Los ratones de biblioteca somos tremendamente crédulos.
Vamos en busca de libros, de datos, de erudición –la mayor parte de las veces
gratuita e inútil, pero muy decorativa– y cuando encontramos un volumen con
abundantes notas a pie de página y con una amplia bibliografía lo ponderamos
ante quienes tienen la gentileza –diría más: la bonhomía– de aguantarnos la
tabarra. Pero muy pocas veces, por falta de tiempo las menos, por falta de
ganas las más, comprobamos la veracidad de dichas referencias. Las damos por
buenas, directamente. Pero ¿y si fueran erróneas o, simplemente, falsas? Bah…
eso no es posible… algún erudito más formado que nosotros se habría percatado y
lo habría denunciado públicamente: es inviable que una cita, que un dato, que una
fecha no verificada salte al papel impreso y nadie alce inmediatamente su voz
acusando de mendaz al autor del texto[1].
Roberto Bolaño |
El origen de esta reflexión tiene su origen en dos
excelentes amigos que me honran entrando de vez en cuando en este blog. Uno de
ellos –que de manera ocasional ha realizado algún comentario bajo el seudónimo
de Vinoman 66 Tondonia– me dijo que nunca leía mis notas a pie de
página porque estaba seguro de que eran correctas. Cuando se lo comenté al
segundo de ellos –el doctor en filología clásica que ya ha aparecido por aquí– me respondió que hacía mal
porque existía una novela construida por entero a partir de referencias
bibliográficas totalmente inventadas. Cuando le manifesté mi incredulidad me refutó
con el título: La literatura nazi en
América (1996), de Roberto Bolaño[2].
Roberto Bolaño (1953-2003) era –es– un escritor de una
imaginación absolutamente prodigiosa. No satisfecho con idear un argumento,
pergeña treinta y dos: las treinta y dos biografías de treinta y dos periodistas,
poetas, dramaturgos y novelistas con un único vínculo común, su ideología
ultraderechista; treinta y dos personajes agrupados en trece capítulos, a cual
más delirante: desde la bonaerense –aunque nacida en Berlín– Luz Mendiluce
Thomson, cuya fama descansaba en una fotografía con el Führer que le tomaron de niña y que dio lugar al poema “Con Hitler
fui feliz”, hasta el caraqueño Franz Zwickau, autor de la composición “Diálogo
con Hermann Goering en el infierno”, pasando por el haitiano Max Mirebalais,
que adopta diversos y esquizofrénicos seudónimos (Max Kasimir, Max von
Hauptmann, Max Le Gueule, Jacques Artibonito) para variar de registro y que, a
pesar de su negritud –o tal vez a causa de ella–, no renuncia a ser un poeta que
logre hermanar las razas aria y masái.
Espero haber sido lo suficientemente diestro para que de los
ejemplos anteriores no se desprenda que el texto que me ocupa es una obra cuyo
propósito es exaltar el nazismo, sino todo lo contrario: Bolaño –anarquista militante
y objeto de persecución por el régimen de Augusto Pinochet hasta el punto de no
poder pisar su Chile natal entre 1973 y 1998[3]– recurre
a la sátira, a la ironía y al humor para poner de relieve lo aberrante de la
ideología nazi y, por extensión, de cualquier otra de raíz fascista. Y la
sátira de Bolaño se basa en el recurso más específico de un escritor, en el
estilo, en un estilo inteligente y conscientemente cuidado: cualquiera de las
páginas de La literatura nazi en América remeda
las de un manual o las de una reseña de revista de crítica literaria. Su tono
es enteramente verosímil, su contenido es totalmente fingido: en el culmen de
la mistificación se hallan las páginas finales, tres apéndices de factura
académica en que, bajo la rúbrica “Epílogo para monstruos”, se relacionan
alfabéticamente los autores, las editoriales y revistas y los títulos de los libros
con los que la imaginación del autor ha construido la totalidad del texto.
Al leer cada una de las biografías fingidas de La literatura nazi en América me venía a
la cabeza aquel cuento de Borges[4] en
que se reconstruye y se glosa con detalle la producción escrita de Pierre
Menard, que en pleno siglo XX y desde la perspectiva del siglo XX se obligó a
reproducir el Quijote de forma
literal[5]; si Borges es la fuente, si Borges es
el maestro, Bolaño es, como diría Plinio el
Viejo, el artifex monstruorum:
los monstruos están en el epílogo.
[1]
En realidad, esto es
más común de lo que parece. Permítaseme un recuerdo personal: cuando estaba
terminando mi licenciatura en historia, dos compañeros de estudios –de la
especialidad de arte– al tiempo que amigos descubrieron que unos frescos
atribuidos al pintor Jusepe Martínez (1602-1682) eran en realidad de Antonio
Bisquert (1596-1646); la técnica que emplearon fue extremadamente simple:
fueron a ver las pinturas y vieron que estaban firmadas por Bisquert. El error
provenía de que el padre de la historiografía artística española, Juan Agustín
Ceán Bermúdez (1749-1829), las había atribuido a Martínez y, a partir de ese
momento, todos los tratadistas posteriores habían reproducido acríticamente la
autoría de este sin que nadie, hasta 1989, se preguntara por su fundamento.
Para más detalles, cf. Ceán Bermúdez,
Juan Agustín: Diccionario
histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España.- Prólogo
de Miguel Morán Turina.- Istmo -
Akal (Fuentes de Arte n.º 17), [Madrid 2001].- 17 + x págs. (24 x 17) (edición
facsímil de la príncipe de 1800); y Buil
Guallar, Carlos, y Lozano López,
Juan Carlos: “Antonio Bisquert, autor de dos ciclos pictóricos
atribuidos a Jusepe Martínez”, Boletín
del Museo e Instituto “Camón Aznar”. Obra Social de la Caja de Ahorros de
Zaragoza, Aragón y Rioja, (Zaragoza), n.º XLI (1990), 75-85, 4 figuras en
negro.
[2]
Bolaño
[Ávalos], Roberto:
La literatura nazi en América.- Debolsillo
(Contemporánea), [Barcelona 2017].- 183 págs. (19 x 12).
[3]
Aunque Pinochet fue
sucedido como presidente de Chile por Patricio Aylwin en 1990, el cargo de
comandante en jefe del ejército no lo abandonó hasta el 10 de marzo de 1998.
[4]
Debo tener fijación con
Borges: lo quiera o no lo quiera, acaba apareciendo siempre…
[5]
“Pierre Menard, autor
del Quijote”, en Borges
[Acevedo], Jorge [Francisco Isidoro] Luis: Ficciones.
Relatos
(Planeta, [Barcelona 1979]), 41-52.
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