Un amable lector
comentó, a propósito de mi penúltima entrada, que podía relacionarse la sociedad descrita
en La fundación de Antonio Buero Vallejo con la obra Utopía de
Tomás Moro. Me permití discrepar por una cuestión de prefijos: la etimología
que proporciona el DRAE del término utopía es la siguiente: “Del lat.
mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal
perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος
tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'.”; a continuación puede leerse:
“1. f. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil
realización. // 2. f. Representación imaginativa de una sociedad futura de
características favorecedoras del bien humano.”. Por el contrario, la entrada distopía
del diccionario académico dice: “Del lat. mod. dystopia, y este del
gr. δυσ- dys- 'dis-2' y utopia 'utopía'. // 1. f.
Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas
causantes de la alienación humana.”. Es decir, ambos términos se aplican a la
representación ficticia de una sociedad futura, pero en el caso de la utopía
los adjetivos empleados son perfecto, deseable, favorecedor, mientras
que el que acompaña a distopía es negativo. En este sentido, yo entendía
que la situación descrita en La fundación no era utópica sino distópica.
Me parece
revelador que, fuera de algún antecedente remoto, las distopías surjan en la
literatura occidental en el siglo XX. Hasta ese momento se puede trazar una
línea cronológica que –por decir un par de nombres de peso– parta de La
república de Platón y llegue hasta El capital de Marx y en la que
figuren los intentos de filósofos, pensadores, literatos y escritores
–arbitristas incluidos– para diseñar una sociedad futura en la que se pusiera
coto a los desafueros sufridos por los coetáneos de quien en cada momento escribiere.
Bajo este planteamiento subyace la idea de que es posible la mejora de la
sociedad humana, la idea de progreso, cuya formulación clásica es uno de los
legados de la Ilustración[1].
Son los acontecimientos históricos del siglo XX –las dos guerras mundiales, la
aparición de los totalitarismos– los que hacen a algunos autores plantearse la
posibilidad que el futuro no haya de ser necesariamente mejor: el caldo
de cultivo para la aparición de las distopías estaba servido.
George Orwell |
Entiendo que el
primer texto de relevancia al que puede aplicarse esta etiqueta es Un mundo
feliz (1932) de Aldous Huxley[2],
pero el que ha gozado de mayor fortuna –probablemente por su enorme capacidad
de predicción– es 1984 de George Orwell[3],
redactado en 1948 (nótese que el título proviene de la inversión de las dos
últimas cifras) y publicado al año siguiente. 1984 está atestado de ideas
proféticas que el tiempo ha ido confirmando. Una de esas ideas es la de la neolengua,
objeto de la presente nota.
La neolengua (en
el original, Newspeak) es una versión simplificada del inglés
tradicional al que pretende sustituir y que se caracteriza por la eliminación
de palabras que permitan desviarse del pensamiento único que emana del partido –también
único, por supuesto– que detenta el poder. La estrategia es muy simple: si se
elimina la palabra, se elimina su referente y, por tanto, el objeto o la idea
que la palabra expresa; cuando la idea haya sido eliminada de la mente de la
población, esta podrá ser dirigida, controlada y manipulada con mayor
facilidad. Uno de los conceptos centrales de la neolengua es el doblepensar
(doublethink), que denota la acción que realiza el individuo cuando cree
algo que es manifiestamente falso, según se lee en el capítulo tres:
Su mente[4]
se deslizó hacia el laberíntico mundo del doblepensar.
