Hay novelas que uno las aborda con una idea preconcebida,
buscando determinadas cosas –personajes, situaciones, ambientes– y luego la
novela hace con uno lo que quiere y le lleva por donde le da la gana. Esto es
lo que me ha pasado con El gigante
enterrado (2015) de Kazuo Ishiguro. Del examen de la contraportada de la
edición que manejo[1]
se infiere que es una narración que transcurre en el universo artúrico, así
que, con lo que a mí me va el tema –ya he escrito sobre él en alguna ocasión–, comencé su lectura con la
idea de que básicamente se trataría de una recreación contemporánea de las
aventuras de viejos conocidos –Arturo, Ginebra, Lanzarote, Merlín…– de esos que
han conformado el sustrato de la cultura europea durante siglos.
Pues no. O no solo. Es bastante más. Lo del universo
artúrico es una excusa argumental para construir una sólida reflexión sobre los
temas fundamentales del hombre y de la literatura: sobre la historia, sobre la
guerra, sobre la muerte y, de manera muy principal –y no me lo esperaba en un
relato de estas características–, sobre el amor: El gigante enterrado es, sobre todo, una novela de amor.
Kazuo Ishiguro |
La acción transcurre en una Inglaterra mítica de cronología
nebulosa: se dice que Merlín y Arturo han muerto[2] y
que, de los caballeros de la Mesa Redonda, el único que sobrevive –y que
aparece en la novela– es el sobrino del rey, sir Gawain[3]. O
sea, en la segunda mitad del siglo VI. Hay tres círculos de personajes
centrales: por un lado, una pareja de ancianos, Axl y Beatrice, que emprenden
un viaje –que se presume corto pero que atraviesa toda la narración– para
buscar un hijo al que casi ni recuerdan; en segundo lugar, un guerrero sajón,
Wistan, y un joven, Edwin, que ha sido mordido por un dragón hembra, Querig, y
al que Wistan toma como discípulo en el arte de la guerra; y por último, un sir
Gawain muy anciano, a veces casi ridículo, que funciona como engarce con el
ciclo artúrico y cuya pareja, por mor de la simetría narrativa, es su caballo
Horace. Los tres grupos de personajes pasan la mayor parte de la novela compartiendo
las jornadas de viaje de Axl y Beatrice, pero, según avanza la narración,
comienzan a compartir –al menos aparentemente– un objetivo común que en buena
medida se convierte en la justificación del propio viaje: matar a Querig, que emana
una especie de niebla de singulares efectos: provoca en quien la respira el
olvido de su pasado.
Es esta niebla –junto con el viaje– el motivo temático que
articula todo el relato. La niebla apareció tras la victoria de Arturo sobre
los sajones, lo que ha hecho que estos olvidaran la masacre cometida por los
britanos sobre sus ancianos, sus mujeres y sus niños y ha dado origen, además, a
un largo periodo de paz entre ambos pueblos porque nadie se acuerda de lo que
pasó en la guerra. Y por eso Wistan, enviado por su rey, quiere acabar con el
dragón: para que su pueblo recuerde su historia y tome venganza sobre los
britanos. El dilema ético al que se enfrentan los personajes –y el lector, con
ellos– en el plano social es evidente: ¿se debe recordar el pasado –se debe
matar al dragón– aun a costa de una nueva guerra o es la paz un bien superior a
cualquier otro, incluido el recuerdo de la propia historia?
Es también en la niebla donde se enmarca la historia de amor
entre los dos ancianos: Axl muestra hacia Beatrice una ternura que va creciendo
a lo largo de la novela y que alcanza su culminación en la escena final, ya anticipada
en la primera parte del relato: la pareja tiene que embarcar en un pequeño
esquife en el que no caben ambos hacia una isla donde quizá
habite su hijo, pero se niegan a hacerlo por separado en dos viajes
sucesivos –las reminiscencias clásicas del tema del barquero son evidentes–; pero
ambos temen que ese amor no sería tan fuerte si en él no mediara el olvido
nacido de la niebla: en el transcurso de la novela aparecen retazos de
recuerdos del pasado común que dejan entrever una relación llena de
dificultades y –para entremezclar más aún temas y motivos– en el que Axl
desempeña un papel relevante como caballero de Arturo en las guerras entre
britanos y sajones. El dilema ético del plano personal es, en este sentido,
paralelo al del plano social: ¿se
debe recordar el pasado –se debe matar al dragón– aún a costa de la felicidad
conyugal o es el amor un bien superior a cualquier otro, incluido el recuerdo
de la vida en común de la propia pareja?
En cuanto a sir Gawain, es el único que recuerda claramente la
historia –la historia común y la suya personal–: en consecuencia, es el único
cuyas acciones responden a una motivación definida y asumida; el lector me
permitirá no desvelar más sobre el particular porque constituye uno de los
resortes narrativos más eficaces del relato.
Quiero destacar, para concluir, un aspecto que me ha
parecido básico en la construcción de El
gigante enterrado: el estilo. A pesar de tratarse de una traducción del
inglés, se percibe una notable voluntad de estilo que reproduce en el plano
lingüístico lo que se cuenta en el plano argumental. Es un estilo lento, moroso
–ojo, no pesado–, de párrafo largo, minucioso y desdibujado al tiempo, con
cambios de punto de vista –en determinado momento, se sustituye la tercera
persona narrativa por una primera persona en la que sir Gawain toma la palabra–;
es un estilo que, desde mi punto de vista, pretende que el lector se sienta
como si leyera en mitad de un banco de niebla.
[1]
Ishiguro,
Kazuo: El gigante enterrado [The Buried Giant].-
Traducción de Mauricio Bach.- Editorial Anagrama (Panorama de narrativas n.º
935), Barcelona [2016].- 365 págs. (22 x 14).
[2]
Según la tradición,
Arturo murió –o fue llevado a la isla de Avalón, lo que viene a ser lo mismo– a
manos de su hijo Mordred en la batalla de Camlann, en 537.
[3] El Galván de la tradición
hispánica.