hechos atroces o
como lugares atroces: el de Saunders es de los segundos. En cualquier caso, el
tema de la novela son las complicadas relaciones humanas entre seres –y he aquí
la paradoja y la originalidad– que han dejado atrás su condición de humanos.
Voy con el plano técnico: la novela se
estructura en ciento ocho capítulos de extensión variable, de los cuales en
algunos se habla del mundo de los vivos y otros –la mayoría– están enfocados
desde la perspectiva del mundo de los muertos. Los primeros están construidos a
partir de citas –o de presuntas citas, no lo he comprobado– de memorias, de
epistolarios, de notas de prensa y de libros de historia de la época o sobre la
época de la guerra de secesión cuyo cometido es poner ante los ojos del lector
el marco histórico en que se desarrolla la acción verdaderamente importante,
que es el objeto de los segundos, en los que son los muertos los que hablan. Al
volver a releer las líneas que acabo de escribir he recordado la distinción que
hacía Cortázar en Rayuela entre
capítulos prescindibles y capítulos imprescindibles[3]:
como Rayuela, Lincoln en el Bardo es
una novela rompecabezas, una novela collage,
una novela puzle, en la que el lector y no el autor es quien tiene que
ensamblar las piezas si quiere llegar a algún sitio. A mayor abundamiento, los
capítulos dedicados al mundo de los muertos –los capítulos imprescindibles– tampoco presentan una estructura narrativa tradicional:
son fragmentos de monólogo interior de los habitantes del Bardo dispuestos de manera contrapuntística; hay tres personajes
–además de Willie Lincoln– que llevan
el peso de la historia, lo que constituye un eficaz recurso para que la
atención del lector no se disipe en el universo coral de todas las voces narrativas
que aparecen. No me ha disgustado nada encontrarme con esta técnica –la del
monólogo interior– utilizada de manera general hasta mediados de la década de los
setenta del siglo XX y progresivamente desaparecida en favor de fórmulas
narrativas más tradicionales. Creo que el motivo de este abandono se halla en
la conjunción del hastío de un sector del público ante una técnica de la que se
estaba abusando en aras de un retoricismo hueco y que presenta ciertas dificultades
iniciales para el lector medio, por un lado, y de la intención de algunos
escritores de retomar el placer de contar
historias[4],
por otro. Pues bien, Saunders se
permite el más difícil todavía de articular de forma prácticamente íntegra una
novela mediante monólogos interiores poniendo estos al servicio de una narración
que avanza, que no se estanca, que resulta perfectamente comprensible –salvadas
las páginas iniciales en que el lector no deja de preguntarse de qué va todo
aquello– y que además ahonda en la condición humana con unos personajes cuya
condición trasciende lo humano.
[1] Saunders, George: Lincoln
en el Bardo [Lincoln in the Bardo].- Traducción del inglés de Javier Calvo.-
Seix Barral (Biblioteca Formentor), [Barcelona 2018].- 439 págs. (23 x 13,5).
[2]
Op. cit., 232-244.
[3] La edición que manejo de Rayuela es Cortázar [Descotte], Julio [Florencio]: Rayuela.- Edición de Andrés Amorós
[Guardiola].- Cátedra (Letras Hispánicas n.º 200), [Madrid 2
1984].- 746 págs., 9 fotos, 1 plano (18 x 11).
[4] No creo que a este proceso
sea ajeno el boom de la novela hispanoamericana:
si la mencionada Rayuela (1963), uno
de los pilares del boom, es probablemente
la obra más avanzada en el camino de la experimentación, la publicación de Cien años de soledad (1967) mostró cómo
se podía estar en la vanguardia narrativa utilizando una manera de contar
aparentemente tradicional. De esta última es especialmente recomendable la
edición conmemorativa de los cuarenta años de su publicación: García Márquez, Gabriel: Cien años de soledad. Texto revisado por el
autor para esta edición.- [Prólogos de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes,
Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén.- Apéndices de Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez].- Real Academia - Asociación de Academias de la
Lengua Española, [Barcelona 2007].- CXVIII + 613 págs., ilustr. en negro (20,5
x 12).
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