Saber y no saber, ser consciente de la verdad absoluta mientras se dicen mentiras
cuidadosamente construidas, sostener simultáneamente dos opiniones que se anulan
sabiendo que son contradictorias y creyendo en ambas, usar la lógica contra la
lógica, repudiar la moralidad mientras se reclama moralidad, creer que la
democracia era imposible y que el Partido era el guardián de la democracia, olvidar
lo que fuera necesario olvidar y luego volver a traerlo a la memoria en cuanto
se necesitara y luego olvidarlo de nuevo: y sobre todo, aplicar el mismo
proceso al proceso en sí mismo. Esa era la mayor sutileza: producir conscientemente
la inconsciencia y luego, una vez más, volverse inconsciente del acto de hipnosis
que se acaba de realizar. Incluso entender la palabra doblepensar implicaba
el uso del doblepensar.[5]
Los seguidores de este blog habrán reparado quizá
en que uno de los temas recurrentes del mismo es la inclusión de la ficción en
la realidad hasta el punto de llegar a formar parte de la misma. A la hora de
crear la neolengua Orwell se basaba en hechos reales –en
particular en el lenguaje utilizado por los regímenes totalitarios del periodo histórico
que le tocó vivir[6]–
pero eso no es óbice para que anticipara las prácticas políticas de algunos –de muchos– gobiernos
del siglo XXI, en las que el empleo del lenguaje políticamente correcto no
es más que una inserción en el mundo de la no ficción de la ficticia neolengua.
Cuando una realidad resulta incómoda para el poder no se actúa para cambiar
la realidad, solo se le cambia el nombre: ya no hay crisis económica sino
desaceleración o crecimiento negativo (¡todo un oxímoron, sí señor!);
los sueldos se moderan; el paro es un fenómeno del siglo XX, porque
en la actualidad las empresas optimizan sus recursos para aprovechar las
sinergias; nuestra juventud no emigra en busca de trabajo, se
fomenta la movilidad exterior; nuestros alumnos no suspenden –así que ya no hay fracaso escolar–,
tan solo no evalúan positivamente; los matrimonios ni se separan ni
se divorcian, simplemente suspenden temporalmente su convivencia o
–más a la pata la llana– se dan un tiempo…
Todo esto viene a que el otro día oí por primera
vez lo de nueva normalidad: lo excepcional convertido en normal. Si esto
no es neolengua, que baje Orwell y lo vea.
[1] El análisis de esta idea constituye
el eje central de un libro de 1920 al que hace algo más de treinta años le di
muchas vueltas: Bury, John B[agnell]:
La idea del progreso [The idea of progress. An inquiry into its origins and
growth.- Traducción de Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri].- Alianza
Editorial (El Libro de Bolsillo n.º 323), Madrid [1971].- 327 págs. (18 x 11).
[2]
Huxley, Aldous: Un mundo feliz
[Brave New World].- Traducción de Ramón Hernández.- DeBolsillo
(Contemporánea), [Barcelona (2)12012].- 255 págs. (19 x 12,5).
[3] Orwell, George
[seud. de Eric Arthur Blair]: 1984
[Nineteen Eighty-Four.- Traducción de Rafael Blázquez Zamora].- Ediciones
Destino (Destinolibro n.º 54), [Barcelona 61984].- 318 págs. (18 x
11).
[4] La de Winston Smith, protagonista de la novela.
[5] His
mind slid away into the labyrinthine world of doublethink. To know and not to
know, to be conscious of complete truthfulness while telling carefully
constructed lies, to hold simultaneously two opinions which cancelled out,
knowing them to be contradictory and believing in both of them, to use logic
against logic, to repudiate morality while laying claim to it, to believe that
democracy was impossible and that the Party was the guardian of democracy, to
forget whatever it was necessary to forget, then to draw it back into memory
again at the moment when it was needed, and then promptly to forget it again:
and above all, to apply the same process to the process itself. That was the
ultimate subtlety: consciously to induce unconsciousness, and then, once again,
to become unconscious of the act of hypnosis you had just performed. Even to understand the word 'doublethink' involved the use of doublethink. La traducción es
mía.
[6] ¿Quién no recuerda la frase de Joseph Goebbels, ministro
de propaganda del III Reich, cuando dijo aquello de que una mentira repetida
mil veces se convierte en una verdad? ¿Quién no recuerda los retoques
fotográficos –los antecedentes
prehistóricos del Photoshop, para entendernos– encargados por Stalin para
borrar a Trotski de las fotos de la revolución de octubre?